VALENCIA. Llevábamos una semana analizando las consecuencias de las Elecciones Europeas, con un Pablo Iglesias omnipresente en las tertulias y en las columnas de prensa (o bien activamente, con su presencia, o bien como sujeto del análisis), cuando un acontecimiento sorprendente entró con fuerza en la agenda de todos los medios de comunicación: Mariano Rajoy convocaba a los medios de comunicación, a las 10.30 del lunes 2 de junio.
Sorprendente era, en efecto, que Rajoy, voluntariamente, por su cuenta, convocara a los medios. Es difícil recordar cuándo ocurrió por última vez. Sin duda, la declaración que hiciera sería relevante. Y Rajoy, por una vez, no decepcionó: Juan Carlos I, rey de España desde hace casi 40 años (de hecho, 39; exactamente el mismo tiempo que el anterior Jefe del Estado), abdicaba en su hijo Felipe.
Esta segunda noticia, la abdicación, no resultaba tan sorprendente. Se rumoreaba, de hecho, desde hace al menos dos años. Desde que aquella infausta cacería en Botsuana socavó a ojos vistas la popularidad del rey entre sus súbditos, y el deterioro paralelo de la situación económica y de la credibilidad de las instituciones convertía en perentorio ofrecer a la ciudadanía, por parte de dichas instituciones, algún signo de cambio, de evolución. Aunque el cambio consista en sustituir a un rey por otro.
Lo que sí ha sido sorprendente, sin duda, es el contexto en el que se ha producido la abdicación. Justo después de unas elecciones que han supuesto un severo correctivo para los partidos mayoritarios; con el PSOE en horas bajísimas, y en vísperas de acometer un proceso de renovación de la cúpula del partido (y ya veremos si de algo más); y de una forma que indica bien a las claras que la abdicación no estaba prevista, con Mariano Rajoy anunciándola a los españoles (en lugar del propio Juan Carlos I) y su sucesor, Felipe de Borbón, fuera del país.
Se han desatado, al respecto, todo tipo de especulaciones, vinculadas con dicho contexto: miedo a que pueda ser escogido un secretario general del PSOE menos complaciente con la Monarquía y la sucesión; preocupación por el ascenso de los partidos republicanos y por la desafección creciente hacia la Monarquía (especialmente entre los ciudadanos que no vivieron la Transición política y el 23F, o eran unos niños cuando ocurrieron esos acontecimientos); adelantarse a alguna mala noticia inminente, por ahora desconocida; o, quizás, un motivo más pragmático: impedir que algún medio de comunicación se adelantase y filtrara la noticia, condicionando todo el proceso.
Entusiasmo mediático
Sea cual sea el motivo, está claro que el objetivo es acelerar los plazos lo máximo que sea posible; y que se cuenta con la aquiescencia o, directamente, el fervor, de los principales medios de comunicación españoles. Desde el momento en que se conoció la noticia, hemos vivido una auténtica orgía mediática: los medios se han volcado con el acontecimiento y han ofrecido abundantísimos contenidos que han truncado el ritmo normal de su agenda: ediciones especiales en la prensa, programas inacabables en radio y televisión, y portadas copadas por la abdicación en casi todos los digitales.
La cobertura informativa, sin duda, es normal, pues asistimos a un acontecimiento de primer orden, y además inédito para casi todo el mundo: la abdicación de un rey (la última vez fue Alfonso XIII, en 1941). Y en breve asistiremos a la coronación de otro si, como es previsible, la ley de abdicación pasa el trámite del Congreso de los Diputados.
Lo que no ha sido tan normal es el tono de los medios de comunicación. Muy particularmente, de la prensa, cuyo despliegue ha tenido a menudo mucho de loa desaforada al rey y a su sucesor, y mucho menos de análisis. Ha sido un periodismo hagiográfico que le hace un flaco favor al periodismo y que, además, revela más flaquezas que las que pretende ocultar. Muestra la exagerada necesidad que estos medios tienen de "vender" la bondad de la sucesión, y lo fútil que resulta plantear alternativas o, sencillamente, críticas de cualquier clase.
Un periodismo que, por ejemplo, incurre en una contradicción fundamental cuando nos insiste hasta la saciedad en que Felipe de Borbón está increíblemente bien preparado para llevar a cabo sus funciones. Tal vez sea así, pero al mismo tiempo resulta poco importante que esté bien preparado o no, dado que sus funciones constitucionales son más bien escasas.
Pero, por otro lado, muchos nos hablan también del fundamental papel que ha de cumplir el heredero en el futuro más inmediato. Felipe de Borbón tiene que arreglar el problema catalán y reconciliar a los españoles entre sí, como en teoría hizo su padre.
La diferencia es que su padre pudo hacerlo inicialmente merced a los poderes de que disponía, legados desde la dictadura franquista. La función de Felipe de Borbón, en cambio, se supone que es meramente representativa. Es más: no sería un buen rey, sino todo lo contrario, si se dedicara a inmiscuirse en lo que es el trabajo de otros, que han sido democráticamente elegidos para ello. Pero, sorprendentemente, hemos podido leer muchísimos análisis que alientan a que tengamos un rey preconstitucional... en teoría, para defender la Constitución.
Una dudosa unanimidad
La abdicación ha llegado en un momento muy convulsionado en la vida política española. Una crisis económica que nunca acaba, ni siquiera puede decirse que remita en una medida detectable por los ciudadanos, se combina con la mencionada erosión de la credibilidad de las instituciones. Además, recientemente vivimos los efectos de unos resultados electorales cuyas consecuencias en el largo plazo están por ver aún, pero pueden ser importantes.
No es, por tanto, un escenario de placidez ciudadana, y sí de proclividad a la protesta. A ello hay que unirle el mencionado factor generacional: puede que a algunos jóvenes les caiga bien Felipe de Borbón, pero es mucho menos probable que sean monárquicos (por "joven" podemos abarcar un arco que llega a los 40 años). Ni tienen el reconocimiento de mucha gente de más edad hacia el papel de Juan Carlos I durante la Transición, ni el miedo a la inestabilidad que supuestamente podría suscitar el cambio a un sistema republicano.
Por todo ello, no es de extrañar que la sucesión genere una contestación ciudadana en absoluto desdeñable, que se pudo visualizar en las manifestaciones, en las encuestas de que disponemos al respecto y en el comentario social: échenle un vistazo a cualquiera de los artículos que se han publicado últimamente con desaforados elogios hacia la Monarquía y verán que los comentarios del público son mucho menos complacientes. Una contestación que posiblemente sea mayoritaria en las filas de la izquierda -y mucho menos audible en la derecha- y que están recogiendo algunos partidos políticos (IU, Podemos), creándole problemas, de paso, al PSOE: de identificación ideológica y de desapego entre las bases y la cúpula del partido.
Donde no se ha podido ver apenas contestación, en cambio, es en los medios de comunicación. Sobre todo, en los medios más importantes. Hemos revivido los peores tiempos del "cinturón sanitario" mediático de que históricamente ha disfrutado la Monarquía, que nunca recibía críticas; sólo comentarios amables. Con independencia de la posición que defienda cada uno, es, sin duda, una mala noticia que los medios de comunicación hayan funcionado como discurso monolítico y unidireccional, y no como espacio plural de debate cuyo principal propósito es reflejar los intereses y opiniones de la sociedad a la que en teoría se dirige (en lugar de tratar de moldearla en virtud de determinados intereses).
#prayfor... exceso de celo censor
El "entusiasmo dirigido" de los principales medios de comunicación españoles ha llegado al paroxismo en dos casos específicos. El primero es, a estas alturas, conocido por todos: la revista El Jueves, obligada por su editor (RBA Editores), cambió a última hora la portada, alusiva a la abdicación, y la sustituyó por otra referida a Pablo Iglesias (el "rey" mediático y social de la semana anterior). Para ello, destruyó 60.000 ejemplares ya editados, y tuvo que aparecer en los quioscos con un día de retraso.
Como consecuencia, algunos de los colaboradores más importantes anunciaron que abandonaban la revista, y explicaron los motivos: en efecto, RBA había censurado la portada inicial, y además exigía que a partir de ahora la Monarquía no apareciese más como tema de portada.
A estas alturas, ni la revista ni RBA han ofrecido una explicación verosímil al respecto, aunque la Casa Real sí que se ha desmarcado, con un argumento que parece verosímil: haciendo esto, RBA ha conseguido un efecto contrario al que en teoría buscaban: la portada se ha difundido mucho más, y además ha generado muchísimas más críticas a la Monarquía, que si se hubiese publicado tal cual.
Es decir: pasa lo mismo que ya ocurrió en 2007, con la archiconocida portada de Felipe de Borbón y Letizia Ortiz que fue secuestrada por un juez (aunque la ha visto más gente que cualquier otra portada en la historia de El Jueves). La diferencia es que entonces la publicación salió muy reforzada (a fin de cuentas, fue una decisión judicial la que provocó el secuestro de El Jueves); ahora, en cambio, tal vez hayamos asistido a su final.
El segundo asunto ha sido la censura de un artículo de la periodista Ana Romero en El Mundo en el que se refería a Corinna Zu-Sayn Wittgenstein como "amiga íntima" de Juan Carlos I. El director de El Mundo, Casimiro García-Abadillo, decidió cambiar esa expresión, y el artículo apareció sin firma. Además de las protestas de Ana Romero, salieron en su defensa los corresponsales en Nueva York del periódico, María Ramírez y Eduardo Suárez. La respuesta del diario ha sido suspenderles de empleo y sueldo por un mes, a la espera de ver qué sucede con Ana Romero.
El resultado, en ambos casos, es el mismo: la censura sólo logra acrecentar el efecto que en teoría se pretende impedir. Y, sobre todo, daña la credibilidad del medio en el que se produce, y también (cabe suponer) su influencia social sobre el público; al menos, en todo lo relacionado con la Monarquía. Más o menos lo mismo que sucede tras el bombardeo inmisericorde de páginas y páginas de edulcorados contenidos, al que ya llevamos sometidos una semana.
Se equivoca, Manuel. Alfonso XIII es destronado en 1931, pero no fue hasta 1941 cuando abdicó de sus derechos dinásticos en la persona de su hijo Juan. Durante esos años mantuvo sus reivindicaciones al trono español, confiando - erradamente - en que Franco le repondría en su status previo.
Un poco de rigor: lo de Alfonso XIII fue en 1931 no 1941
Aparte de la bajada de pantalones de la prensa del Régimen (básicamente la que queda en papel impreso) con sus ediciones especiales a pérdidas, estaría bien mencionar que como prolegómenos de su reinao el preparao se ha dedicado a lo mismo que su padre durante todo su vida incluso tras el anuncio de la abdicación: a reunirse con la élite empresarial para pactar el nuevo marco de dominio y para (¡oh bondad graciosa!) *resolver el problema de Catalunya*.
Pues sí, hay un humillo censor y de chupamanos dulzón que apestan, ambos, con todo lo respecto a la monarquía de este país.
Falta decir que hay que aprobar, antes de perder la mayoría. la ley orgánica que continúe su inviolabilidad tras la abdicación; lo cual también explica la urgencia.
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