VALENCIA. Sobre el asfalto, Lance Armstrong fue el mejor ciclista de su generación. No quiere esto decir que fuera un ciclista épico ni el mejor ciclista de todos los tiempos. Pero ganó dando pedales a todos los que se le pusieron a rueda. Encima del sillín, como en la vida, se miden las victorias por las talla de los rivales. Armstrong tuvo la suerte para él y desgracia para sus contendientes, de no tener que lidiar con hombres de la talla de Hinault, Ocaña o Merckx, sino con Beloki o Ullrich, que no pasarán precisamente a la posteridad por sus hazañas deportivas. La desposesión de sus títulos no desmerece su mérito como ciclista en ruta.
Si analizamos el caso de Armstrong desde una perspectiva económica llegaremos a la misma conclusión. Hay herramientas de análisis económico que nos permiten llegar a comprender mejor la situación del deporte y particularmente del ciclismo. El caso Armstrong se puede explicar mediante la teoría de juegos estrategia, como el conocido dilema del prisionero. Al fin y al cabo, los deportes no son más que un juego.
La estrategia dominante para un ciclista de su época era doparse. Se enfrenan ante el mismo dilema que dos prisioneros cómplices de un delito incomunicados en una celda. Aunque la estrategia colaborativa es la más beneficiosa para ambos, ambos acaban delatándose para evitar un mal mayor. Arriesgarse a no doparse cuando se tiene la sospecha que todos los demás se dopan no resulta la estrategia óptima. Además, al igual que en devaluación monetaria, si todos toman las mismas sustancias el resultado viene a ser el mismo que si nadie las toma. Si nadie se hubiera dopado, Lance hubiera resultado ganador igualmente.
Sorprende que los casos de dopaje se concentren fundamentalmente en ciclismo y atletismo mientras que futbolistas, tenistas o chóferes tengan un expediente inmaculado. Ellos tampoco se escapan al dilema de Nash y Keynes. Como aseguraba el Dr. Fuentes, si dijera lo que sé, adiós al Mundial y a la Eurocopa". Incluso acabó reclamando un premio Nobel a la investigación médica.
La principal diferencia entre el ciclismo y los demás deportes en cuanto al dopaje no estriba en la dificultad física. Cualquier sustancia que mejore algún aspecto del rendimiento, como la atención o concentración, puede ser considerada como dopante. La distinción se encuentra una vez más en el mercado. En la Liga, la ATP o la NBA, son sistemas comparativamente más cerrados que la UCI. En las pruebas de ciclismo internacionales concurren diferentes organizaciones y federaciones de distintas naciones con intereses contrapuestos.
En cambio, los Alonso, Mesi, Nadal y compañía juegan en circuitos cerrados alquilados a un mismo dueño con unas reglas que favorecen colaboración. Los implicados en el juego del futbol (o de la Fórmula Uno, MotoGP...) son un club bastante cerrado y homogéneo en los que prosperan estrategias de colaboración. Por lo tanto existe un doble equilibrio de Nash que favorece que los controles en este tipo de espectáculos sean más laxos que en el ciclismo o atletismo. En cualquier caso, el resultado último de las pruebas, como nos enseña Keynes, es indiferente: el mejor continuará ganando en ambas estrategias.
Detengámonos a pensar que sucedería si se aplicara el mismo protocolo contra el dopaje en el ciclismo en otros deportes, o incluso en otras profesiones. El ciclista tiene la obligación de informar sobre su ubicación física los 365 días al año (que se lo pregunten a Rasmussen, que perdió un tour por engañar a su mujer) y disponer de un pasaporte biológico que controle sus biorritmos habituales, además de numerosos controles tanto dentro como fuera de la competición.
El deportista se juega en todo caso su buen nombre y el de la marca comercial que representa. Los representantes públicos se juegan mucho más (nuestro dinero e intereses) y se someten a un control mucho menor que cualquier ciclista aficionado. Sin embargo, los políticos se enfrentan a un juego similar al del ciclista: utilizan un doping electoral que consiste en prometer más que el adversario a sabiendas de que no se cumplirán sus promesas. Tampoco parece sensato que no se controle el uso de sustancias que minoren su capacidad de raciocinio cuando elaboran leyes y disposiciones que no afectan a todos.
Imaginemos un sistema en el que los políticos dispusieran de un pasaporte intelectual que controlara cambios de opinión o promesas incumplidas. Que se hicieran detallados informes de sus palabras dentro y fuera de la campaña electoral para contrastarlos con las acciones posteriores de gobierno u oposición. Que tuvieran que informar al parlamento sobre sus quehaceres todos los días del año. Que permitieran a la policía científica entrar en su casa a las cuatro de la madrugada para tomar muestras de sangre.
Los políticos que dieran "positivo" se les despojaría de todos su cargos y tendrían la obligación de devolver (con intereses) su sueldo íntegro. Si todos lo que tiran la primera piedra contra Lance y el ciclismo se sometieran a un escrutinio tan escrupuloso de su actividad profesional, pública y privada, ¿cuántos Armstrongs más habría?
Muy interesante el artículo del doping político y económico. Existe doping político en la dedocracia, y económico cuando más de la mitad de los bonos soberanos son adquiridos por los bancos centrales o, en caso europeo, privados. Igual que quitar sustancias al dopado reduce el rendimiento, ¿qué pasaría si los bancos centrales y privados dejaran de comprar bonos soberanos, máxime cuando los bancos centrales además son fabricantes de la moneda?
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