X AVISO DE COOKIES: Este sitio web hace uso de cookies con la finalidad de recopilar datos estadísticos anónimos de uso de la web, así como la mejora del funcionamiento y personalización de la experiencia de navegación del usuario. Aceptar Más información
GRUPO PLAZA

Y si esto fuera el final

JOSÉ MARTÍNEZ RUBIO. 13/04/2013 "En cierto momento, el doctor Schultz entrega la escopeta a Django. Ambos están tumbados en la cima de una colina observando al vaquero que...

Las teorías del caos

José Martínez Rubio

Becario de investigación en la Universitat de València
Artículos anteriores

Comparte esta noticia

VALENCIA. En cierto momento, el doctor Schultz le entrega la escopeta a Django. Ambos están tumbados en la cima de una colina observando al vaquero que tienen que matar, un antiguo asaltante de diligencias que se ha refugiado en las montañas sureñas de los Estados Unidos. Quién sabe si Arkansas, Texas o Kentucky.

Django se acomoda el arma y apunta desde la altura sobre el cuerpo del criminal, pero no dispara. El doctor Schultz lo mira extrañado, con calma, y le pregunta por qué no lo mata: a Django, un esclavo negro que va en busca de la preciosa esclava Broomhilda, de la que está enamorado, le impide cumplir con su deber de cazarrecompensas el hecho de que el vaquero esté trabajando la tierra al lado de su hijo, ajenos los dos a la decisión trágica que están a punto de tomar los dos socios.

"Un hijo no debería ver la muerte de un padre", piensa Django. Y entonces el veterano Schultz le pone las cosas fáciles: "Es mucho mejor así", responde, "tener a alguien al lado es un privilegio que ni siquiera merece ese miserable. Quizás aún le dé tiempo a decirle unas palabras de despedida, y el hijo podrá recordarlas el resto de su vida". Y Django dispara.

Uno casi nunca sabe en qué momento debe despedirse.

Mientras observaba la escena de la película en silencio, reconstruía mentalmente los diálogos y el conflicto moral que plantea Tarantino, resuelto a balazos. Tenía ganas de dormirme, pero me removía incómodo en el asiento central de la fila del avión. Imposible. Además, viajaba flanqueado a un lado por un chino absorto con la venganza de Django Unchained, y al otro por mi amiga Ana, entusiasmada con la huida de Teherán de los rehenes de Argo, y por un Ben Affleck demasiado guapo para vestir tan setentero ("al menos hay una escena en que le obligan a quitarse la camiseta", me sentenció Ana con toda la razón sin desviar su mirada de la revolución iraní).

Mientras una aplaudía con sordina los avances del grupo de diplomáticos americanos y se incorporaba nerviosa sobre su asiento, mi otro acompañante abría mucho los ojos a escasos centímetros de la pantalla donde brillaba Jamie Foxx, y apenas movía su cuerpo, desparramado por completo e invadiendo el minúsculo reducto que debíamos compartir. "Yo sí te iba a hacer un Django", pensé mirando al chino con rabia y con sueño.

Uno casi nunca sabe en qué momento debe despedirse. A decir verdad, la ausencia casi siempre nos encuentra demasiado tarde para las palabras, y resulta difícil adelantarse a ella, entender que es la última vez de algo y, en consecuencia, obrar un final significativo y, sobre todo, satisfactorio.

Cada día es el último de algo, decía Borges. El drama es no saber exactamente de qué.

Me desvelé en el asiento del avión, sobrevolando la madrugada en un duermevela infinito, y me quedé observando la escena de Django y el doctor Schultz, en la que el esclavo no quiere matar al vaquero por estar trabajando con su hijo. "Al menos podrá despedirse", parafraseaba yo en mi mente. Me puse los cascos para escuchar música y me quedé mirando fijamente la pantalla de mi asiento, apagada, negra, inerte. Despedirse.

Habíamos despegado hacía algunas horas. Nos habían llevado al aeropuerto los amigos con los que habíamos pasado unos días. Llevábamos años sin vernos, pero finalmente, tras mucho tiempo esperando, habíamos podido volver a juntarnos sobre una mesa a recordar otras noches y otros amigos. "¿Hasta cuándo?", nos preguntamos unos a otros en la terminal que nos separaría. Nadie pudo responder.

Me di cuenta de que había cerrado los ojos cuando el avión sufrió una fuerte sacudida. Las luces se encendieron y se apagaron como un relámpago. Sonó la señal de volver a los asientos y de abrocharse el cinturón. El sueño se desvaneció. Me incorporé con el cuerpo entumecido. Life vest under your seat. De nuevo otra sacudida. El corazón latía desbocado. Pánico. Pánico. Pánico.

Ana se agarró con fuerza al asiento y me miró mientras Ben Affleck le susurraba al oído. El chino a mi derecha, en cambio, había sucumbido a la sangre y dormía plácidamente mientras explotaba una casa ante sus ojos cerrados. Y entonces el avión comenzó a descender con brusquedad.

"¿Y si esto fuera el final?", me pregunté de repente, yo, que no me entrego a ninguna tragedia así como así. Lo pensé con ironía, creo que de los nervios, y me aferré a la única verdad posible: "¡Qué ridiculez!". En mi mp3 sonaba "Dancing queen", de Abba... y obviamente, uno no se puede estrellar así y menos si después no puede contarlo.

La tortura apenas duró un minuto y, en cuanto atravesamos las turbulencias, el avión recobró la estabilidad, Ana se centró en el Ayatolá Jomeini y el chino abrió los ojos cuando ya pasaban los créditos de la película. A destiempo todo. The End, vi en letras grandes en la pantalla de mi acompañante. "No sabes lo cerca que hemos estado del final", pensé al mirarlo. En realidad, casi nadie lo sabe. "Al menos, si muere ante su hijo, quizás tenga la suerte de darle un último adiós", decía más o menos el doctor Schultz a Django. Uno casi nunca sabe en qué momento debe despedirse, pero siempre reconoce tarde que hubiera sido conveniente hacerlo en su momento.

Esa noche no nos estrellamos escuchando a grupos finlandeses. Ni tampoco me dormí ni me entretuve con Affleck o Tarantino. Simplemente me limité a atravesar en silencio una larga madrugada, sencillamente para comprobar que el pasado pertenece definitivamente a otro tiempo, y que todos los viajes, en realidad, solo llevan hacia adelante, a perdernos en un futuro que no llega, a acariciar una imagen ficticia de un pasado inexistente. Despedirse es incluso pretencioso. Hay que ser valiente para poder ver los finales.

Las teorías del caos

José Martínez Rubio

Becario de investigación en la Universitat de València
Artículos anteriores

Comparte esta noticia

comentarios

Actualmente no hay comentarios para esta noticia.

Si quieres dejarnos un comentario rellena el siguiente formulario con tu nombre, tu dirección de correo electrónico y tu comentario.

Escribe un comentario

Tu email nunca será publicado o compartido. Los campos con * son obligatorios. Los comentarios deben ser aprobados por el administrador antes de ser publicados.

publicidad