VALENCIA. Debía de tener unos dieciséis años (esa edad en la que uno descubre el mundo) aquel verano que pasé dando vueltas por el metro de Madrid. Dormía en casa de mi hermana, que trabajaba por aquel tiempo tan lejos, me parecía a mí, tan lejos. Aparte del mundo, también con dieciséis años uno descubre a las hermanas. Y descubre las distancias, todas lejanas, siempre inalcanzables.
Por la mañana cogía el metro en Aluche y me dirigía al centro. Paseaba a solas, mirando los escaparates de las librerías. Era un verano con pantalones cortos, calles tranquilas y verdadera conmoción conforme se manifestaba la tragedia en El otoño del patriarca. Devoraba sus páginas con pasión, del mismo modo que devoraban los tiburones a aquellos personajes que el general ordenaba lanzar al mar.
El Caribe fluía entonces por los subterráneos de Madrid. Lance Amstrong repetía pódium en el Tour de Francia y había en el mundo algo extraordinario que se llamaba García Márquez. Y algo sorprendente como el amor explicado con las canciones de La cabra mecánica. Es la falta de amor la que llena los bares.
Era esa edad en la que uno descubre que la vida está empezando a ser posible. Los jardines del Prado. Goya. Las palomas de Cibeles. Los taxis de la Gran Vía. El cine de Callao y una película que no recuerdo sobre África. Las cervezas de Malasaña. Por la noche el metro nos recogía con toda nuestra felicidad a cuestas y nos traqueteaba y nos acunaba al amparo de una luz fluorescente, intensa como una luna de verano.
Cumplí veinte años en París (de eso sí que estoy seguro), esa edad en que uno empieza a descubrirse a sí mismo. Vivíamos al final de la línea trece, la azul celeste, esa que secciona la ciudad de norte a sur, o de sur a norte más bien, esa línea que cercena la capital con un corte limpio sobre el mapa y que finaliza en una explanada llena de carros con fruta, autobuses verdes y grises, carteristas que rapean encapuchados a escasos metros de la entrada a la Universidad de Saint-Denis.
Nunca hizo tanto frío como aquel invierno y nunca floreció la primavera con tanto entusiasmo. De Saint-Denis bajábamos a Pigalle, con todas esas luces rojas. De Pigalle subíamos a Montmartre buscando Les deux magots. De las escaleras del Sacré-Coeur cogíamos un metro que nos llevaba al corazón del corazón, que era Châtelet. A un lado quedaban Les Halles, el vientre de París como diría Zola. Al otro lado, el Pont au Change desde donde se veían las torres de Nôtre Dame.
El metro nos llevaba por las mañanas a los jardines de Luxemburgo. Por la noche a la vorágine de la Bastille. Recuerdo correr por los bulevares cogido de tu mano, escapando de los disturbios de una manifestación y buscando refugio en el metro de République, de Oberkampf, de Parmentier, no lo sé. Y yo pensaba que temblaba de miedo, cuando en realidad temblaba de emoción. Y aquello, déjame que te lo diga otra vez, aquello era la vida. Correr contigo para alcanzar el último vagón en Montparnasse.
Años más tarde, gracias a mi primer trabajo serio crucé Central Park de norte a sur, por los agujeros del metro de Nueva York, esos que esconden indigentes, o monstruos espantosos, o venenos químicos en los libros de ciencia ficción. Desde las calles de Harlem, al norte de la W 125th St., con sus aceras anchas, la séptima avenida abierta a la luz, el gospel de la Iglesia Baptista de Abisinia adonde acudían los negros neoyorkinos de los años 30 a alistarse para combatir en la guerra de España... desde esa risa de algodón de Harlem, como decía, atravesé Manhattan con el alma negra hacia el sur, repitiendo en mi memoria el lamento de Lorca: "¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem! No hay angustia comparable a tus ojos oprimidos".
El metro me dejó en la 42. Times Square me resultó abrumador, y era doloroso extasiarse con las luces de los musicales, y de Sony, y de Chanel. Bajé por Broadway hasta la esquina del Flatiron. Comí una hamburguesa en Union Square. Paseé por la quinta avenida y me senté en un banco de Washington Square Park para ver cómo unos niños jugaban entre las flores y los caminos, mientras sus padres se estiraban mirando al sol con los ojos cerrados.
Desde Brooklyn vi encenderse las luces de los rascacielos. Y con la noche rodeando el skyline de Nueva York, le di la espalda al Hudson ("río Hudson de mi mar", como Juan Ramón) y abandoné la ciudad cogiendo el metro que me sacaría de ella, y que me llevaría a la Brown University a hablar sobre libros, sobre historias, sobre nosotros. Nunca me sentí tan solo como ese día. Era esa edad en que uno empieza a descubrir retazos de futuro.
Quién sabe cuántos metros nos han traído hasta aquí.
Los metros de Valencia, en cambio, eran siempre los que volvían a casa. Los que tardaban una eternidad en dejar ver sus luces al final del túnel. Los que se vaciaban en Colón y en Xàtiva. Los que circulaban fantasmas por la avenida del Cid. Vámonos a casa, te dije una vez sentado a tu lado y me dijiste que sí, cuando los dos sabíamos que no. También uno descubre en algún momento que existen finales irreversibles.
Este es el ejercicio de vivir y esto es solo una vida contada en pocas palabras. Cambiando de metro en metro. Llegando a casa cansado. Quizá feliz. Esto es solo una vida, decía. No me imagino cuarenta y tres. No me imagino cuarenta y siete. No me imagino cero. Ninguna. Nada. Pero si algo es cierto, y sin pretender que suene grave, ni artificioso, ni irreal (sobre todo irreal), es que siempre es el momento de descubrir la dignidad y la memoria. Y hoy es siempre todavía, créeme. Hoy es siempre todavía.
Hola, en respuesta a Jesús,creo que el autor de esta noticia de opinión no es periodista, pone becario de investigación.A mi, por el contrario, me ha parecido una forma original, personal y elegante de hacernos reflexionar sobre el significado de acciones cotidianas como ir en metro que pueden cambiar nuestra vida o como dice el texto "la de cuarenta y tres".
Alejandro, muchas gracias por su comentario, y bravo por seguir rebajando los tonos autoritarios. Un abrazo hasta Tarifa. Quién pudiera. Estimado Jesús, lamento si el blog es demasiado personal. No soy periodista y esto no es una noticia. Simplemente hablo de lo que me parece importante y, exacto, a veces no es fácil ponerse tan en primera línea. Tiene sus riesgos. Un saludo.
Buenos días José: si a su edad(la desconozco) ha llegado a esta conclusión llegará a la mía siendo una persona "sabia" en las cosas de la vida. Siempre ha sido el momento de la dignidad y la memoria lo que ocurre que los hombres no siempre lo "descubrimos " a "tiempo". Una mas (si me lo permiten)"los tonos" hace unos días un directivo de una empresa del gobierno al cual llame para resolver un problema comenzó en un "tono" autoritario, la respuesta me salio del alma "perdone Ud yo en ese "tono" no sigo hablando con Ud" respuesta "disculpe Ud mi mujer también piensa que cuando hablo así estoy "cabreado" pues nada "comencémos de nuevo" Un saludo,aquí en Tarifa aparte del viento(normal) está un poco nubladíllo.- Un saludo Alejandro Pillado Tarifa 2013 PD:Manel muy bueno
Pues muy bien escrito, pero cómo se le ocurre a un periodista utilizar un tema tan sensible para hablar de sí mismo? será que no se ha dado cuenta? cuánta gente que no deja de mirarse el ombligo...
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