VALENCIA. "La película arranca con un plano secuencia magistral...". A veces repito esta frase con la intención de desconcertar, mirando hacia el infinito y sonriendo, aunque en el fondo es por puro cansancio. La suelto especialmente cuando me siento rodeado de fatuidad y de una seriedad excesiva por cosas que, en realidad, son absolutamente insignificantes. Fatuidad, qué palabra. ¡Qué palabra! La ridiculez nos tiene cercados.
Una de estas noches de pantalones cortos deambulamos por la ciudad hasta ir a parar al claustro viejo de la Universidad de Valencia. Entre semana la ciudad se apaga cuando cae la noche y queda invadida por el calor. Solo las calles principales del Carmen se llenan de adolescentes que vienen a aprender español, y de ingleses con bermudas y mofletes rojos. Alemanes espigados. Danesas, holandesas, suecas que ya no despiertan el interés cateto de nuestros abuelos. Pero el resto de la ciudad parece esconderse por el sopor de julio y por la vergüenza de quien se siente el parque temático de Europa. O cosas peores. Ya sabes, Marina d'Or fue la versión soft del Eurovegas, una premonición que nos recuerda que llevamos demasiado tiempo besando a borrachos.
Pero hay noches en que los lamentos no tienen fin.
Después de escapar de la internacionalidad etílica, decidimos refugiarnos en aquel templo del saber. Aparentemente. Por la noche, en la explanada del claustro antiguo rodean con sillas la estatua de Lluís Vives y ponen una pantalla gigante para proyectar películas raras. Nos pareció un plan inmejorable: cerveza fría, pies descalzos, descansar bajo las estrellas y dejarnos acunar por una película de vampiros. Pero hay noches, como aquella, en que acaban chupándonos la sangre gente extraña en lo mejor de la escena. Y no supimos ver el peligro de quedarnos al coloquio posterior.
"Para quien no conoce Canadá, Canadá es un país que tiene grandes extensiones de tierra completamente vacías, y aun así, ha dado grandes directores de cine", disparó por vez primera uno de los asiduos a la tertulia, al que todos saludaban reverencialmente, y fue nombrando balbuciente un par de nombres y apellidos incomprensibles. El director de la película de aquella noche era precisamente canadiense, pero había cosas peores: un chino hacía de Drácula, no había diálogos y la narración se sostenía entre música de Mahler y pasos de ballet. Una rareza, pero tolerable.
La tortura, en cambio, estaba a punto de someternos. "Es algo que suele pasar desapercibido y que poca gente sabe. El hijo de Guy Maddin, el director, murió inesperadamente cuando era pequeño", dijo excitado un abuelo con gafas gruesas que gesticulaba desde la primera fila, "pero es que también Mahler, curiosamente, perdió un hijo a los pocos años de nacer". El que dirigía la charla desde un atril con micro, gafas de pasta y flequillo sobre la frente, asentía con gesto serio.
"Para los que no saben de cine", añadió una chica joven con camiseta de tirantes y (¡oh!) gafas, y comenzó a explicar los recursos del cine mudo que se habían incorporado a la película a pesar de que había sido filmada a principios de los 2000.
Era tarde, la cerveza se había acabado y las sillas de plástico ya no nos ofrecían el reposo bajo las estrellas que nos habíamos imaginado tan fantástico. Pero sobre todo, al tercer "para los que no saben de cine", me dio por pensar que en realidad hay una suerte de necedad que necesita encerrarse en lugares oscuros y apartados del ruido. Aquel lamento de medianoche sobre por qué el mundo ignora lo maravilloso del cine mudo canadiense y lo extraordinario de nuestras explicaciones se había vuelto insoportable.
Hablaban, hablaban y hablaban. "¿Nos están leyendo una ficha de Wikipedia?", me preguntaron al oído. Fue suficiente para lanzar una sonora carcajada en aquel templo y, tras la estupefacción general, proponer que abandonáramos el lugar. Nos calzamos, recogimos las latas de cerveza y sorteamos las sillas de plástico hasta la puerta.
"Mira, la escena final es bellísima. El doctor que acaba matando al vampiro ha sido tentado por él, ofreciéndole el cuerpo de una joven hermosa y moribunda a cambio de no morir. El doctor es viejo, pero firme. Y sin embargo, una vez lo mata, recoge una prenda íntima de la joven, la mira y se la guarda en la gabardina", me explicó caminando por la calle. Yo lo miré atónito. Y continuó: "Fíjate, en el fondo quien muere es el viejo, el científico, el que mata al vampiro... quien muere es quien acaba de enterrar toda posibilidad de tentación y de peligro, por eso se guarda la prenda, para saber en qué momento acabó todo". Silencio. Nos miramos. "¿Y por qué no dijiste nada en la charla?", le pregunté. Y me respondió con una sonrisa: "Porque nosotros, querido, no sabemos de cine". Y por la acera se tambaleaban cogidos por el hombro tres alemanes absolutamente ebrios. La primera cerveza la pagué yo.
Este artículo le da en la mera madre a esos pedantones güeros. Coincido con mi compadre diego: ES TREMENDO ARTICULISTA!!! ojalá tuviéramos un periodista así en el DF
Hoygan este artículo está muy padre wey siempre q salgo de una tremenda balasera en el DF leo los artículos del lisensaido rubio y se me quita el enojo. Tremendo articulista.
Tu email nunca será publicado o compartido. Los campos con * son obligatorios. Los comentarios deben ser aprobados por el administrador antes de ser publicados.