VALENCIA. "Me hacen bullying en el trabajo", desvela Patricia durante una cena. "Me dejan sola en el almuerzo, nunca me avisan para ir a sus cenas de fin de semana y sospecho que tienen un grupo de whatsapp en el que además de rajarme sueñan con clavarme grapas en el pecho", expone cabreada. No es difícil averiguar el por qué de tal crueldad laboral. Patricia, como muchos otros/as privilegiados en época de vacas flacas, cuenta con un plus en su currículo: es la hija del jefe.
Tal gracia -o desgracia, según se mire- a nadie de la empresa se le escapa. A pesar de estar perfectamente cualificada para su puesto, el destino de Patricia es ese al que se someten casi todos aquellos empleados que comparten el mismo ADN con el cabeza supremo. Es decir, la tiranía de la soledad en los descansos, la búsqueda desesperada por conseguir reconocimiento propio, el falso compañerismo, reír siempre mediocres chistes sobre el jefe (o sea, tu padre), la angustiosa presión diaria por la puntualidad y ser el último en salir en la oficina, o jamás coger anginas, así como otro largo y opresivo, etc.
"No puedo más, lo dejo. Me odian de una forma venenosa", nos comunica en otro momento. Y es que, un enchufado hoy en día es generalmente alguien irritable por su condición de intocable. "Yo no tuve culpa pero tras una reciente estructuración de plantilla un compañero me puso la zancadilla", explica a continuación. Hasta ahora Patricia siempre lo había aceptado, sin embargo, convertirse insistentemente en el objeto de ataque en el trabajo ha provocado que lo mande al carajo. Una necesaria reacción ante un ambiente carente de motivación. Trastocada por culpa de un boicot que la ha dejado amargada. "Es una locura pero ni en mi despacho me siento segura", confiesa indignada.
Semanas más tarde me entero que Patricia encontró por méritos propios un trabajo más adecuado a su perfil en un medio de comunicación en Madrid. Más gratificante, menos traumatizante. Por fin se siente integrada y partícipe del espíritu de un equipo por el que no se siente timada y acobardada. La incluyen al poco en un chat laboral. El asunto del grupo a Patricia se le antoja apocalíptico: linchar al sobrino de un influyente empresario de la capital. "Llamar al electricista o el enchufado éste nos funde las luces de la revista", comienza uno. "No me extraña pues su alto voltaje es tan poderoso como el de su linaje" bombardea otro.
Cómplice del avasallamiento, Patricia se remueve en su asiento. "No creo que sea ningún delito aceptar un empujón dada la situación" responde defensora del diablo. Un argumento válido en su opinión. Una declaración de guerra para el resto de empleados, sin embargo. Patricia desde entonces ha optado por el apadrinamiento de aquellos que al resto les produce descargas eléctricas. Nadie más que ella entiende esa suerte de losa dolorosa. La del peso de la etiqueta. Insoportable cuando llevan marcado en la frente: "Soy un enchufado aceptaré que me tratéis como a un pringado".
Y es que Patricia ya ha llegado a su límite. Ya no le importa el que dirán y cual gata en celo ha elegido proteger con carácter incendiario a los que como ella poseen título nobiliario. Se niega a sufrir cuando el resto pone a los de su especie a parir. Nacer con sangre real en el entorno laboral a ella le ha supuesto una destino marginal. Incluso en alguna ocasión firmó artículos con pseudónimo por miedo a que aquellos que la empresa de su padre despidió le practicaran la ablación.
En tiempos de Eres y poco placeres, Patricia exige únicamente el beneficio de la duda. Dejar de ser la "hija de..." y ser valorada por alguna cosa más que su sobresaliente rasgo de tetuda. Una tregua para aquellos congéneres (enchufados) a los que el resto de la población por desidia, rabia e impotencia, vician el ambiente y como a ella la llaman la mujer barbuda. Y la apoyo en su cometido. Pues aquellos que rajan tan implacablemente que tengan a bien aplicarse la misma mirada crítica adquirida por obra y gracia propia cuando un amigo o familiar los designen a dedo manifiestamente ¿O acaso no sería una hipocresía en tal caso aceptar un trabajo gracias a un sentimiento, hoy en día escaso llamado cortesía? Y no me refiero a los enchufados aprovechados. Eso ya es otro tema.
Es innegable que el enchufismo causa una reacción de rechazo para todos aquellos que no lo tienen. Yo por ejemplo, decidí dedicarme a algo completamente distinto a lo que se dedicaba mi padre (que era bastante jefe en su momento) precisamente por demostrarme a mi mismo que podía hacer otras cosas por mi mismo. Desgraciadamente, la vida tiene curiosas formas de reirse de nosotros y cuando mi padre ya no está, descubro que se me da estupendamente y que he desperdiciado muchos años haciendo otras cosas que en realidad no me motivaban tanto. Así es la vida supongo...
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