VALENCIA. Hay mucha gente cargada de razón. Por todas partes. A todas horas. Con cualquier asunto. Puede que en una cena entre amigos, alguien de repente saque un tema estrella, no sé... la inconveniencia de los alimentos transgénicos, la histórica enemistad de Telecinco con el buen gusto, las concesiones de Zapatero a la banca durante su segunda legislatura, etcétera. Si está motivado, a mí me amarga la noche, ya lo digo. Hablará del asunto con todo tipo de detalles, repitiendo argumentos, moviendo mucho las manos y poniendo un gesto de indignación al decir "es muy fuerte".
Casi seguro que tiene razón, y es mejor dársela cuanto antes. Yo, a los tres minutos, ya estoy pensando si al llegar a casa tengo que poner una lavadora, o tender, o si tengo que ir a comprar cianuro para desayunar. Cosas importantes. Me rindo pronto (por salud), y a la segunda frase le confieso asintiendo gravemente: "No puedo estar más de acuerdo".
Hay una máxima que debiera prevalecer sobre el resto de leyes universales: los que tienen razón, cansan.
Cansan. Irritan. Molestan. Por lo general su razón se fundamenta en la nada. Están de vuelta de todo, a veces incluso sin haber ido a ningún sitio. Esa gente (maravillosa) que escucha sin atender y acaba sus frases con un "uy, ya te darás cuenta", y una leve inclinación de cabeza. Nihilistas. Descreídos. Paternalistas paralizantes. Esos.
Hace unos meses organizaron en la Facultad de Filología la presentación de un libro en el que participaba Julio Anguita (o lo había escrito él mismo, no lo sé). Andaban todos los alumnos (y alumnas) revueltos (y revueltas) y ya nos habían avisado de que irían a escuchar al profeta. El entusiasmo ya lo traían de casa, así que el éxito estaba asegurado.
Recuerdo que esa tarde me crucé al Califa saliendo de la cafetería, con un andar solemne y la mirada profunda, escoltado por el grupo organizador, camino del salón de actos. Yo me subí al despacho, pero el remordimiento y la curiosidad pudieron conmigo y al rato bajé a escondidas para escucharlo.
Estaba a reventar. La gente llenaba la sala y se desperdigaba por los laterales y el pasillo central, de pie o sentada en la moqueta. Yo asomé la cabeza para observar el espectáculo y permanecí clandestinamente algo así como diez minutos. No tuve suerte, la verdad; a la segunda metáfora política sobre los árboles que crecen rápido y las plantas que deben regarse todos los días, me marché por donde había venido. Idea: la regeneración política debería empezar por el lenguaje.
Digamos que no compartí el entusiasmo colectivo. Y mi error fue comentarlo con algunos compañeros del departamento que sí asistieron al recital de principio a fi. Nihilistas en el fondo. Buena gente. Pero también de esos que tienen la razón casi siempre. Al día siguiente les pregunté por el acto, apunté la observación personal de las metáforas con árboles y plantas, y me llovieron todo tipo de reproches por no entender las verdades que allí se habían revelado.
Esta semana volvió a ocurrir dos veces. En medio de un seminario con estudiantes de sociología, la clase se me vació en el descanso porque Alberto Garzón daba una charla en la Facultad de Económicas. Supongo que era importante. Allí nos quedamos la mitad repasando el pleonasmo y el anacoluto, para no cometer errores en el lenguaje, que inevitablemente tendremos que regenerar.
Días después, en una cena con gente que apenas conocía me aburrieron con los pormenores de la intervención de Garzón. Yo no dije nada porque no había estado (como si fuera necesario ir para saber...), pero cuando salió el tema Talegón, me dio por reír.
Todos parecían de acuerdo en que la intervención de Beatriz Talegón en el foro de la Internacional Socialista había sido oportunista. Una frivolidad. Una mentira. Entonces agarré con suavidad el cuchillo, lo puse de punta sobre la mesa y pregunté con indiferencia al último que peroraba incansablemente sobre ello, y al que no conocía de nada: "¿Y según tú cómo tendría que haber hecho para pasar desapercibida? Porque imagino que prefieres que pase desapercibida".
Eso le dio pie a reforzar su tesis, que era solo una desplegada en veinte frases. Le interrumpí: "Es que, no sé (hice como que dudaba), a mí me preocupa que pensemos ciertas cosas y que luego nos venga mal cuando alguien las dice realmente donde hay que decirlas". Y ya intervino el resto hablando de la credibilidad de cada uno, del oportunismo (otra vez), de la coherencia. Mi amiga Rosana, que sabe manejarse como nadie en estas escenas, dijo con gracia: "Hay personas que si hubieran visto a Allende coger una pistola para suicidarse, se darían codazos diciendo que lo hace por darse notoriedad". Y estallaron las risas. Unas más amargas que otras.
Al acabar la velada y ya recogiendo los abrigos para marcharnos, el chico se acercó para despedirse. "Oye, no te molestes por tan poco. En el fondo sabes que todo es una farsa", me dijo con sorna. Pero le salió mal. Le dije que la política, como la amistad, era una planta que había que regar todos los días, y que los árboles deben crecer poco a poco, porque si lo hacen rápido el viento los puede arrancar de raíz. Le sonreí mientras él no entendía nada. "Chico, si tú lo tienes claro, mejor para ti. Déjanos a nosotros con nuestras dudas", y Rosana le ajustó las solapas de la americana y le plantó dos besos de propina.
Buenas noches: nadie tiene la verdad absoluta,nadie tiene "toda la razón" ni nadie puede pensar que "su verdad" la asumimos todos.- Estamos hartos de paternalismos,de "guru" de la nada,de contertulios que "dicen" decir las "verdades del barquero" (las suyas obviamente) Hay que actuar con el corazón y asociarla a la mente cuando haga falta,la "sincera-verdad" es la que finaliza triunfando.- Acabo de llegar de Marbella ¡que bonita esta Valencia¡ con crisis o sin crisis.Un saludo Alejandro Pillado Valencia 2013
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