VALENCIA. En el principio de los tiempos, la competencia entre las cadenas privadas era naif, mezcla de asuntos de familia y piernas al aire. Farmacias y ruletas contra mamachichos y telecupones. Quedaba aún recorrido hasta la puesta en marcha de "el juego de la muerte". Alcásser fue el comienzo de un modelo de televisión que en España superó todos los límites. Ahí se troqueló el molde.
Desde entonces el ranking del basurómetro televisivo lleva dos décadas muy disputado. Los mismos años que ha pasado entre rejas Miguel Ricart. Una condena insoportablemente leve y legal que añade más morbo a la caza de un despojo humano. Mantiene Ricart con siniestra desfachatez que él no tuvo nada que ver: "Soy un puto cabeza de turco". Su primera declaración ante la guardia civil fue la única real. El relato sobre lo ocurrido aquella noche en la partida de La Romana sería confirmado meses después y punto por punto por el equipo de forenses. Jamás ha vuelto a decir la verdad.
Tuve ocasión de hablar brevemente con él en 2001. Había recibido una carta suya con remite de la prisión de Alama, en Pontevedra. En la delegación de Antena 3 Valencia le habíamos pedido una entrevista tras conocer que no quería salir de la cárcel. Llevaba ocho años recluído y podía solicitar algún permiso pero él no deseaba acogerse a una medida que en todo caso no prosperó. El juez de vigilancia argumentó alarma social y a nosotros Instituciones Penitenciarias tampoco nos autorizó la visita. Hizo bien porque esa entrevista -leída su carta- no era en absoluto de interés público. Ya no repetiríamos el intento.
No contenía el testimonio de un arrepentido, de un hombre atormentado por la culpa sino el de un embustero, un manipulador que mostraba su deseo de "confesar" cuando fuera el momento porque era inocente y se estaba comiendo "el marrón". Lo mismo que sostuvo en el juicio, lo que me repitió por teléfono, lo que le confesó a uno de los 60 reporteros que le esperaban a su salida de Herrera de la Mancha el pasado 29 de Noviembre.
No tenía sentido escucharle. Hoy tampoco. El testimonio de Ricart no aportaría periodística ni humanamente nada valioso, solo náuseas y share. La obsesión por la crueldad, el gore televisivo demuestra que la sociedad -y no solo aquí- está enferma y necesita estimular desde el sillón de casa su pasión por las bajezas del prójimo. En el top ten se sitúan torturas, violaciones y muerte. A más carroña, más audiencia y de forma inversamente proporcional el código deontológico va aligerándose hasta la menudencia de un folleto.
La truculencia de los shows emocionales que algunas televisiones montaron en paralelo al proceso en el TSJ con Ricart en el banquillo, dejaron huella en la memoria colectiva. Ha habido mucha más carne de plató con historias horribles desde entonces: Rocío Wannikhof, Sandra Palo, Olga Sangrador, Anabel Segura, Marta del Castillo, Bretón, Asunta Basterra... De todas, la de Miriam, Toñi y Desiré, con las fotografías, el regodeo de los detalles, las acusaciones con nombres y apellidos sobre la supuesta trama de depravados poderosos, fue de tal sobredosis que buena parte de la audiencia quedó inmunizada. La otra, asqueada.
Debe ser por eso -por lo que Alcásser significó para la televisión y las audiencias-, que Miguel Ricart ha sido la mayor tentación de las cadenas y de la prensa en general. Antena 3 le grabó unas cuantas frases mientras acosado por cámaras, micros y flashes trataba de llegar hasta una estación de tren. En su fuga mediática aparecieron dos reporteras de Telecinco que amablemente le trasladaron hasta algún lugar en coche "porque estaba desorientado". Pues vale.
El espectáculo que se intuía provocó la indignación: "Y entonces es cuando empieza el repugnante circo. Los periodistas concentrados a la salida de las prisiones a ver quién saca mejor partido a la ignominia". Lo escribía en un blog la fiscal de Violencia de Género Susana Gisbert. Numerosas opiniones como ésta regaron Internet y las redes sociales. Las cadenas de TV pudieron valorar el calor de los ánimos.
A los cuatro días aparecían rotundos desmentidos de las dos grandes privadas: ninguna sentaría a Miguel Ricart en un plató para dejarle mentir y ofrecerle dinero por ello. Antena 3 por "estilo editorial" y Ana Rosa Quintana porque " no pagamos a asesinos".
¿Es una cuestión de decencia, de estética, de reputación o de temor al boicot de los anunciantes? Esto último sí es materia sensible para cualquier empresario editor. Le pasó a Rupert Murdoch cuando tuvo que cerrar News of the World después de que las más importantes compañías retirasen sus campañas tras conocerse que desde el tabloide se pinchaban teléfonos para averiguar lo más íntimo, humillante o sórdido de gente famosa o anónima y así aderezar las crónicas. "Ahí te quedas" le dijeron las marcas a Jordi González por entrevistar en La Noria a la madre de El Cuco... En el caso de Ricart las consecuencias habrían sido todavía peores.
La Federación de Asociaciones de Periodistas de España advirtió de la transgresión del código deontológico ante la posible entrevista y se felicitó por la decisión "ética y acertada" de no realizarla. Sería más edificante que la ética no fuera una capa de pintura que nos ponemos encima para salir del paso y que puede saltar a desconchones ante la siguiente oportunidad de romper audímetros y desafiar a la competencia.
Hace un año, el Congreso, a propuesta de Coalición Canaria, rechazó las entrevistas a condenados por la perversión de valores que supone que el autor de un crimen se beneficie al acudir a una televisión y recordar su gravísimo delito, pero no quiso ir más allá porque en opinión de sus señorías "cambiar la ley para evitar estas situaciones podría introducir mecanismos de control contrarios a la libertad de expresión y a la presunción de inocencia".
La Cámara votó entonces por la autorregulación. Un término que en muchas ocasiones, demasiadas, depende de la "televerdad" que es la propiedad que tiene el medio para convencerse de que lo que hace es irreprochable y profesionalmente indiscutible.
Sin embargo, apartando a un lado cinismo y conveniencia, la autorregulación es un ejercicio de responsabilidad. Nada más y nada menos. Ni es censura ni tiene que ver con la libertad de expresión.
No cuestiono el valor informativo de la salida de Miguel Ricart. Esa imagen era suficiente. La persecución de la que fue objeto con cinco coches siguiendo su taxi, y luego el rastreo... Manzanares, Madrid, Córdoba, Barcelona, Girona... hasta convertirle en un GPS humano, bochornoso.
Tras su excarcelamiento (y con la justificada vigilancia no invasiva de la policía) ¿qué le queda a Ricart? Os recomiendo el artículo publicado por el jurista Fernando Flores, miembro del Instituto de Derechos Humanos de la Universidad de Valencia.
Flores reclama que, una vez cumplida la condena que la ley le impuso por los crímenes que cometió "se deje a Ricart con sus derechos y deberes constitucionales y en paz, si en su soledad puede alcanzarla".
No nos acomplejemos, hay un gran surtido de casquería en todo el mundo. En la parrilla de la británica Channel Four, el espacio Anatomy despieza cadáveres en directo. En Alemania, Eos TV dedica un canal en exclusiva a la muerte; en Japón triunfan los programas donde los participantes padecen dolor físico inaguantable... Pasen y vean, un estremecedor documental de coproducción franco-suiza, realizado en 2009, denuncia con la ficción de un concurso de televisión, El juego de la muerte, la fascinación por el sufrimiento ajeno.
Pero de todo lo que conozco sobre telebasura el primer puesto de la lista lo ocupa "entrevistas antes de la ejecución". No hace falta que lo explique. Tal vez os suene, se emitía en una cadena de las 3.000 que hay en China. La denuncia de la BBC y las presiones internacionales consiguieron su retirada de las pantallas hace dos años y tras cinco ininterrumpidos en antena. La presentadora estrella no sentía ninguna compasión por sus invitados porque, en definitiva, "son malas personas que merecen morir". Arrasaba con cuotas de pantalla del 50%. 40 millones de espectadores.
El psicoanálisis explica que la mente humana alimenta el morbo con la violencia en la muerte y en el sexo. La espectacularidad de la televisión y la competencia feroz rematan un triángulo de atracción fatal. Estamos perdidos. En el caso de Ricart, solo salvados por la campana.
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