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CINE ESPAÑOL

Premios Goya 2012
No a los pacifistas

17/02/2012 Mientras el cine está visto como una industria despilfarradora e inútil, el deporte es utilizado como un orgullo nacional intocable. Una doble moral que nos impide ver la rentabilidad del cine español y nos pone una venda sobre los ojos ante las subvenciones a los deportistas

VALENCIA. "El cine español es una castaña". Éste es uno de los tópicos más extendidos en la cultura de nuestro país. También, uno de los que daban mayor imagen de sofisticación. Porque antes de que la crisis económica monopolizase todas las conversaciones en cenas, comidas y reuniones de amigos, uno de los temas con lo que uno se tropezaba en cualquier acto social era ése: el cine español es una porquería. Y entonces, cuando alguien decía la máxima, los demás asistentes se iban envalentonando con las derivaciones de esta sentencia. Frases como "no entiendo por qué tengo que pagar con mis impuestos a esos mantas", "ya está bien de peliculitas sobre la Guerra Civil" o "cada vez que veo a la Bardem en la tele, me entra una mala leche que no veas" eran algunas de las elevadas reflexiones que hemos oído una y otra vez. Porque hubo un tiempo no muy lejano en que molaba meterse con el cine español, había que presumir del odio hacia toda nuestra industria.

Todo eso se lo ha llevado por delante de la crisis. Es normal, ¿a quién le importa el cine español cuando la situación está como está? Pero el discurso era absurdo desde el principio, porque los taquillazos de nuestro cine, cada vez más frecuentes, desvelaban el sinsentido de esa falacia que pregonaba que la gente no se mete en una sala a ver una película española. Y el primer taquillazo fuerte que desveló esta mentira fue Torrente.

La saga de Torrente se inició en 1998 con Torrente, el brazo tonto de la ley. Con ella, Santiago Segura empezó a hacerse millonario con un humor grueso en el que arremetía contra el estereotipo de españolito facha de medio pelo. En la película, el personaje principal se reía de los moros, chinos, negros, pobres e inmigrantes, entre otros. El éxito fue aún mayor con la segunda parte, estrenada en 2001. Esta película incidía en las líneas de la primera hasta llegar a un final apoteósico: el policía Torrente tenía que desviar un misil que estaba a punto de dispararse. Para ello, decide dispararlo a Gibraltar. Al ver que el misil hace impacto, exclama: "Si lo llego a saber, lo envío a Francia". ¿Se imaginan qué habría pasado si una de las películas más taquilleras del cine francés tuviese un chiste final sobre un misil disparado hacia España? El conflicto diplomático habría sido de aúpa.

El caso es que la polémica de los guiñoles, con la airada reacción del gobierno, vuelve a mostrar que hay cosas con las que no se juega. Que una cosa será el cine, y otra bien distinta, el deporte. Que mientras el cine está visto como una industria despilfarradora e inútil, el deporte es utilizado como un orgullo nacional intocable. Todo ello constituye una doble moral que nos impide ver la rentabilidad (también económica) del cine español y nos pone una venda sobre los ojos ante el hecho de las subvenciones a los deportistas. Unas subvenciones (las del cine) se ponen continuamente en la picota (porque son unos rojos antipatriotas) mientras otras (las del deporte) se hacen por el bien de la patria, incluso cuando los deportistas de élite que nos representan inscriben su residencia en Andorra o Suiza.

Alberto San Juan y Guillermo Toledo, en la gala de 2003

Este doble rasero es el que impide que algo tan normal como la ceremonia de los Goya, es decir, la entrega de premios a la industria del cine español, pase inadvertida. Es imposible que veamos los Goya como una mera entrega de premios, porque todos los ojos escrutadores van a estar puestos sobre esa caterva de impresentables que, fíjate tú, van con vestidos caros y joyas, seguro que pagados también con nuestros impuestos. Si los actores reivindican algo tan evidente como el "no a la guerra", mal hecho. Es mejor el ejemplo de los futbolistas que repiten el mismo discurso mongoloide tras el partido de cada domingo. Si se ponen a cantar o bailar, mal también, mira qué malos son, que intentan imitar a las estrellas de Hollywood y no saben ni moverse. Es más edificante para nuestros hijos ver a Cristiano Ronaldo con un bailecito que imita el gesto de la fornicación tras celebrar un gol. Todo lo que suceda en el cine español está mal, se mire como se mire, y los Goya son el mayor escaparate para fijar nuestras iras sobre ese colectivo de artistillas.

El caso es que, a pesar de los pesares, los Goya celebran este domingo su edición número 26. Y son muchos estos pesares. Por enumerar algunos cuantos: el carácter raquítico de la industria del cine español, los encontronazos entre la Academia de Cine y algunos de nuestros cineastas más internacionales (como Pedro Almodóvar o José Luis Garci), el desconocimiento de las funciones de la Academia para el público en general o la escasa labor divulgadora (por parte del gobierno de turno) de la importancia del cine para nuestra cultura, más allá de hacer anuncios de televisión chorras y de sacar a Antonio Resines hasta en los telediarios llamando idiotas a quienes no ven nuestro cine.

Andreu Buenafuente, en una gala de los GoyaCon todo ello, sigue adelante la ceremonia, una ceremonia que ha vuelto a su redil con las ediciones presentadas por Andreu Buenafuente. Visto retrospectivamente, ésa fue la auténtica labor del humorista catalán: hacer que la industria se hiciese perdonar la osadía de gritar "No a la guerra" en la ceremonia de 2003. ¿Cómo se puede consentir eso, que los artistas se muestren en público como peligrosos antibelicistas? Aquella ceremonia marcó ese punto de inflexión en el que lo más importante fue, desde entonces, evitar la repetición de ese "escándalo". La figura de Buenafuente, con su humor blanco, inmaculado y despolitizado, ha sido fundamental para que los Goya estén totalmente domesticados. Porque, por mucho que Buenafuente imite los "late nights" norteamericanos de David Letterman o Conan O'Brien, hay algo fundamental que no toma de ellos: su humor totalmente irreverente, valiente e incómodo para la clase política.

La ceremonia de este domingo promete una mayor "profesionalización", es decir, marcar aún más ese tono amable y bobalicón. No en vano, la presentadora será Eva Hache, seguidora de ese "humor inteligente" de Buenafuente, consistente en enterrar la sátira política por juegos de palabras inocuos. Si ya quien preside el cotarro es Enrique González Macho, está todo atado y bien atado. Por si alguien siente la tentación de exhibir camisetas en plan "No al neoliberalismo", el presidente de la Academia lo dejó claro en unas declaraciones que realizó hace algunos meses: "Cuando el cine tuvo más ayudas, fue con el PP".

Cartel promocial de 'No habrá paz para los malvados'Sin embargo, siempre hay lugar para la esperanza. Y la esperanza en esta ceremonia son las películas. Este año, la esperanza es No habrá paz para los malvados que, con sus 14 candidaturas, demuestra que hay buen juicio en la Academia. Que una película tan transgresora se mida con La piel que habito, de Almodóvar, índica que los del cine no son unos mantas ni unos acomodaticios. La película de Enrique Urbizu muestra una vez más el camino que tendría que seguir el cine español: una combinación de historias interesantes con denuncia de los problemas sociales de nuestro país. Una película que demuestra algo que en Francia, el país de los guiñoles, tienen muy claro: las subvenciones a la cultura no son nunca a fondo perdido. Por muy bien que nos lo hayamos pasado todos juntos en comunidad riéndonos de las supuestas bajezas de nuestro cine.

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