VALENCIA. Pepe nos había seguido con la mirada desde que entramos por la puerta. Lo recuerdo al otro lado de la barra con las manos inquietas, repasándose el sudor de la frente y secándoselas sobre el mandil que bamboleaba atado sobre su cintura. Los ojos fijos. La cabeza inclinada hacia abajo remarcando su corpulencia, acompañando su mirada hosca con un silencio inquisitivo mientras nos sentábamos en los taburetes a este lado de la barra. Primer plato de alitas de pollo.
Habíamos pasado la tarde del domingo tumbados en el césped y bañándonos en una piscina llena de niños con manguitos y madres con gafas de sol. Las visitas a Madrid siempre acababan de la misma manera, descansando de la vorágine en la piscina después de comer y antes de emprender la vuelta a casa. Un clásico. La sorpresa vino luego, cuando alguien propuso que fuéramos a aquel bar al que llamaban "Pepe, el guarro" a comer alitas de pollo.
La sorpresa, digo, no fue por la propuesta, sino porque nadie se negara a ella. No somos de decir que no, más bien al contrario. Un sí siempre es más sugerente que un no, y nosotros, qué te voy a contar, preferimos que pasen cosas a que no pasen, y preferimos hacer antes que dejar de hacer. Y eran alitas de pollo. Y la propuesta fue a media tarde mientras nos acodábamos en el bordillo de la piscina, con el cuerpo sofocándonos bajo el agua y con el estómago rugiendo en cada brazada.
Fue al sentarnos y tropezar con la mirada silenciosa de Pepe cuando empezamos a descubrir en su bar las pegatinas, los letreros y los carteles. Una bandera servía de tapete y decoración para un conjunto de botellas Soberano alineadas sobre la pared. Una bufanda del Real Madrid colgaba en horizontal para celebrar, con punto de cruz y lana gruesa, la séptima copa de Europa. Fotografías con firmas. Imágenes descoloridas de platos combinados. Menú con huevos fritos y pimientos. El recorte de periódico en que Mijatovic está marcando el gol definitivo que le marcó a la Juventus en aquella final del 98, deteniendo ese instante mágico en que la gloria se revela en un balón que vuela hacia el fondo de la red.
Aquel lugar era el depositario de una épica antigua, la morgue de un país que cifraba su gloria y su eternidad en dos colores repetidos hasta la extenuación, un puñado de goles legendarios y cuatro o cinco mentiras sobre la patria.
"Moreno, moreno", nos gritó Pepe para que recogiéramos las cañas que espumeaban sobre la barra, mientras de un puñado sacaba un montón de alitas de pollo y las depositaba en el plato. Pastosas de aceite. Raquíticas. Y los huesos que se despedazaban entre los dedos iban a parar a unos cubos de metal instalados en el suelo. "¿Has visto qué castizo?", me preguntó el que había propuesto cenar en ese lugar.
Y a mí que lo castizo me sonaba a chotis, a pañuelo, clavel y verbena, se me hizo raro responderle que sí. Aquello no era castizo, era un espanto. Pero nuestro descubridor acudía allá con frecuencia a ver el fútbol, a tomarse unas cervezas con los amigos o a por raciones de callos a ocho euros. "Exquisitas", decía, y se las llevaba en un envase de plástico a su casa.
Pepe se movía sudoroso y no dejaba de observar nuestra mesa. "Incluso vinieron de la televisión a hacerle un reportaje", nos contó nuestro amigo entre risas. Y en la televisión, en esos momentos, lucían los trajes de lentejuelas los toreros de la feria de San Fermín. Hemingway hubiera estado encantado con la escena. Él así, tan rudo, tan de pacharán, sonriendo ante el quite y el tercer plato de alitas de pollo. "Que escribiera algunos cuentos memorables me parece aún hoy imposible", me daba por pensar mientras lanzaba los huesos al suelo.
Madrid es como una abuela, le oí decir una vez al peruano Jorge Eduardo Benavides. "Como la prima Juani que viene del pueblo con su maleta llena de chorizo de cantimpalo y tortilla de patatas", escribió literalmente. Pepe y su bar entraban en el registro del peruano, anacrónico, grasiento, arrumbado por un mundo vertiginoso y extraordinario que allí dentro parecía no existir, tan lejos de la Gran Vía, preciosa a cualquier hora del día, tan diferente de las terrazas de Malasaña, tan distinto de las tardes perdidas por los callejones de La Latina. Los libros de viejo. La Calle Mayor y Valle-Inclán. Galdós en mayúsculas, claro. El café del Círculo de Bellas Artes. Los almuerzos de calamares en El Diamante. Atocha inundada de coches. Subiendo Antón Martín. La Casa Encendida. Fuencarral en estado de embriaguez. Los paseos en moto por El Prado y Alcalá abriendo los brazos como si fuesen alas. Aquel amanecer al otro lado del parque del Retiro. "Tanto Madrid y tantas veces para esto", pensé.
Hay tiempos, usos y costumbres que se revisten de pesadilla inesperadamente. Cuando llegó el cuarto plato de alitas de pollo, yo ya estaba harto. En mi cabeza volábamos en moto por otra ciudad distinta a la de aquel lugar, y que empezaba al otro lado de la puerta. Una ciudad extraordinaria. Una ciudad que existe pese a todo. Imagino que menos real que como la recuerdo ahora. Pero una ciudad, y esto es innegable, absolutamente nuestra. Absolutamente nuestra.
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