LAMU, KENIA. Rosa Abad debe estar a estas horas en España, o eso espero. La conocí en Zimbabwe hace unos meses. La segunda vez que fuí a Cataratas Victoria, me escapé unos días de esa ciudad artificial creada alrededor de una de las maravillas de la naturaleza y decidí conocer algo más de este país. En coche y con carreteras más que aceptables es una maravilla conocer rincones auténticos de África fuera de los circuitos o puntos más turísticos.
Y así fue como llegué a parar a la residencia de ancianos que dirigía Rosa. Preguntando y preguntando. En África todavía encuentras lugares preguntando a la gente sin necesidad de usar la tecnología. Todavía en contacto directo entre las personas es la manera habitual de funcionar. Alguien me habló de ese proyecto y quise conocerlo. Sigo teniendo la mala costumbre de nutrir mis viajes con visitas a proyectos sociales de los que sigo aprendiendo.
Era la segunda vez que visitaba un asilo de ancianos en África. El primero fue en Mozambique donde estuve con Vicente Berenguer, que lleva unos 40 años en este país haciendo una labor formidable. Rosa me dio recuerdos para Vicente. Se conocen. Ambos han sido elegidos en algún momento uno de los 100 rostros de la Marca España por parte del Ministerio de Asuntos Exteriores, un reconocimiento que me da la sensación que ni sienten ni padecen si no es para conseguir ayuda para sus ancianos. No hay muchos como ellos. Son un ejemplo a seguir. Religiosos entregados realmente a los demás.
Tanto Vicente como Rosa son esas personas que te reconcilian con la iglesia. Son religiosos que viven para los demás, los que sacrifican su vida y los que con su trabajo, su realidad y su día a día se alejan sin pretenderlo de la iglesia teórica. Parece que sean dos instituciones distintas. La de la teoría y la de la práctica, tan alejadas, tan distanciadas. El catolicismo del Vaticano, de las iglesias, del país desarrollado y el catolicismo del terreno, de la gente, de los países pobres. Y lo mejor de todo es que en terreno, me atrevo a decir, que los proyectos de cooperación que he conocido liderados por religiosos son los que mejor funcionan pues ya no tienen la misión de evangelizar por encima de todas las cosas, están bien identificados y cuentan normalmente con años y años de experiencia en terreno, como Rosa que lleva casi 40 años en Zimbabwe.
Bajita, gordita, pelo corto y gris, torpe en sus movimientos por la edad y algún que otro achaque de la vida, risueña, lleva gafas, austera en su manera de vestir y muy divertida en su discurso. Personalidad fuerte y arrolladora, sin pelos en la lengua y una luchadora nata. Desprende una energía que ni su enfermedad ha conseguido apagarla. Es un soplo de alegría y de amor para los 21 ancianos que viven ahora en esta residencia llamada Dete Old Age.
Esta residencia se abrió en diciembre del año 83 con la ayuda de Manos Unidas y del poeta catalán José Culebras y desde entonces no ha dejado de funcionar. Una residencia de ancianos ubicada en medio de la nada, en un pueblo africano donde realmente no hay nada y donde lleva viviendo Rosa nada más y nada menos que 33 años. Me parece admirable, loable e imposible de soportar si no tienes una fe, un objetivo y una misión en esta vida como la de Rosa. Y Rosa lo tiene. Rosa es feliz, los ancianos le dan la vida, son su alegría y está acostumbrada a convivir con ellos y con sus muertes, ha presenciado ya el fallecimiento de 121 desde que abrieron la casa.
Aún con todo no queria irse a España, pero los médicos ya le han dicho que la cosa es sería y no quiere ser una carga más en la residencia. Ya tienen bastante. Ella se quedaría y terminaría sus días en este pueblo llamado Dete, pero no quiere ser egoísta y su servicio y entrega a la Iglesia le devuelve ahora a España. Allí estará bien, me dice, porque tiene a sus sobrinos y comerá jamón pero realmente su familia está en esta residencia. Del balance de todos estos años entregada en cuerpo y alma a esta casa de ancianos, Rosa saca una conclusión: "Al final aprendes a vivir de los pobres".
Esta residencia vive de la caridad, así de claro. No recibe desde hace años ninguna ayuda. Un auténtico milagro que siga funcionando. En Zimbabwe como en muchos lugares de África y del mundo, las políticas sociales brillan por su ausencia y el gobierno que hace años lavaba su conciencia con algo de dinero que destinaba a este proyecto, dejó de hacerlo de la noche a la mañana en 2008.
Desde entonces hacen maravillas y trueques gracias al huerto que han cultivado como vía de ingresos para sacar adelante los 4.000 dólares que necesitan para cubrir gastos de personal que trabaja atendiendo a los ancianos, alimentación y medicinas que necesitan los ancianos para morir con dignidad. Una auténtica vergüenza de este país a pocos kilómetros de distancia de uno de los destinos turísticos que más dinero inyecta al país, Vic Falls.
Los ancianos en los países pobres o en desarrollo no existen aunque sigan vivos. Son auténticos supervivientes de la sociedad. No cuentan. Están absolutamente abandonados. La propia sociedad no está acostumbrada a que las personas se hagan viejas. Mueren antes. No llegan a viejos. Y quizá eso haga que no existan políticas sociales para ellos ni proyectos que trabajen con la tercera edad.
La mayor parte de esfuerzo tanto nacional como internacional en materia de cooperación se focaliza en los niños. Algo que está muy bien, pero, ¿y los ancianos? ¿qué pasa con ellos? ¿quién les atiende cuando sus propias familias no puedes hacerse cargo de ellos porque tienen que trabajar de sol a sol cargados con sus hijos a cuestas? Estos ancianos no tienen ni la inocencia infantil, ni la alegría, ni la esperanza de vida ni un futuro por delante para cambiar su vida. Estos ancianos ya lo han visto todo, están apagándose, están despidiéndose de una vida que no les ha tratado nada bien.
Los ancianos que llegan a esta residencia son personas que realmente no tienen nada ni a nadie. Son ancianos que llegaron a Zimbabwe, a Dete, por trabajo, ya que había un almacén y una línea de ferrocarril que les daba de comer. Una línea que se paró, por donde ya no circula el carbón y que les dejó sin trabajo, sin papeles, sin pensiones y sin vida. Desde entonces no han hecho más que sobrevivir y lo mejor que les ha podido pasar ha sido poder entrar en la residencia. Si no fuera por el trabajo de Rosa y de su equipo de la congregación, Misioneras Hijas del Calvario, estos ancianos no hubieran podido acabar sus días con dignidad y rodeados de amor y cariño. Una dignidad, por cierto, que en el primer mundo sería indigna.
Cuando entré en las habitaciones de los ancianos se me cayó el mundo a los pies. Eso si, me sorprendió la limpieza del recinto y la atención del personal... pero no tienen camas. Duermen en colchones en el suelo (al menos tienen colchones). Duermen unos junto a otros, sin casi espacio y con luz, eso sí, mucha luz natural que ilumina cualquier rincón de África.
Quizá nunca hayan dormido en camas, y quizá no lo necesiten, evidentemente no es una prioridad ni una necesidad básica si hay que cubrir la comida que les mantiene en vida y las medicinas necesarias para sus enfermedades, pero a mi me impactó mucho. Bien es cierto que yo siento debilidad por los ancianos, debilidad, respeto, admiración y un amor especial que nunca consigo explicar, pero así es. Llegar a viejo es cargar con todas las mochilas de nuestra vida, saber que no hay ya futuro, ni camino que seguir andando ni más que recorrer, es sentirse una carga en algún momento, saber que ya no hay nada que hacer y que sólo queda esperar.
Pues mientras esperan, los ancianos de la residencia que tienen movilidad y están relativamente bien de salud se dedican a hacer manualidades y productos de artesanía que venden a quien les visita. Precios auténticamente irrisorios pero que les hacen ver que su trabajo se reconoce y se valora. Yo compré una cestitas lindas que provocaron la sonrisa y alegría de las ancianas artesanas y que cada vez que veo en mi casa me trasladan a esta residencia de ancianos, que me llenó de amor y de ternura, que me rompió el alma, que me hizo ver toda la labor no reconocida de lucha y superación y que a día de hoy sigo sin olvidar.
Recuerdo como sí fuera ayer las manos, los ojos hundidos, la mirada perdida y el tacto de la piel del anciano más anciano del lugar, 97 años, postrado en una camilla y sin moverse. Sólo hacia que esperar. A día de hoy quizá ya haya muerto o quizá siga postrado en esa camilla esperando, sin más.
Monjitas misioneras, pero con derecho a incumplir sexto mandamiento, sobre todo con los indígenas. Todo un reconocimiento tardío a la esmerada educación religio-progre adquirida en los mejores colegios "de pago".
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