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blog / las teorías del caos

Solo podemos volver

JOSÉ MARTÍNEZ RUBIO. 18/07/2013 "Nada de todo aquello resultaba realmente importante comparado con Brezhnev imitando a Stalin y haciendo desfilar la artillería por..."

Las teorías del caos

José Martínez Rubio

Becario de investigación en la Universitat de València
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VALENCIA. No te engañes, querido, eso de que leer es como viajar pero sin moverse es mentira. Leer no es viajar, ni nada parecido. Es igual de mentira que tantas otras cosas que repetimos como autómatas para llenar el vacío de veinte segundos de ascensor o para completar la estupidez de la escena en que nos damos la mano, nos sonreímos, nos preguntamos qué tal... algo tendremos que decir mientras pedimos dos cafés.

Leer es extraordinario. Como beber café todo el tiempo. O como tropezar con los adoquines de la ciudad vieja de Praga buscando la casa donde vivió Kafka, un cubículo de ladrillos donde todavía se respira una amargura parecida a la condena eterna. Pero leer, hartarse de cafeína y volar con Ryanair por encima del Moldava son cosas distintas, que no te engañen.

Igual que lo que le gusta a uno en realidad no es leer sino releer, tampoco leemos para visitar lugares donde nunca hemos estado, sino más bien para volver a ellos. Más que conocimiento, los libros nos ofrecen un espacio provisional de reconocimiento.

Fue precisamente en Praga donde advertí esta paradoja, en un café con butacones de cuero, muy cercano a la plaza Staromestske, aquella en la que la torre del reloj medieval se yergue frente a la estatua de bronce del sacerdote Jan Hus, como para recordarle al mundo con cuánto dolor se ha abierto paso la verdad. Una cerveza negra espumeaba sobre la mesa de madera rústica. Una racha de aguanieve se estrellaba contra el ventanal del café, mientras esperábamos un plato de gulash que nos hiciera olvidar febrero.

Aquello no tenía nada que ver con Kafka, al que habíamos leído por obligación y con cierta sensación de intrascendencia. Mala Strana, Namesti Miru, los tranvías exsoviéticos dirigiéndose a los bloques uniformes de la periferia y cuarenta grados de fiebre azotándome en las sienes al cruzar el Puente de Carlos, con todos sus santos, alineados y rígidos, insistiendo en la culpa, en el pecado, en la virtud... aquello nada tenía que ver con levantarse una mañana y verse convertido en un insecto asqueroso.

Sin embargo, años después tuve la sensación de volver a pasear delirante por el Puente de Carlos, en un invierno centroeuropeo, al abismarme, aunque por espacio únicamente de cinco minutos, a la "Carta al padre", en la que el joven Franz elaboraba un descargo de setenta páginas contra su progenitor, su disciplina cruel, su impasibilidad ante el temor del hijo, ante la súplica terrible de quien se siente despreciado.

Fue en ese momento cuando se me aparecieron de nuevo todos aquellos santos ennegrecidos que flanquean el puente que conduce a la Ciudad Vieja de Praga. Porque uno lo que en realidad hace en todo momento, y aún sin querer, es volver sobre las cosas.

Milan Kundera fue providencial. Cuando Sabina (o Sabine, según la traducción) salía con su cámara para fotografiar los tanques rusos de los años cincuenta aplastando aquella primavera joven, rebelde y prematuramente fracasada, sentía que por fin en el mundo estaba pasando algo importante. Tomás nunca dejaría a Teresa, aunque la engañara con decenas de mujeres. Ella, Sabina, se entretendría algún tiempo más con Franz, su amante. Pero nada de todo aquello resultaba realmente importante comparado con Brezhnev imitando a Stalin y haciendo desfilar la artillería pesada por las calles de Praga.

Leí La insoportable levedad del ser muchos años después de aquel viaje, y no solo volví a cruzar las plazas de piedra helada, sino a sentir la angustia de aquellos días, confundidos con la angustia de Teresa, de Sabina y de Tomás, aquel que acabó renunciando a su trabajo, a sus amantes y a su vida entera por intentar demostrarle a Teresa que la amaba. "¿Era necesario llegar hasta aquí para que creyera que la quería?", piensa Teresa al final de su vida al observar la decrepitud de su amor. Porque volver también se vuelve a los amores que alguna vez tuvimos, y no queda tan claro que vayamos buscando otros nuevos.

Alguna tarde tediosa, o alguna noche en que me quedo a solas, observo los títulos que se amontonan verticales sobre la estantería. A veces me gusta regresar a La Habana, y volver a nadar en la piscina del Hotel Nacional para disimular las lágrimas que se me saltan con Antes que anochezca, de Reinaldo Arenas. Otras veces, vuelvo a despertar de una siesta sobre el césped en un acantilado de Biarritz, mirando el Cantábrico turbulento como de costumbre, y conmocionado por la delicadeza de Chesil Beach, obra maestra de Ian McEwan. Alguna vez incluso, con menos frecuencia de la que debería, releo las páginas de Musset y su Confesión de un hijo del siglo, y París se aparece de nuevo, sobre todo aquella tarde sentados en la punta de l'Île de la Cité pensando adónde nos llevaría la vida en el futuro.

Y el futuro era esto. El futuro, querido, era volver a esos lugares, volver a sentir que las cosas importantes estaban sucediendo o estaban a punto de suceder. El futuro, la felicidad, el amor y todo eso era el haber llorado algunas veces, que decía Musset. "Avoir quelque fois pleuré". Era volver a algo. Volver a lo que fuimos. Y a lo que quisimos ser.

 

 

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José Martínez Rubio

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