VALENCIA. La primera vez que lo vi, una noche, hace años, fue en un vagón de metro casi vacío mientras clavaba la mirada en una ventana por donde pasaban estaciones, túneles y luces fluorescentes insistiendo en nuestro cansancio. Lo primero que le pregunté fue si era mexicano. No era muy alto, era moreno y le oí hablar español con un seseo suave y lejano. Me dijo que no, que era de Londres y que estudiaba comercio internacional, pero que una vez había estado en Acapulco de vacaciones.
Nos hicimos amigos. Vivíamos a diez minutos andando el uno del otro, en unas calles en las que a las cuatro de la tarde ya amenazaban oscuridad y peligro, y en un invierno periférico del que ninguno de los dos hemos podido desprendernos todavía. Ardían los coches fuera del control de los gendarmes. Sarkozy paseaba bajo las ventanas de los guetos, nuestras ventanas, prometiéndoles a los viejos que, antes de que votaran al Front National, él les barrería la chusma de sus plazas. A la racaille, querido, a la racaille, eso decía exactamente. Y dijo también karcher, que significa apuntar con un tanque de agua hacia una persona y disparar a ver qué pasa. En Estambul, querido, limpian la plaza Taksim a cubazos, con tanques, como si la racaille desapareciera bajo los chorros, y como si la racaille fuéramos los que dicen que somos.
Quizás por todo aquello, alguna vez me preguntó si yo salía de casa con un cuchillo en la gabardina. Nos preguntábamos esas cosas. Yo, si él era mexicano. Él, si yo paseaba armado. Y lo hacíamos con tranquilidad.
Solo en una ocasión le vi desencajado. Muy de madrugada llamó por teléfono gritando como un loco porque había perdido a su amigo. Habían salido a cenar y habían decidido quedarse bebiendo de bar en bar hasta que abriera el metro. Ambos se durmieron en el vagón, pero él despertó justo a tiempo de saltar en su parada. Y una vez fuera observó cómo su amigo, al otro lado del cristal, se alejaba semiinconsciente y tambaleándose sobre su asiento, adentrándose en un túnel que parecía la muerte. Nos llamó histérico y entre lágrimas. Cuando llegamos a la estación, en cambio, lo encontramos sentado en una cafetería tomándose un café y leyendo el periódico. Vivía igual que preguntaba, es decir, como si todas las cosas tuvieran solución.
La primera vez que vino a Valencia, me confesó, no le gustó nada. Se había instalado en Londres, había comenzado a trabajar en el Bank of Scotland, a ponerse corbata todos los días y a recorrer Europa una vez al mes de campo de fútbol en campo de fútbol, tan lejos como lo llevara su pasión por el Arsenal. "Fucking Fábregas", me escribió una vez por el móvil a miles de kilómetros de distancia. "¿Por qué no te gustó Valencia?", le pregunté con naturalidad. "Bueno", me respondió, "en realidad solo estuvimos en un Irish Pub y en Mestalla". Se reía como el que sabe estrujar a fondo la vida, porque eso hacemos muchos, él y yo por ejemplo, estrujar, estrujar con las manos lo que nos dejan.
La primera vez que yo fui a Londres, le confesé, tampoco me gustó nada. Nos recogió trajeado en Victoria Station. "Ya no eres racaille", le piropeé al abrazarlo. Y se sonrió dándome la razón. Pero ese fin de semana acabó grabando con el móvil nuestras carreras por las colinas de Primerose Park, y transportándome en el maletero de su coche por la campiña inglesa, ya no recuerdo por qué extraña razón. Solo recuerdo que puso en la radio de su coche una canción de Michael Bublé titulada "Home", y el coche empezó a moverse. "En el fondo es tierno", pensé encogido en aquel cubículo negro, mientras los altavoces retumbaban románticamente sobre mi cabeza "I wanna go home...".
La segunda vez que vino a Valencia, en cambio, se enamoró de ella. A los cuatro días les echaron del hotel donde se hospedaban él y el grupo de amigos con los que venía de vacaciones, por no sé qué con un extintor y no sé qué con una piscina. Me lo contaba con ese desdén de quien considera inevitable ciertas cosas. A los pocos días de volver a Londres me envió un mail por si podía revisar su currículum vitae traducido al español, porque quería pedir trabajo en un banco al lado del mar "para atender a guiris", me explicaba.
Nunca se lo dieron, pero desde entonces todos los veranos vuelve a Valencia con sus amigos, aunque cambiando de hotel. Nos sentamos al sol, nos bañamos en la playa, nos tomamos unas cañas en las terrazas del centro y volvemos a hablar de aquellos días de frío en que amenazaban con karchear el barrio donde vivía la racaille. "¿Cómo se traduce eso al español?", me dijo una vez. "Algo así como gentuza", le dije. Y se quedó pensativo hasta que al fin me dijo: "Pues a mí me gustó mucho vivir en aquel barrio", concluyó. "Y a mí también, la verdad", le repliqué.
Y es verdad, y aún lo pienso, porque solo amamos las ciudades que se parecen a nosotros mismos. Y a nosotros, querido, todavía nos tienen que desalojar a cubazos y con tanques de agua, como a gentuza, cuando la vida nos gusta, cuando el Arsenal llega a semifinales de la Champions, cuando se nos acaba el ouzo en una taberna de Atenas y aún tenemos ganas de bailar bouzoukia, cuando se cierran las puertas del metro con un amigo dentro, cuando corremos colina abajo con el London Eye de fondo hasta caer rodando por la hierba o cuando paseamos por la plaza Taksim creyendo que alguna vez, aunque solo sea por una vez, no podrán destrozar con la fuerza todo aquello que hemos sido.
interesante el comentario y el significado de KARCHER... porque tenemos un argentino GORILA Y BOLUDO en el vaticano, que ayer se hizo famoso por desmentir una carta del PAPA a Cristina... TENEMOS GORILAS ENQUISTADOS EN CUALQUIER PERIODICO -muchos en EL PAIS DE españa y en la tv y radio-... en todas oartes,,, Y YA LANZARON UNA CAMPAÑA CONTRA MESSI... no quieren que salgamos campeones en BRASIL... porque CRISTINA Y EL GOBIERNO PERONISTA se llevaria los laureles....ASI FUNCIONA EL MUNDO!!!
"Future belong"
La mejor descripción de esa Valencia, universal, que está tan abajo de los adoquines.
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