VALENCIA. Rodeada hace un par de semanas de longanizas y mona de Pascua, mi amigo Vicente suelta: "me caso". Como es costumbre, suelo coincidir los días de Semana Santa en Moraira con mis amigos. También es habitual escalar un peñón de la zona y conquistar, una vez en el pico, una pequeña torreta antes de que otro grupo se asiente bajo ella. Misión que nunca logramos ya que en esos días de asueto somos muchos (básicamente todo el pueblo) los que casua e involuntariamente acordamos tener la misma idea. Una vez allí, nos atiborramos a chocolate, monas y huevos de Pascua.
Vicente escogió aquella tarde de senderismo precisamente para revelarnos su nuevo estado sentimental, el de comprometido. En lo más alto, con casi al alcance de la mano el horizonte del mar y testigos de un maravilloso escenario de calma, quebrado por la sinfonía de todo un conjunto de niños desahogando una incontrolable incontinencia urinaria escondidos entre arbustos, Vicente nos dio el notición. Y eso, me provocó mayor urticaria que la repetitiva voz de pito de una madre regañando a su hijo por tirar la merienda al suelo.
Parece obvio que con la crisis que tenemos encima, la aceptación del matrimonio por una determinada parte de la población resulta complicada de obtener. Entre ellas, la mía. Sin trabajos estables, sueldos casi inexistentes y el empobrecimiento de las condiciones laborales, me parece un disparate invertir el escaso tiempo y dinero que tiene nuestra generación en otros menesteres, en mi opinión menos prioritarios, como el de organizar una boda o el de hipotecarse con un piso.
Y entonces mi amigo, revistiendo sus palabras con nuevos matices cargados de razón, me dio una lección: "Sólo la veo lo que dura una cerveza tras 8 horas de trabajo. Siempre estamos cansados y la ausencia, los fines de semana, de un techo bajo el que gozar sobre un lecho me empieza a dar mucha pereza", confiesa. "Sus padres son de engranaje tradicional, así que o me caso o la pasión en mi relación se convierte en un bien escaso", sentencia con sorna.
Vicente, además de querer llevar a su novia al altar con el fin de mojar, también quiere progresar. No le importa lanzarse al vacío de un futuro incierto pero ya no soporta ser más, a los ojos paternos de su chica, un impío. Impulsado por la inercia de lo que en el pasado era el siguiente peldaño, Vicente ha tomado el camino que menos le haga daño. En esta época de hastío el mejor desvío. Freud decía que para encontrar la felicidad hay que trabajar y amar. A falta de la primera, poner remedio a la segunda, para Vicente se traducía en hincar la rondilla.
A punto de emprender el camino de vuelta, Vicente se acercó y me dijo: "¿Sabes que a esta torreta también la llaman el salto de la novia?". Ante mi sorpresa, continúa: "Cuenta la leyenda que un día como hoy una princesa árabe iba a casarse con un hombre al que no amaba obligada por su familia. Sintiéndose presa el día del enlace huyó, llegó hasta lo más alto de esta montaña y saltó". Una vez en la falda del monte y observando desde abajo el imponente barranco, entendí que mi amigo también había saltado. Seguro de estar acertando en su decisión de cara a un futuro sin un duro.
A Vicente, a diferencia de muchos de nosotros, no le paralizó esa especie de codicia que parece instalarse clandestinamente en nuestro interior como consecuencia de una incertidumbre global que aterroriza. Una suerte de egoísmo que engaña a nuestras mentes reprochándonos cualquier alternativa a evolucionar. A comprar nuestros propios deseos. Consumiendo nuestro orgullo.
Entonces me imaginé a Vicente cogiendo carrerilla con ímpetu para catapultarse a la nada. Estimulado por un profuso futuro de marranadas con su mujer y sin ganas de retroceder. Descendiendo en caída libre y a gran velocidad hacia el acantilado ataviado en un ondeante traje blanco de novia. Sin miedo. Desesperado por cambiar su situación. Valiente al romper esquemas y hacernos creer que saltar por un desfiladero es más seguro que comprometerse con lo ya conocido, en esencia más austero. ("Quizás esto de saltar ya es postureo", empecé a pensar acordándome de varios realitys de nuestra parrilla televisiva.)
Con la inquietante sensación pues de mi amigo por los aires, a punto de hacerse añicos y con la esperanza de que fuera a rebotar ya casi en su final, pensé: "Menudo par de...". Cuando de repente mi amiga Alba me estrelló con fuerza un huevo en la frente. "No se ha roto. Menuda cabeza dura tienes", soltó. Algo que no sabía. Tarde de huevos. Tarde de Resurrección, más bien. Y así, con la ilusión de ser capaz también de amortiguar golpes me fui a casa con un gran chichón.
Querida Carla...Enhorabuena para Vicente...!!!! Qué disfrute mucho y sea feliz...!!! Qué de eso se trata.... Aunque salte al vacío , el riesgo vale la pena.... Que buenos recuerdos ....tomar la mona y esa explosión en la frente del huevo duro cuantos chichones nos han provocado.... Chica que todo sea eso..... Buena semanita...,!!!!
Hola Carla. Que chulo. Me ha gustado un guevo.
Querida Carla, espero que a Vicente su salto sin red le traiga "muy buenos ratos", gracias como siempre por tu imaginación y cuida el chichón pascuero que los huevos duros son muy traicioneros. Abrazos
Me ha encantado!!! Seguiré leyendo!! felicidades!!!
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