VALENCIA. Que no te engañen, querido, el orgullo no es otra forma más del desconsuelo, es el desconsuelo mismo. Es la rabia. Es la vena que se hincha sin querer. Los ojos vidriosos. Es el grito en las ventanas, en las banderas, en la calle, que es realmente lo que nos han dejado del cielo después de tanta histeria. Puro asfalto. Cielo con nubes y semáforos. No digo paraíso, digo cielo, porque el paraíso no existe ni siquiera en la infancia, recuérdalo siempre, ni en la paz del hogar, ni en los hijos que nos prolongarán (ay...), y ni mucho menos existe en los veranos de otro tiempo que pasamos a la orilla del mar. Qué más hubiéramos querido nosotros.
Hasta Marx imaginó el asalto a los cielos una tarde con cielo gris, mientras contemplaba inspirado cómo ascendía el humo de las fábricas de algodón de Manchester. Fue entonces cuando los rusos empezaron asaltando el Palacio de Invierno y las lámparas de araña de los zares, y acabaron entrando con bisoñé por los Pirineos, evidenciando que la historia, la tuya y la mía, la nuestra, es siempre el resultado de un funesto equilibrio entre el orgullo, la señal de la victoria y una trágica necesidad de renuncia.
"Ese cielo azul que todos vemos ni es cielo ni es azul", pero eso ya lo sabía Argensola hace cuatrocientos años, "lástima grande que no sea verdad tanta belleza". El único cielo que nos queda, querido, es el cielo del paladar, tan cercano y tan inalcanzable en ocasiones. Y ese solo se alcanza con la lengua cuando no nos la mordemos y con la saliva cuando no nos la tragamos.
No está la vida como para despreciar los pocos orgullos que nos quedan intactos. Ya nos harán de menos ellos. Ya les llegará el turno de pisotear todas nuestras alegrías con el discurso de la lógica y de lo inevitable. Y nos defenderemos a dentelladas si hace falta, como se defienden los orgullos que nos importan.
Porque con la boca hemos hecho cosas que nunca hubiéramos pensado, y una de ellas ha sido morder. Apretar con los dientes por puro nervio. Rezar. Escupir. Maldecirnos. Soplar las velas de la tarta de otros. Contarnos cuentos y mentiras. O decirnos que nos queríamos, que, aun siendo verdad, era otra forma de morder y de rezar al mismo tiempo. Y de mentir.
Con esa misma boca, no recuerdas las veces que me cantaste esa habanera de Marina Rossell. Era aquella habanera que oía Semprún en los brazos que lo acunaban antes de la guerra, antes del exilio, antes de Buchenwald, antes de la muerte. En la vida que perdimos en los brazos de otros. "Yo te diré", se llamaba. Y tú me la cantabas, lo recuerdo, invocando la vida que perdimos tú y yo. "Me falta tu risa, me faltan tus besos, me falta tu despertar". Y tengo que decírtelo otra vez: ya no quedan voces como la de Marina Rossell, ni días como aquellos.
Porque uno puede estar orgulloso hasta de las pérdidas. Nunca te dije que Idea Vilariño nos legó un manifiesto que hicimos nuestro incluso antes de haberlo conocido. "Ya no será". Qué orgullo el de sentirse a la altura de tanta ausencia. "No te veré morir", decía. "No coseré tu ropa, no te tendré de noche, no te besaré al irme, nunca sabrás quién fui, por qué me amaron otros". Ese orgullo, te decía, no es una forma más del desconsuelo, es el desconsuelo mismo.
Pero ¿por qué nos había de negar nadie la vida? Al final hubo quien nos cantó como si fuera verdad, hubo quien nos hizo reír, y llorar y todo eso. El cielo del paladar, querido, es a eso a lo que me refiero cuando hablo de orgullo. Ese fue el único que ganamos asaltando los cielos como Marx. Ese es el cielo que acaricio con la lengua cuando pienso en ti, y en las cosas que nos quedan por celebrar, los logros y las renuncias, ya sabes. Golpe a golpe, y lo que sigue... Imposible no acordarse de tanto que lo hemos intentado. Verso a verso, decía, verso a verso y lo que surja.
Y qué maravilla cada vez que surgía. Y si la vida era esto ¿por qué habían de negárnosla a nosotros? No me respondas ahora. Dímelo en la calle cuando nos crucemos, cuando paseemos nuestra rabia por entre las nubes y los semáforos. Por entre los callejones. Con todo ese orgullo que nos precede. Con ese orgullo que no es sino la forma exacta del desconsuelo, te decía, ese desconsuelo que a veces parece no existir cuando apareces, y cuando me tocas el cielo con la lengua.
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