VALENCIA. "En Valencia las cosas pasan porque sí. En cualquier rincón de la ciudad, y a cualquier hora, puede atronar un petardo y la vida continúa igual. Nadie se inmuta. En Bilbao o en San Sebastián, por ejemplo, eso es impensable. Pero aquí las cosas se caen porque sí, se destrozan porque sí, se arruinan porque sí... todo forma parte de una anormalidad muy bien interiorizada". Las tres primeras frases estoy seguro de haberlas escuchado. La última (aunque entrecomillada) es mía, y aun así es verdad.
En ese momento me giré a la amiga que se sentaba a mi lado y le dije: "Obviamente que en Bilbao esto no pasa, ni en Teherán, ni en Kuala Lumpur, pero es que aquí tampoco partimos troncos a hachazos como deporte nacional". Quería rebatirle en privado eso de que en Valencia somos gente rara, pero me cortó susurrando y de malas maneras: "Cállate ya, por favor". En ese momento enrojecí, me arrellané sobre mi silla y apreté con rabia el vaso de Cocacola mientras clavaba mi mirada sobre los dos ponentes de la mesa.
Habíamos acabado un viernes por la noche en una librería cafetería de la peor forma posible: cabreados. Mi amiga me había pedido que la acompañara a la presentación de la primera novela de un compañero de trabajo. Había leído (y borrado) el mail en que se anunciaba ese magnífico evento a todo el departamento. Es más, el propio autor me había regalado el libro poco antes de las vacaciones de Navidad, imagino que buscando una opinión externa, razonada y vulnerable: alguien debió de darle mi nombre de becario especializado en narrativa española contemporánea (work in progress), es decir, de especialista con muchos peros, y una tarde se dejó caer por el despacho para invitarme a un café.
Orangetown, se llamaba. Una novela negra sobre Valencia. Humor, crimen y corrupción. Lógico. Durante semanas lo había tenido dando vueltas por casa y, a pesar de su portada, en la que media naranja está siendo exprimida por la punta erecta del Micalet (prometedora, sin duda...), no había leído ni una sola línea. Pero cuando me pidieron expresamente que fuera a la presentación, esbocé una sonrisa y un "por supuesto" muy natural.
Esa semana tuvimos tres reuniones interminables en el departamento. Ese mismo viernes llevaba todo el día fuera rellenando informes y papeleos. Comiendo me leí con prisa una veintena de páginas para defenderme de cualquier comentario u opinión. Pasé por la facultad a recoger los cientos de páginas que tenía que corregir ese fin de semana, y a las siete y media exactamente estaba esperando en la Avenida Aragón, refugiado bajo las graderías del Mestalla, a mi amiga para buscar corriendo el Bibliocafé.
Media hora de retraso. Llenazo en la sala. Un par de sillas tras una columna. Saludos con la mano a los compañeros de trabajo que estiraban el cuello para saludarnos. Hora y media de sentencias sobre la ópera prima del escritor, su currículum (catedrático en lengua, profesor de pragmática, estudiante de rumano) y su impacto en la literatura valenciana.
La sala, de repente, se convirtió en un ring. El escritor teorizaba con ganas y el crítico empezó a negar ostensiblemente con la cabeza. Ponía caras. Movía visiblemente las manos. "Orangetown es una sátira valenciana revestida con piel de novela negra", dijo el autor. "Qué va, qué va. La novela negra no existe", saltó definitivamente. Se hizo un silencio cardíaco. "Y esto no es una sátira, es una novela criminal, o a lo sumo policiaca", continuó con gravedad. Escritor y crítico se miraron de frente, mientras el público se removía nervioso entre las mesas.
El autor había preparado su intervención a conciencia; acostumbrado a explicar marcadores discursivos, conectores, nexos y partículas de cohesión en el discurso, uno podía seguir todas las explicaciones sin problemas. "Por un lado / Por otro". "En primer lugar / En segundo lugar / Finalmente". "O bien / O bien". Pero ante tal alarde gramático-lingüístico, el crítico comenzó a interrumpir con aires de indulgencia.
"En Valencia las cosas pasan porque sí", explicó el autor hablando de falleros, futboleros y, en definitiva, de las gentes que gobiernan subrepticiamente la ciudad. Y el profesor continuó comentando la impunidad de los petardos, de los constructores de maquetas millonarias, de los ideólogos de aeropuertos fantasma, de los gestores de bancos y de equipos de fútbol a los que hay que rescatar. El público asentía con la cabeza. El crítico clavaba la mirada en sus papeles. "Bueno, ahí hay mucho que decir, que centro histórico sí tenemos", profirió enfadado el crítico. Y la única carcajada que sonó fue la mía.
Tras la presentación, el autor se dejó querer firmando libros. Yo guardé turno y le presenté el ejemplar que había traído de casa. "Oye, no le hagas caso a ese señor, que no tiene ni idea de lo que dice", le comenté. "Por una vez estoy más de acuerdo contigo", sentencié porque sí y me enredé en explicaciones porque sí. Me dio las gracias y me confesó que el crítico y él eran amigos. "Bueno, mátalo en la próxima novela negra que escribas", sugerí, así porque sí.
Me escapé del Bibliocafé tras la charla, de mejor humor. Pasé junto al Mestalla, escondiéndome del frío, como se pasea en Valencia. En ese momento, mientras yo pensaba en novelas que asesinan a críticos literarios, una comisión fallera cruzaba (lo juro) por la avenida de Suecia sin música, pero cortando el tráfico. Me paré a mirarlos porque sí. Iban solos. Ningún coche pitaba. No había policía. No había nadie por la calle. Solo la procesión de trajes regionales y yo en la acera observando, al resguardo de un estadio nacionalizado por el gobierno. Porque sí. Porque sí todo. Porque sí siempre.
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