Protesta de '#tomalascumbre's contra la deuda ilegítima desde el Balaitus (3144m) al Aneto (3404), pasando por Punta Suelza, Bachimala, Posets y Cabrioules, en los Pirineos.
CASTELLÓN. En las próximas horas, la Audiencia Nacional ordenará la apertura de juicio oral contra Roberto López Abad y Juan Ramón Avilés, exdirector general y expresidente de la comisión de control de la antigua Caja de Ahorros del Mediterráneo, entidad heredera de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Alicante, fundada por Eleuterio Maisonnave en 1877.
Con motivo del juicio, hemos conocido nuevos detalles sobre las prácticas de gestión previas al hundimiento de la entidad: inflación de comisiones y órganos de gestión creados sin mayor finalidad que la de justificar sobresueldos a los ejecutivos; concesión de préstamos ruinosos a partes vinculadas que, además de violentar las más elementales normas del decoro, eludían el control de los organismos fiscalizadores de su actividad crediticia; manipulación de la contabilidad con la única intención de ofrecer una imagen de normalidad tras el pinchazo de la burbuja inmobiliaria.
El caso de la CAM se ha convertido en el gran referente de la crisis bancaria española, y no solo por el coste de la intervención para el erario público, que en opinión del ministro Luis De Guindos podría dispararse hasta 15.000 millones de euros, sino por la abominable mezcla de corrupción, ambiciones personales, influencia política e ineptitud que caracterizaron su gestión. Pero desgraciadamente, el episodio de la CAM encuentra paralelismos evidentes en otras cajas de ahorros intervenidas.
De hecho, el FROB –en su condición de administrador provisional de algunas entidades financieras intervenidas- se encuentra personado en 10 causas abiertas contra ejecutivos de cajas de ahorros. Y recientemente, ha aprobado someter a un análisis exhaustivo, propio de la contabilidad forense, a 90 operaciones que “que hayan tenido un impacto patrimonial significativo en las entidades y presenten indicios de irregularidad o no respondan a una finalidad económica lógica”.
El elevado coste de la crisis bancaria y sus obvias consecuencias sobre la deuda del Reino de España han alimentado el debate político sobre la responsabilidad de la ciudadanía en la generación de las condiciones que dieron lugar al desastre. Si nuestra deuda pública es fruto de la ineptitud de unos pocos, consecuencia de la desidia de aquellos que debían velar por la estabilidad financiera del país y, en general, producto de un sistema corroído por la corrupción, ¿por qué debe la ciudadanía asumir las dolorosas consecuencias económicas de la misma? ¿Por qué nosotros los ciudadanos hemos de pagar por ello y no aquellos que concedieron préstamos a banqueros sin escrúpulos? En otras palabras, ¿debemos asumir la deuda o deberíamos declararla ilegítima?
La idea de la deuda ilegítima tiene su antecedente directo en el concepto más amplio de deuda odiosa, ampliamente documentado en el derecho internacional. En principio, la deuda odiosa alude a obligaciones financieras asumidas a) por regímenes despóticos en contra de los intereses de sus ciudadanos, b) por países colonizadores para subyugar a la población autóctona, o c) por estados involucrados en un conflicto armado. Al ser derrocado el régimen que endeuda a sus ciudadanos, el nuevo gobierno puede argumentar que la deuda que hereda es odiosa y que, por consiguiente, no procede el reembolso de la misma. Esto es exactamente lo que sucedió en Cuba tras la independencia. Ni la antigua provincia española ni los Estados Unidos de América aceptaron asumir la deuda contraída en Cuba por el gobierno de España.
Recientemente, el concepto de deuda odiosa ha dado paso al de deuda ilegítima, con la intención de extender sus supuestos de aplicación y otorgar cobertura legal a los procesos de reestructuración de la deuda externa. El problema de este planteamiento reside precisamente en determinar qué es y qué no es deuda ilegítima. En principio, habría que considerar ilegítimos los contratos de deuda que infringieran la Ley, o aquellos cuyos términos iniciales fueran manifiestamente injustos, o bien por incluir cláusulas abusivas, o bien por financiar actividades ajenas a los intereses de aquellos que, en último término, deben reembolsar la deuda.
Por lo general, quienes sostienen que nuestro país debe declarar como ilegítima parte de su deuda externa no suelen centrarse tanto en los préstamos recibidos en los años previos al estallido de la burbuja inmobiliaria, cuya naturaleza y consecuencias para la economía española son muy diversos, como en el comportamiento de las entidades –extranjeras- que concedieron los préstamos y que, al no supervisar debidamente a los prestatarios –empresas locales-, habrían facilitado la utilización indebida de los recursos financieros obtenidos, con consecuencias trágicas para la economía nacional. No habría, desde esta perspectiva, deudas ilegítimas, sino acreedores ilegítimos, obligados por su mala praxis profesional a asumir parte del coste de esta crisis.
En mi opinión, es difícil que este planteamiento prospere por tres razones:
a) Aunque podría argumentarse que el problema de la corrupción en España era bastante notorio antes del pinchazo de la burbuja inmobiliaria, ello no basta para acusar de mala praxis profesional a nuestros acreedores internacionales. A estos efectos, lo importante no es tanto la información "general" a disposición del prestamista, sino la información específica sobre el préstamo concreto que éste concede. Y con tal nivel de detalle será muy difícil -por no decir imposible- demostrar que el acreedor conocía de antemano que el beneficiario final de cada préstamo individual era un empresario oportunista o un funcionario corrupto.
b) No parece que nuestros acreedores internacionales tuvieran capacidad normativa para disciplinar el funcionamiento "interno" de nuestras instituciones. De hecho, hasta hace apenas unos meses los países europeos no han podido alcanzar un acuerdo para crear un organismo europeo de supervisión bancaria. Si concedemos que la capacidad de monitorización de nuestros acreedores era limitada, el problema de la deuda ilegítima sería una cuestión a dirimir en todo caso entre los beneficiarios últimos de los préstamos y los bancos españoles que los concedieron, y no entre éstos y sus acreedores internacionales.
c) Si no se delimita con claridad el concepto de deuda ilegítima -y por las razones expuestas será difícil que así sea-, el acreedor puede concluir que España es un país poco fiable que no atiende a sus compromisos de pago. Inevitablemente, ello restringirá la inversión extranjera, en un contexto en el que nuestro país necesita apostar por el desarrollo de un nuevo modelo productivo. En los primeros años de la crisis, nuestro país ha conocido las consecuencias de las restricciones de capital en los mercados internacionales. Sabemos lo que necesitamos para volver a la senda del crecimiento: apretar los dientes y aprobar reformas nos ha permitido mejorar las perspectivas sobre nuestra economía y reducir los costes financieros.
En lugar de proponer una “solución” unilateral a nuestro problema de exceso de endeudamiento, parece más razonable apostar por mecanismos consensuados de restructuración de la deuda, que obliguen al Reino de España a acometer reformas en su entramado institucional. En los próximos meses tenemos ante nosotros una cargada agenda electoral. En apenas año y medio, se celebrarán en España elecciones europeas, autonómicas, locales y generales. Es hora de reclamar un compromiso por resituar a la política en el espacio que le corresponde, hora de reafirmar la apuesta ciudadana por la transparencia y, en general, por las buenas prácticas en la gestión de lo público.
Sentemos las bases de un acuerdo de reestructuración de nuestra deuda, afirmando nuestra voluntad de eliminar la política ilegítima de nuestra sociedad. Convenzamos a nuestros acreedores de que en España el futuro ha comenzado ya.
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