VALENCIA. La primera señal evidente de que las cosas habían tomado una deriva hacia la tragedia fue el mensaje que me llegó al móvil el domingo por la mañana: "Anoche lo pasamos genial. Reyerta incluida". Conforme lo leí, volví a cerrar los ojos. Cuando desperté (de nuevo), el mensaje todavía estaba allí.
Me dediqué a repasar los acontecimientos nocturnos durante la comida familiar. En mi casa tenemos dos manías: intensificar las reuniones multitudinarias antes de Navidad (para acabar exhaustos) y gritar. Así que entre el dulce escándalo del hogar, recordé cómo habíamos acabado, a altas horas de la madrugada, cantando y bailando por bulerías (o lo que fuera) delante de un grupo de chicos hinchados y atléticos, que nos miraban serios, fijamente, con los brazos cruzados.
La conversación familiar bordeaba la idea de que el mundo estaba peor que nunca, cuando de repente mi abuelo, que es un señor fantástico, me preguntó a bocajarro: "Entonces, ¿a ti te pagan por leer?". Y sin saber yo qué tipo de relación había establecido mi abuelo entre la fatalidad del mundo y mi profesión, sentenció sin que nadie pudiera replicarle: "Bueno, no está mal, hay a quien pagan por matar". Y mientras mi abuela le daba un manotazo, el salón estalló en una carcajada que aumentó mi estupor. Pasamos la tarde juntos, convocando a la decadencia de Occidente, pero en mí latía la herida de esa afrenta personal. ¿Seré yo culpable?
La palabra es pendenciero. Y no sé si es el mundo o soy yo, pero es lo único cierto.
Para rebajar la tensión, decidí retomar ese mismo lunes las sesiones de natación, a modo de catarsis. Paseo fío y mucha agua en la que bracear como una huida. Acudí temprano y hacía tanto tiempo que la recepcionista no me reconoció. "¿Cómo te llamas?", dijo sin levantar la vista del ordenador. "Michael Phelps", contesté aun sabiendo que los lunes son un día sin humor. "¿Cómo?", me miró. "José Martínez"...
Entré al vestuario, en el que se cambiaban lentamente un par de jubilados. Me puse el bañador, me enfundé el gorro, me ajusté las gafas, mientras escuchaba las letanías de ambos señores. Que si los bancos. Que si la Merkel. Que si la cárcel. Se interrumpían el uno al otro, levantaban la voz y la mano con los calcetines. Y un "¿será posible...?" a cada momento. Nos persigue la decadencia de Occidente, está por todas partes y a todas horas. Los dejé malhumorados e intenté guardar todo en la taquilla.
Salí a la piscina y busqué una calle en solitario. Me vi desde fuera apoyando las puntas de los pies en el bordillo, erguido entre la humedad y el olor a cloro, en bañador y con en gesto dramático como un cuadro de Delacroix. Y me lancé con ganas a vengarme de todo.
No sé cuánto tiempo resistí braceando como un loco. Bajo el agua los pensamientos se multiplicaban entre los cálculos del número de piscinas, el tiempo de actividad y el horario para llegar a la facultad. Procuré centrarme en el cansancio, en azul transparente en el que me sumergía para ahogarme, en las olas que generaba mi cuerpo al atravesar la templada blandura del agua, en las banderas de colores que anuncian la inminencia del final de la calle. Y creo que por un momento conseguí que esos detalles mínimos le ganaran la batalla a la trascendencia. Llegué a escuchar únicamente el chapoteo de mis brazos en medio del pabellón líquido.
"Mens sana in corpore sano", pensé al salir de la piscina. "Va a ser un día fantástico", me convencí. Me duché, me vestí, me arreglé sin escuchar a nadie y salí con mi mochila camino del trabajo. Cuando saqué el móvil, había un mensaje sin leer. "Este sábado también. Por supuesto", respondí. Y que se caiga el mundo si quiere.
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