VALENCIA. En 1975 Carolina de Mónaco tenía dieciocho años y yo veinticinco. Me juré entonces a mí mismo que nunca contaría esta historia de amor hasta que no hubieran pasado al menos cincuenta años, es decir hasta el 2025, pero no he podido resistirlo, lo reconozco, me he adelantado, porque no sé si llegaré hasta esa fecha y creo que el mundo, sobre todo la prensa rosa, debe conocer estos hechos incontestables, ciertos y comprobables que hubieran podido cambiar el devenir de España y del mundo, y que pueden suponer un ejemplo o un punto de reflexión entre los lectores jóvenes (que alguno habrá).
Me enamoré de la hija de Rainiero, como decía la letra de un grupo español de aquellos años, cuyo nombre no recuerdo. Me enamoré loca y apasionadamente, sin reservas, sin medida. Soñaba con ella, buscaba revistas, programas de televisión, emisiones de radio... (entonces no existía Internet), donde apareciese su imagen, su nombre, datos de su vida social.
Conocía su perfume favorito, su maquillaje habitual, los trajes de sus modistos preferidos. Sentía una atroz envidia por los peluqueros que retocaban sus cabellos, por las doncellas que le ayudaban a vestirse, por sus mayordomos, sirvientes, chóferes y guardaespaldas: por todos lo que tenían el privilegio de estar cerca de ella.
Sin saber cómo, notaba su olor, podía describir al detalle los rasgos de su cara, seguro que era capaz de descubrir entre un millón de personas el tono de su voz. Dejaron de interesarme los estudios, las amistades, el deporte y todo lo que rodeaba mi vida: solo estaba Carolina.
Pero, para mi desolación, constaté que a muchos de mis amigos les pasaba lo mismo que a mí. ¡Todo el mundo estaba enamorado de ella! No me arredré por ello. Mis conocimientos matemáticos me servirían para algo: en Ciencias Económicas se daba Análisis Matemático, Econometría y Estadística. Para algo positivo deberían valer.
Así que me concentré en mi problema y ayudándome de mis estudios llegué a conclusiones muy importantes. En el mundo había cerca de seis mil millones de habitantes, de los que más de la mitad eran mujeres. Como tenía la seguridad de que Carolina no era lesbiana, dejé el número de posibles enamorados en dos mil quinientos millones. Luego deduje los "gays", que según las estadísticas de entonces (hoy seguramente serán más) eran un veinte por ciento. Luego quedarían unos mil ochocientos millones de posibles enamorados.
Descarté también los menores de quince años y los mayores de ochenta (aproximadamente un setenta y tantos por ciento): el resto se cifraría en unos quinientos millones. De esos quinientos millones quité trescientos por estar casados y ser ¿fieles?
Apliqué después las reducciones pertinentes a los sacerdotes de las diferentes iglesias que practican la castidad, a los pobres de países remotos sin posibilidad de viajar, a los enfermos, a los apáticos y a los republicanos y me quedaron: ¡impresionante! ¡sólo cincuenta y tres contrincantes!
Confiado en mis cálculos y en mi devoción absoluta por Carolina inicié y conseguí, tras múltiples, costosas y desesperantes gestiones, hacerme súbdito monegasco y me empadroné en ese pequeño país de dos kilómetros cuadrados y de menos de cuarenta mil habitantes, donde se celebran premios de fórmula uno y masters de tenis; donde se ubica uno de los mejores equipos de fútbol de la liga francesa, cerca de Cannes y Niza, a poca distancia de la bella Italia.
No mal parecido, ojos claros, francés de bachiller, inglés de Método Wauhgman (que ya llevaba 16.473 fascículos), cantando y acompañándome a la guitarra Imagine y el Submarino Amarillo y bailando algo de rock, ¡y con tan pocos posibles rivales! estaba seguro de mi éxito. Tarde o temprano caería.
Me compré ropa y un BMW de primera mano. Machaqué el gimnasio, me bronceé a tope y tome cursos de ruleta, black jack y canasta. Acudí cada noche al casino donde perdí todo el dinero que traje de España, estuve en todas las galas cinematográficas, me bañé a diario en las playas que dan a los "Jardins de Saint Martin", desde donde se divisan las habitaciones reales que vigilaba con mis prismáticos, estuve presente en cuantos eventos y actos sociales me fueron permitidos, iba a misa todos los domingos a la catedral de San Nicolás y oraba ante la tumba de Grace... siempre con la misma ilusión: ver a Carolina.
Hoy día, y desde hace treinta y cinco años, estoy de cocinero en el "Restaurante Valencia", haciendo paellas, en la Rue de Emile de Loth, cerca de la Place du Palais, donde vive Carolina.
Nunca ha venido ni ella, ni nadie de la familia real a probar mis arroces... pero no pierdo la esperanza.
Enternecedor su relato,hay amores que marcan.Todos en algún momento de la vida hemos tenido amores inalcanzables.Algunas veces(como en las peliculas) lo inalcanzable se conseguie cuando ya estamos mas cerca del descanso eterno que de la energía e ilusiones de la juventud.-Un saludo,al menos lo ha intentado,quizás, en una tarde-noche otoñal de Paris vea aparecer a Carolina por allí y degustar sus arroces.- Alejandro Pillado Marbella 2013
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