VALENCIA. A veces es preciso que transcurran años, o incluso décadas, para que podamos calibrar debidamente los efectos derivados de una medida concreta de política económica. Parece razonable que así sea cuando las medidas actúan sobre elementos que afectan a la estructura productiva de un país, como la educación, las infraestructuras o, en este caso, el sector financiero. Sin embargo, al dictado de la lógica mediática, es frecuente que atribuyamos los éxitos o fracasos de dichas medidas a circunstancias recientes o a protagonistas actuales, que se convierten en héroes impostados o meros chivos expiatorios de una situación que no contribuyeron en gran medida a generar.
En el caso de las cajas de ahorros españolas, ha hecho falta esperar dos décadas para experimentar las nefastas consecuencias de una desregulación mal planteada. Siguiendo el mantra económico de la época, en la década de los ochenta nuestras autoridades económicas decidieron eliminar toda una miríada de restricciones legales que, según los argumentos de entonces, impedían a las entidades de crédito españolas competir en igualdad de condiciones con sus rivales europeos. Las cajas de ahorros, que estaban sujetas a una regulación más estricta que los bancos comerciales, se beneficiaron de una desregulación todavía más intensa que, entre otras cuestiones, facilitó su expansión geográfica por todas las provincias españolas.
Lamentablemente, la desregulación no vino acompañada de una reforma de los órganos de gobierno de las cajas para equipararlas a los bancos comerciales. De hecho, hasta hace apenas unos meses las primeras mantenían dos diferencias esenciales con respecto a los segundos: a) carecían de un capital social formado por acciones, de modo que no había mecanismos de mercado para disciplinar la actuación de los consejos; y b) atribuían derechos de voto en el consejo de administración a ayuntamientos, diputaciones y gobiernos autónomos, otorgando poder a los representantes políticos en la gestión de las entidades.
Nuestro legislador decidió prescindir de un modelo de cajas de ahorros que funcionaba perfectamente sobre la base de una regulación estricta. Y, a cambio, favoreció un modelo desregulado de entidades financieras con estructuras de gobierno débiles, que además fueron empeorando a medida que se consolidaba nuestro Estado autonómico. De hecho, en la década de los 90 algunos gobiernos regionales, como por ejemplo el valenciano, fueron acumulando más derechos de voto, generalmente a costa de las corporaciones locales.
Visto en perspectiva, parece evidente que el legislador infraestimó la importancia del gobierno corporativo como factor de riesgo en la industria bancaria. Seguramente porque pensó que la excelente supervisión del Banco de España mitigaría sus consecuencias o, simplemente, porque consideró que la mayor competencia inducida por la desregulación obligaría a las entidades financieras a descartar los proyectos de inversión de alto riesgo y baja rentabilidad.
Pero, por desgracia, en esta ocasión España no fue diferente, y al igual que sucedió en Estados Unidos en los ochenta, o más recientemente en Alemania, Japón y Corea, los problemas de gobierno corporativo resultaron críticos una vez se eliminó el velo de la regulación. Hoy nadie duda de que la chispa que provocó el incendio financiero fuera la burbuja inmobiliaria, auspiciada por una larga etapa de tipos de interés bajos, pero de no haber sido por la debacle del ladrillo, otra circunstancia habría desencadenado el problema, porque el propio modelo bancario surgido de la desregulación de los ochenta adolecía de un problema estructural que favorecía la acumulación de riesgos.
En un artículo reciente, hemos analizado el comportamiento de las cajas de ahorros españolas tras la liberalización de la apertura de oficinas. En concreto, hemos evaluado el riesgo asumido por las cajas en las zonas de expansión, en función de la calidad de sus mecanismos de gobierno. Las conclusiones son reveladoras. Las cajas de ahorros con mayor influencia política, medida a través de los derechos de voto atribuidos a los gobiernos regionales, tendieron a prestar a clientes menos solventes en las zonas de expansión que las cajas menos politizadas.
De hecho, tras el estallido de la burbuja inmobiliaria, hemos podido comprobar que las empresas quebradas en España tienen una probabilidad superior a la normal de haber recibido un crédito por parte de una caja de ahorros que operaba fuera de su territorio de origen. La probabilidad es aún mayor si los gobiernos autonómicos tenían representantes en los consejos de administración de dichas cajas.
Este patrón de conducta no solo afectó a los créditos a promotor, sino también a las empresas pertenecientes a otros sectores de actividad, lo cual refuerza la hipótesis de que el estallido de la burbuja inmobiliaria no fue tanto una causa sino más bien una manifestación temprana del problema real que afectó a estas entidades: la falta de control de los riesgos asociada a la debilidad de sus estructuras de gobierno.
En definitiva, el origen de esta situación radica en una maligna combinación de desregulación y gobernanza deficiente. El detonante del problema fue la burbuja inmobiliaria, pero la semilla del problema fue sembrada mucho antes de que la burbuja empezara a hincharse.
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Manuel Illueca. Universitat Jaume I e Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas
1.- CAM: más vale lo bueno por conocer que lo malo conocido (por Remedios Ramón)
2.- Cajas de ahorro, un desastre no anunciado (por Ernest Reig)
3.- Hay vida después del desastre (por Mª Ángeles Pons)
4.- Les caixes d'estalvi valencianes: ascens i fracàs (por Joaquim Cuevas)
5.- El triste final de una larga historia (por Carles Sudriá)
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