VALENCIA. Hubiera jurado una y otra vez que nunca pisaría ese lugar. Yo nunca. No como se jura en las películas de media tarde, es decir, apretando los dientes, cogiéndote la mano y llevándomela al pecho. Así no. Las cosas se juran mejor de pasada, con apenas un pensamiento, casi distraído, o en silencio, que es como se juran las venganzas que llevaremos a cabo. Déjate de pirotecnias, querido, y aprende a masticar tu silencio.
Hay lugares a los que nunca quisiéramos ir, y nunca hubiera pensado que aquella noche acabaría cruzando el umbral de mis propias contradicciones. Mentiría si dijese que ese lugar en realidad me daba igual. Ni mucho menos. Ese lugar me pareció terrible desde el primer momento en que lo vi, y eso que uno no sabe cuándo es el primer momento de algunas cosas, pero sí sabe cuándo el horror es incesante, y adquiere una intensidad carnívora y una amargura como de noche cerrada.
Aquella noche cruzamos el puente que atraviesa el blanco lunar de Calatrava, iluminado como Broadway pero con trencadís y en cateto. Sobre la autopista que sale de la ciudad hacia la playa se abombaban los arcos de L'Umbracle. Subían y bajaban el relieve de las escaleras. Punzaban los ascensores en forma de cono. Modulaban el aire las curvas de l'Hemisfèric. Silbaban (debieran silbar y no lo hacen) los repliegues del Palau de les Arts.
"Esto es un espanto, que lo sepáis", avisé. "No sé cuántas veces más lo tienes que decir", me recriminaron de manera fulminante. Y sé que tenían razón, pero a veces hasta nosotros mismos somos inevitables. Y decidí permanecer en silencio. "Esnob", creí oír a unos metros de mí. Me giré disgustado, mientras bajábamos la pendiente camino de la discoteca.
"Ahora en serio, imagínate que el Louvre lo vaciaran", había explicado antes, "imagínate que enviaran la Mona Lisa a casa de Carla Bruni, yo qué sé, o a casa de los Beckham, una cosa así de rara", decía yo. Porque los Beckham y los Bruni, para los que nunca tuvimos lujos, revelan lo inalcanzable de la existencia humana, el lujo, el bótox, lo sublime. "O que la Victoria de Samotracia la escondieran en un patio militar, a lado de Napoleón, imagínate", continuaba yo. "Y que todas las momias, y todos los retablos de Fra Angelico, con sus ángeles y sus cristos dorados, desaparecieran para montar un Zara"... No recuerdo exactamente los ejemplos que puse, pero incluso ahora, mientras escribo, hago asociaciones terribles. En cambio, la gente dejó de escucharme a mitad de la cena.
"Esnob", creí oír. Pero me giré y no supe distinguir quién me lanzaba el improperio. Me aflojé la corbata, me estiré la camisa y me paré con las manos en los bolsillos, aguardando la cola para entrar en aquel lugar. Era tardísimo. Era tarde incluso para tener expectativas, así que hice algo realmente inteligente: adusto el gesto, pero con serenidad, salté discretamente la cinta de terciopelo que colgaba para separar la entrada de la salida, disimulé unos segundos hasta que me giré sin preocupación y me adentré en aquella monstruosidad por el pasillo de salida. Nadie dijo nada. La cola enmudeció. Y no encontré más obstáculo que mi propia impericia para burlar la ley.
La estructura formaba sobre nuestras cabezas una bóveda raquítica. La sucesión de arcos, por donde trepaban algunas enredaderas buscando un cielo de luces violetas, imprimían una sensación de vientre de ballena. Y ese interior animal, las barras se dispersaban en cada rincón y la gente se divertía entre las butacas y las palmeras, gintonic en mano, mientras sonaba a medio volumen una música como de pijerío electrónico.
Fue en medio del desasosiego cuando lo vi apoyado en una palmera escribiendo un mensaje con su móvil. Podría haberme fijado en cualquier otro. Podría haber escogido a otra persona con el simple detalle de haber girado la vista hacia otro lado. Pero lo vi a él, con su suéter de pico, su pelo ondulado y su barba moderna. Y envalentonado como un fugitivo lo asalté sin piedad.
"Hubiera jurado una y otra vez que nunca pisaría ese lugar", le dije cuando ya llevábamos unos minutos hablando. El chico había permanecido apoyado en la palmera desde el primer momento, y me miraba directamente a los ojos, entre divertido e intrigado por mi razonamiento. Al poco me paró: "Oye, ¿pero qué me vienes a decir a mí?", preguntó. "Mira, imagínate que el Louvre entregara la Mona Lisa a los Beckham, o que vaciaran la Tate Modern para poner un Starbucks", le dije. "Ya hay un Starbucks en la Tate Modern", apostilló. "No me estás entendiendo", le corté levantando la voz. "Da igual que haya un Starbucks en la Tate Modern", sentencié, "el asunto está en que desaparezca la Tate Modern para montar una cafetería cualquiera, ¿entiendes?", pregunté con insolencia.
Visiblemente nervioso, el chico se incorporó, guardó el móvil en el bolsillo y comprobé que me superaba algo más de un palmo en estatura. En ese momento, apareció la marabunta con la que había llegado a la discoteca y me rescataron providencialmente.
"¿Lo conocías?", me preguntaron más tarde, bailando en medio de la pista bajo la arquitectura violeta de nuestros excesos. "Pues claro que sí", contesté, "nos están acostumbrando a vernos repetidos y repetidos. ¿Cómo no conocerlo si todos nos estamos convirtiendo en lo mismo?", lamenté con gravedad. "Chico, eres insoportable cuando te pones moralista", me echaron en cara.
Aquel lugar me ganó la batalla esa misma noche. Me despedí discretamente y salí poco tiempo después. Crucé de nuevo el umbral, dejé a un lado el puente blanco y caminé escaleras abajo hacia la auténtica ciudad. Antes de dejar atrás la noche, me acerqué a una de las paredes cubiertas de trencadís y observé de cerca los retales de azulejos que ofrecían esa imagen fragmentaria del edificio. Apenas me veía deformado en uno de los trozos. "Es curioso que algo roto, tan banal, casi como un residuo, nos devuelva una imagen tan esperpéntica de nosotros mismos", pensé. Y a continuación añadí: "Esnob"... Y entonces me juré de nuevo no volver nunca más a pisar ese lugar.
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