VALENCIA. Hace tan sólo unos días, a comienzos de marzo, la Comisión Europea presentó un informe de progreso sobre los objetivos contenidos en la estrategia de crecimiento a medio plazo de la UE, conocida como "Estrategia 2020", cuatro años después de su aprobación. Como ya ocurriera con la revisión de la anterior estrategia de crecimiento (la llamada "Agenda de Lisboa"), los resultados alcanzados no permiten el optimismo y parece que vamos en camino de tropezar con la misma piedra. No es ésta la primera estrategia de este tipo que se sigue en la UE, por lo que merece la pena revisarlas y ver cómo se integran en el actual diseño institucional y de gobierno de la UE.
El origen de estas estrategias hay que buscarlo en 1999. Cuando se crea la Unión Monetaria Europea (UME) los países que la integraron fueron conscientes de que compartir moneda y ceder la política monetaria al Banco Central Europeo tenía implicaciones profundas. Ello se ha traducido, como bien hemos sufrido durante la crisis financiera, en un alto nivel de interdependencia. Por lo tanto, cabe pensar que es conveniente "acercar" el funcionamiento de las economías participantes.
Aunque sin base teórica, los criterios de Maastricht pretendían reducir las disparidades (en inflación, tipos de interés o gasto público) antes de ingresar en la UME pero, una vez logrado el objetivo, nada garantizaba que los países miembros compartieran objetivos y características macroeconómicas, necesarios para mantener la estabilidad del área. Ante el miedo a la descoordinación, puesto que cada país podía tomar sus propias decisiones sobre impuestos y gasto público, se acordó el llamado "Pacto de Estabilidad y Crecimiento" que mantenía algunos criterios de Maastricht más allá de 1999.
En concreto, se limitaba el déficit público (salvo circunstancias excepcionales) al 3% del PIB y la deuda pública al 60%. Junto con ello se diseñaron diversos mecanismos de cooperación económica más o menos formales y se insistió en la necesidad de reformar los mercados de bienes y servicios y el mercado de trabajo, con el fin que hacerlos más flexibles y que pudieran reaccionar con rapidez ante posibles desequilibrios.
Enmarcando todo ello se pactó también la llamada "Agenda de Lisboa" como una estrategia a medio plazo (llegaba hasta 2010) para impulsar el crecimiento y conseguir que Europa se convirtiera "en la economía basada en el conocimiento más competitiva y dinámica del mundo, capaz de crecer económicamente de manera sostenible con más y mejores empleos y con mayor cohesión social". Sin embargo, tras diez años, los objetivos (en términos de empleo, inversión en I+D y mejora de la cohesión social) resultaron ser poco realistas y no se lograron. Básicamente porque se trataba de un acuerdo político basados en aumentos del gasto público y no en verdaderas reformas.
A pesar del fracaso, en 2010 se vuelve a plantear una estrategia similar, conocida como Europa 2020 y diseñada basándose en el mismo esquema. Aunque intentó ser más modesta y establecer objetivos diferenciados por países, los resultados hasta ahora son también descorazonadores. En el antes citado informe de seguimiento se aprecia un grado de cumplimiento muy desigual.
Son cinco los objetivos (Tabla 1) y para cada uno de ellos existe un valor de referencia europeo y uno específico por países: aumentar la tasa de población empleada hasta el 75% (un 74% en España); elevar el gasto en I+D hasta el 3% del PIB (2% en el caso español); mejorar la sostenibilidad energética y luchar contra el cambio climático (en términos de emisiones de gases de efecto invernadero, aumento en el uso de energías renovables y de la eficiencia energética); en educación, reducir el abandono temprano por debajo del 10% (en España del 15%) y que un 40% de los adultos de 30-34 años hayan completado estudios terciarios (un 44% en España); y, por último, reducir en 20 millones en toda Europa las personas en riego de pobreza o exclusión (entre 1.4 y 1.5 millones menos en España).
Sería muy largo hablar aquí de cada uno de los objetivos pero, sirva como resumen, que con la excepción del consumo de energías renovables y el porcentaje de españoles con educación superior, nos encontramos muy lejos de poder cumplir los objetivos. Y no somos los únicos: la experiencia general en estos cuatro años, todos ellos coincidentes con la crisis, es que el grado de cumplimiento va a ser muy escaso.
Lo primero que cabría preguntarse, teniendo en cuenta la experiencia de la Agenda de Lisboa y la evolución actual de Europa 2020, es si este tipo de estrategias debe mantenerse. ¿Por qué fijarse objetivos que son difícilmente alcanzables? En realidad, aunque ello provoque frustración y un cierto sentimiento de fracaso, parece un ejercicio razonable plantearse objetivos a medio-largo plazo. Cuestiones distintas son, por un lado, si los indicadores utilizados son los más adecuados y si, por otro, existen mecanismos adecuados para supervisar y conseguir su logro.
Respecto a los indicadores, ocurre en muchas ocasiones que se confunden resultados con procesos. Por poner un ejemplo y un indicador del que saldríamos bien parados, ¿por qué es importante que al menos un 44% la población entre 30 y 34 años haya completado estudios terciarios? Lo que debería preocuparnos es si existe una adecuación entre el nivel educativo de la población y los puestos de trabajo que ocupan. Así, no es un logro que el 50% de los españoles tengan estudios universitarios si luego desempeñan trabajos que exigen menor cualificación. En realidad este resultado no sería el deseado e implicaría malgastar recursos públicos, que quizá tendrían mejor uso aplicados a aumentar la calidad de los estudios técnicos o de los secundarios.
Por lo que se refiere a los mecanismos para lograr los objetivos, la crisis de la Eurozona ha introducido un cambio importante en este respecto. Mientras que la Agenda de Lisboa era un acuerdo político y su cumplimiento dependía de la voluntad de reforma y del gasto público de los gobiernos implicados, en la actualidad la estrategia Europa 2020 se encuentra insertada en los mecanismos reforzados de coordinación y gobierno europeo. Tal vez, desde un punto de vista organizativo, el principal logro ha sido la creación de una cronología o calendario estricto de coordinación de las políticas económicas, denominado el Semestre Europeo.
El Semestre Europeo se creó en 2010 con el objetivo de hacer un seguimiento de la evolución de los presupuestos de los países y su planificación para el año siguiente. En realidad es un mecanismo de supervisión multilateral (peer review) en el que, aunque las decisiones se toman en el ámbito nacional, la Comisión presenta asistencia y "guía" y los demás socios también contribuyen con sus aportaciones. En este ámbito es donde se han introducido, dentro de las variables a monitorizar, los objetivos de Europa 2020.
El Semestre Europeo 2014 acaba de comenzar, con la reunión del Consejo Europeo del 20 de marzo en Bruselas, donde se ha presentado el "Informe Anual de Crecimiento" y se fijan las recomendaciones de política fiscal, la situación de las reformas estructurales y si van en la dirección adecuada. Posteriormente, en abril (y ésta es la fecha clave, pues determina la evolución de los presupuestos del año siguiente) los países remitirán su planificación, los llamados "Programas de Estabilidad o Convergencia" y los "Programas Nacionales de Reforma", con las previsiones y los avances esperados.
Es decir, en los próximos días se presentará la programación y las bases del presupuesto 2015, que acabará refrendando en su reunión de verano el Consejo Europeo. Éste adoptará las recomendaciones, que pueden ser no sólo económicas, sino también políticas, con incentivos y, potencialmente, sanciones en caso de déficit o desequilibrio excesivo.
Lo mejor de Europa 2020 es que se están poniendo las bases para establecer un marco de coordinación que permita con mayor agilidad el ajuste macroeconómico. Pero es necesario ser realistas: solamente cuando las economías de los países de la UE estén saneadas se podrá acometer con esperanza de éxito los objetivos estratégicos marcados.
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