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La felicidad de Marilyn Monroe

JOSÉ MARTÍNEZ RUBIO. 15/06/2013 "Como aquella tarde en la bañera del presidente, mientras Edgar Hoover hacía del amor una cuestión de Estado..."

Las teorías del caos

José Martínez Rubio

Becario de investigación en la Universitat de València
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VALENCIA. "Hay algo que me hace feliz: llegar tarde". Esa frase la leí sobre el cartel que colgaba de la pared de la exposición, y a mí esas cosas pequeñas, aparentemente sin importancia, aparentemente ligeras, frívolas, me pueden.

Antes de montarnos en el ascensor para subir a la exposición, el recepcionista nos llamó desde el fondo del hall. "Ah, ¿no es gratis?", preguntamos. "No, son dos euros. Es un ticket solidario. Los fondos van destinados a...", y aquí pongo puntos suspensivos porque ni recuerdo lo que nos explicó, ni mucho menos me lo creí en su momento. "Pero si esto es un banco rescatado", le respondí con elegancia. "Ya, ¿y qué quiere que haga yo?", y me miró con resignación desde su cubículo repleto de panfletos con propaganda para emprendedores. "Nada, nada", le disculpé también con resignación.

Al salir del ascensor, una señora que había subido por las escaleras, golpeó la puerta transparente desde el otro lado de la sala para llamar nuestra atención. Con su voz amortiguada, oí que preguntaba: "¿qué piso es este?". "El tercero", respondió mi acompañante. "¿No es el segundo?", insistió la mujer. "No, señora, es el tercero. Pero ¿usted qué quiere ver?", le dije para intentar ayudarla. "No lo sé. Lo que haya", sentenció encogiendo los hombros. Lo que haya, querido, lo que haya... así hemos sido siempre.

Abrió la puerta de las escaleras, nos saludó con gracia y nos adelantó para enfrentarse ella sola a la enorme fotografía que abría la exposición: una Marilyn Monroe en blanco y negro, cuya cabeza reposaba sobre sus brazos en cruz hasta casi esconderse. Preciosa.

La exposición era pequeña y estaba completamente vacía. Muy pronto, la señora de las escaleras desapareció en busca de más cosas, otras cosas, lo que haya, y allí nos quedamos los dos observando a Norma Jean intentando ser la adorable Marilyn. En uno de los vídeos aparecía bailando rodeada de hombres con traje, y contoneándose como si el éxito fuera posible.

En otras fotos salía sonriendo como solo las estrellas de Hollywood habían aprendido a hacer. O salía seria y descansando de una de las escenas de La jungla de asfalto. En una observaba casi con lágrimas a Arthur Miller, su último esposo, mientras Éste la enfocaba con la cámara para grabar una escena.

"Soñar que la gente me miraba hacía que me sintiese menos sola", explicaban los letreros. Y allí aparecía Marilyn con la falda al vuelo, apenas tapándose con sus manos y dejando que los ojos le brillaran por los flashes y por el entusiasmo. Aquello debía de parecerse mucho a la felicidad. Los coches que recorren Chicago de noche, atravesando entre risas la avenida Michigan.

Las cenas de gala en los mejores restaurantes. El rubor palpitante de las portadas de las revistas, de las notas personales del presidente Kennedy, de los fines de semana clandestinos en los que Jacqueline desaparecía sabiéndolo todo. Como aquella tarde en la bañera del presidente, mientras Edgar Hoover hacía del amor una cuestión de Estado. Nunca estuvimos en paz, querido, y la felicidad era eso.

"La virtud de una chica es mucho menos importante en Hollywood que su peinado. Se te juzga por tu aspecto, no por lo que eres. Hollywood es un lugar donde te pagan mil dólares por un beso y cincuenta centavos por tu alma. Lo sé porque rechacé la primera oferta bastante a menudo y cobré siempre los cincuenta centavos".

La felicidad debía de ser algo parecido a esos cincuenta centavos, porque siempre se nos quedó en nada. La felicidad debía de ser una sola imagen, el brazo de Joe Dimaggio el día de la boda en San Francisco, bajando las escaleras de la Saints Peter and Paul Church, creyendo ser amada. Where have you gone, Joe Dimaggio? A nation turns its lonely eyes to you, cantaban Simon y Garfunkel con la misma tristeza y la misma insistencia con que Marilyn buscaba en los ojos de los demás su propia salvación. En los ojos. En los brazos. En las fotos de la revista Life. Lo entendimos todo después de los barbitúricos.

Conforme esperamos el ascensor, mi acompañante empezó a hablarme de lo engañoso del éxito, de lo fugaz de la alegría, de la máscara que en el fondo todos llevamos puesta. Lo de siempre, en realidad. "Hay algo que me hace feliz", le dije, y aguardé unos segundos antes de concluir: "Llegar tarde". Y entonces quise explicarle que la vida nos gusta cuando parece de verdad, aunque nunca lo sea: en los bailes con ropa ligera, en las sonrisas a cámara, en los besos de portada que nos dimos en cualquier ascensor. Incluso en los gestos se encuentra la autenticidad. Y me atrevería a decir que solo en ellos, en los gestos, es donde se encuentra. Porque ellos son la voluntad de ser, querido, y luego ya la realidad nos deja pocas opciones, una de ellas son los barbitúricos, la señal última de que toda realidad es una decepción constante, a pesar nuestro.

Por supuesto que no le dije nada de esto, porque el ascensor se abrió justo a tiempo. Salimos a la recepción, donde el taquillero se entretenía explicándole algo a la señora de las escaleras. Cualquier cosa. Lo que sea. Lo que haya. Les saludamos y abandonamos la fundación con mal cuerpo. "¿Qué te pasa?", le pregunté. "No lo sé", me contestó, "es como si en este país nos hubiéramos empachado de barbitúricos". Me quedé mirándolo. "Puede que no lo sepamos, puede que estemos llamando por teléfono tumbados sobre la cama, al borde del colapso", continuó mientras caminábamos. "Solo nos quedan imágenes de algo parecido a la felicidad", me dijo mirándome a los ojos. Y la ciudad continuó oscureciéndose en la tarde como si todo fuese cierto.

Las teorías del caos

José Martínez Rubio

Becario de investigación en la Universitat de València
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1 comentario

JoJo escribió
17/06/2013 00:27

Bonito artículo.

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