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LA PANTALLA GLOBAL

El Apocalipsis va a llegar: Vuelve ‘Mad Max'

EDUARDO GUILLOT. 15/05/2015 Treinta años después, el director George Miller retoma la saga del guerrero de la carretera

VALENCIA. El mundo se ha convertido en un páramo desértico, donde no existe sociedad ni ley, y en el que la justicia se impone a base de sangre, fuego y muerte. Por las polvorientas carreteras, pobladas de criminales y asesinos, un rebelde vaga en busca de la paz interior, tras haber perdido a su mujer y su hijo. ¿Les suena? Sí, el viejo Mad Max ha vuelto.

Treinta años después de su última aventura cinematográfica, el personaje que lanzara al estrellato a Mel Gibson regresa a las pantallas, esta vez encarnado por Tom Hardy y secundado por una compañera de lujo: Charlize Theron. Una nueva versión hipertrofiada del clásico de los ochenta para disfrute de las nuevas generaciones.

Mad Max: Furia en la carretera (Mad Max: Fury Road, 2015), la cuarta película protagonizada por el personaje, está firmada por George Miller, el director de las tres entregas previas de la saga, que da un giro a su carrera tras haberse dedicado en los últimos años a menesteres menos sangrientos, como Babe, el cerdito en la ciudad (Babe: Pig in the City, 1998), Happy Feet: Rompiendo el hielo (2006) y Happy Feet 2 (Happy Feet Two, 2011). A sus setenta años, el cineasta nacido en Queensland ha decidido retomar una franquicia que puso su nombre en el mapa cinematográfico mundial, le abrió las puertas de Hollywood y generó cuantiosos beneficios, pero que nadie había pensado resucitar hasta ahora, permitiendo que su aura legendaria creciera con el paso de los años y su descubrimiento por parte de nuevos públicos en diferentes formatos (del clásico VHS de videoclub a la descarga digital).

¿CINE AUSTRALIANO, DICE USTED?

El impacto internacional de Mad Max. Salvajes de autopista (Mad Max, 1979), la primera película de la saga, no fue producto de la casualidad. A mediados de los años setenta, el cine australiano comenzó a asomar la cabeza fuera de sus fronteras, gracias a la constitución, en 1975, de la Australian Film Comission, un organismo oficial encargado de proteger la industria del país, mediante la configuración de vías adecuadas de producción y la potenciación de canales de distribución. Como consecuencia directa, se elevó el índice presupuestario oficial destinado a la financiación de películas, que en algunas ocasiones se aproximó al cincuenta por ciento del coste total de un film. Un sistema proteccionista que se consolidaría recurriendo a estrellas internacionales (para aprovechar su atractivo publicitario), poniéndose en manos de multinacionales de la distribución (Warner, CIC, Fox) y abriéndose camino en los festivales internacionales.

Los mercados comenzaron a descubrir el nuevo cine australiano, que también destacó por su inclinación hacia el género fantástico. Directores como Peter Weir empiezan a llamar la atención con títulos como Los coches que devoraron París (The Cars That Ate Paris, 1974), la obra maestra Picnic en Hanging Rock (Picnic at Hanging Rock, 1975), la no menos interesante La última ola (The Last Wave, 1977) o la película que le daría el pasaporte hacia Estados Unidos: Gallipoli (1981). Su siguiente trabajo ya sería la coproducción El año que vivimos peligrosamente (The Year of Living Dangerously, 1982), tras la que se mudaría definitivamente a Hollywood, donde ha realizado Único testigo (Witness, 1985), El club de los poetas muertos (Dead Poets Society, 1989) o Master and Commander: Al otro lado del mundo (Master and Commander: The Far Side of the World, 2003), por citar solo unas cuantas.

El de Weir no fue un caso aislado. Otros, como Simon Wincer, Gillian Armstrong o Russel Mulcahy también iniciaron su carrera en Australia acogiéndose a las condiciones favorables de producción de los años setenta, y dieron posteriormente el salto a Hollywood, ayudados por el uso de un idioma común. Lo mismo ocurrió con algunos actores, como el propio Mel Gibson. También hubo realizadores como Colin Eggleston, responsable de la estupenda Largo fin de semana (Long Weekend, 1978), que no tuvieron tanta suerte, pero el listado de cineastas que lo lograron es muy extenso, e incluye a Bruce Beresford, Fred Schepisi y, por supuesto, Miller, que entraría en escena como un elefante en una cacharrería, de la mano de Mad Max.

SE LLAMA MAX Y ESTÁ MUY LOCO

A diferencia de sus compañeros de generación, Miller no se andaba con sutilezas. Su primera película era una road-movie que aprovechaba al máximo los despoblados paisajes australianos (la deuda con el western es obvia) y que planteaba un futuro tan cercano como cruel y sórdido, en el que los agentes de la ley deben enfrentarse a grupos de motoristas psicópatas de estética punk. Hoy en día, el planteamiento del film puede resultar ingenuo, pero cuando se estrenó en España, Mad Max fue estigmatizada con la clasificación S, que iba acompañada de un aviso: "Se advierte al público que este film, por su temática o contenido, puede herir la sensibilidad del espectador". La S se aplicaría mayoritariamente a títulos eróticos, pero también apareció en el cartel de alguna producción incómoda políticamente o de tema violento, que fue el motivo por el que se le aplicó a Mad Max. El remedio, como siempre en estos casos, fue peor que la enfermedad, y la letra maldita se convirtió en un acicate para el espectador con ganas de emociones fuertes.

Saltándose todo tipo de restricciones censoras como la española (a todas luces exagerada, por otra parte), la película se convirtió en un éxito internacional. Mad Max recogía el espíritu de títulos de serie B producidos por Roger Corman, desde La carrera de la muerte del año 2000 (Death Race 2000, Paul Bartel, 1975), con su ambientación futurista y sus persecuciones a tumba abierta, hasta Los ángeles del infierno (The Wild Angels, Roger Corman, 1966), protagonizada por un grupo de motoristas violentos y al margen de la ley. Frente a ellos, un justiciero de pocas palabras y gatillo fácil, al servicio de una ley abstracta y en un entorno hostil. Un personaje nuevamente conectado con el western (especialmente, con el Clint Eastwood de las películas de Sergio Leone) que irrumpía en la pantalla en un momento en que la violencia irracional se había convertido en tema de debate por el impacto de títulos como Deliverance (John Boorman, 1972) o Perros de paja (Straw Dogs, Sam Pekcinpah, 1971).

La generosa recaudación obtenida por el film propició una segunda parte rodada con más medios. Mad Max 2. El guerrero de la carretera (Mad Max 2. The Road Warrior, 1981) continúa utilizando los mismos escenarios naturales, pero comienza a crear el mito de manera mucho más consciente que su predecesora. Por un lado, acentúa las conexiones con el cómic de vanguardia de la época (especialmente, dibujantes de la revista Métal Hurlant como Philippe Druillet); por otro, articula un discurso más complejo, perfilando con mayor acierto un futuro post-apocalíptico en el que la gasolina es el bien más preciado. Max ya va por libre, no forma parte de ninguna fuerza policial, y se subrayan los rasgos que lo definen como un hombre atormentado por su pasado.

Las habilidades de George Miller no pasan desapercibidas, y Steven Spielberg le llama para participar en la película de episodios En los límites de la realidad (Twilight Zone: The Movie, 1983), donde comparte créditos con pesos pesados del fantástico americano del momento, como el propio Spielberg, John Landis y Joe Dante. El film era una adaptación al cine de la mítica serie de televisión creada por Rod Serling en 1959. Miller se encargó de revisitar la historia Pesadilla a seis mil metros (Nightmare at 20.000 feet), considerada la mejor del conjunto y basada en un relato de Richard Matheson, en el que un nervioso agente de negocios cree ver algo caminando por el ala del avión en que viaja. 

Miller queda satisfecho de la experiencia, pero no volverá a rodar en Hollywood hasta 1987, cuando se ponga al frente de Las brujas de Eastwick (The Witches of Eastwick). Antes, tenía que regresar a Australia y terminar el trabajo que había empezado, aplicando a Mad Max las enseñanzas que le había proporcionado formar parte de una gran producción estadounidense. Había llegado el momento de Mad Max. Más allá de la cúpula del trueno (Mad Max Beyond Thunderdome, 1985), una película de gran presupuesto, con Tina Turner como rival de Mel Gibson y un diseño de producción espectacular y sofisticado, que remite en muchas ocasiones a los universos estéticos de Frank Frazetta o Terry Gilliam, y que George Miller decir dirigir a medias con George Ogilvie.

Como en la segunda parte, una voz en off inicia la narración. La película es plenamente consciente de estar construyendo un relato de resonancias míticas. Nadie llama Max a Mel Gibson a lo largo del metraje. De hecho, se le conoce como El hombre sin nombre (de nuevo, como al Eastwood de Leone). El padre de familia de la primera película, empujado a la violencia por las circunstancias (profesionales, personales), se ha convertido, tras perder a sus seres queridos, en un espíritu errante y asexuado (no se le conoce relación afectiva alguna), de dimensión legendaria, condenado a vagar solo por el desierto de la historia. Los niños de la tercera entrega lo consideran su Mesías particular, una condición mística que se acentúa con su proceso de muerte y resurrección (escenificada como en un cuento de hadas) tras luchar por su vida en la cúpula del trueno.

La película se convertiría en uno de los títulos de mayor éxito de los ochenta, y su combinación de western y futurismo influiría en artistas posteriores como el dibujante Jamie Hewlett e incluso en películas españolas como Atolladero (Óscar Aibar, 1995). Ahora, tres décadas después, Mad Max regresa a los cines con nuevo rostro, sosias femenina (¿cuestión de corrección política?) y toda la espectacularidad que se le supone a una gran producción en la era digital. ¿Será suficiente para estar a la altura que exige la leyenda?

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