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CARTAS DESDE BOLONIA

Sáhara, cuarenta
años de soledad

JOSÉ MARTÍNEZ RUBIO. 13/04/2015 Un viaje a los campamentos de refugiados saharauis, cuando el conflicto con Marruecos parece definitivamente estancado

BOLONIA. "Felipe González ha sido el personaje más siniestro de la historia de mi país", me dijo el día en que nos conocimos. Se me quedó clavado como un puñal, el puñal que guardan los que sienten que la historia aún no ha terminado y siguen en pie de guerra esperando justicias más cercanas. Pausado, como hablan los que están acostumbrados a esperar. Irritante, como los que incomodan como forma de rebeldía. Así fue. A pesar de ello, de esa primera conversación y de esa primera frase, quizás por compartir lecturas de Vázquez Montalbán, nos hicimos amigos.

Años más tarde seguiría recordándoselo, la última vez en Smara, uno de los campamentos de refugiados saharauis al sur de Tinduf, mientras nos enseñaba las calles de arena donde pasó su infancia, los últimos calabozos para prisioneros de guerra marroquíes desmantelados en 2005 adonde llegaban los niños para tirarles piedras, la casa de su abuela, abandonada por la superpoblación que habría de alcanzar el asentamiento a lo largo de los años y trasladada a los confines del campamento, cada vez más desparramados por la nada del desierto.

Allí se instalaron provisionalmente huyendo de los bombardeos marroquíes en 1975. De las torturas. De las desapariciones. Lucharon contra la España colonial, hasta que la España colonial desapareció en 1975 mientras Franco agonizaba y Mauritania y Marruecos ocupaban el territorio. Los Acuerdos de Madrid del 76 pusieron fin a la dominación española y dio comienzo al conflicto internacional a través de la ocupación marroquí. Argelia cedió un territorio al sur para los refugiados, un lugar que nadie quería, del que no germina nada, desierto de piedras y arena. Y allí continúan esperando.

"Lo sentimos como una traición", me dijo, quizás sabiendo que el Partido Socialista de los ochenta era el más propicio para asumir la responsabilidad histórica que España mantenía con el Sáhara Occidental desde antes de la muerte de Franco. Pero como con tantas otras responsabilidades, Felipe confundió el posibilismo con el olvido. "La dirección no, pero los militantes socialistas o algunos eurodiputados como Andrés Perelló o Vicent Garcés nos han apoyado mucho", nos explicaron luego, considerando el socialismo como epítome de todo un país: de España siguen llegando cooperantes, madres y padres de acogida, mujeres y hombres especializados en ayuda internacional, colaboradores de proyectos educativos, sanitarios, políticos -las formas del compromiso son múltiples-, y mientras tanto, su diplomacia se desayunaba con Hassan II en otro tiempo y con Mohamed VI en este, y se atraganta con Aminatu Haidar. Desproporcionado.

Las señales son contradictorias: una semana Zapatero viaja a zona ocupada, avalando bajo el retrato del rey la ocupación marroquí y a la otra el juez Ruz procesa por genocidio a once altos cargos marroquíes tras una investigación iniciada en 2007 por Baltasar Garzón. En verano, centenares de familias acogen a centenares de niños dentro de programas de cooperación, mientras el general marroquí Housni Benslimane luce en su pecho la Gran Cruz de la Orden de Isabel la Católica, otrogada por el Ministerio de Exteriores español, al tiempo que existen fundadas sospechas de ser el que orquestó la campaña de detenciones, torturas y desapariciones de decenas de saharauis y de opositores al régimen de Rabat. Un muro de 2700 kilómetros atraviesa el territorio de norte a sur separando la zona ocupada de la zona liberada, un espacio sembrado de minas de procedencia española: según algunos cálculos, a cada saharaui le corresponderían dieciocho minas antes de volver a alcanzar la tierra de sus padres.

En Rabuni, en Smara, en El Aaiún, en Bujador, en Auserd, en el desierto de todos ellos la política internacional cae desde el cielo como un maná o como una condena, como el penúltimo clavo que cierra el ataúd de cerca de 200.000 personas que todavía resisten en tierra inhóspita. Sin luz, excepto en Bujador, sin agua, excepto cuando llegan los tanques y llenan las cubas; con una radio a pilas que recitará algún día las noticias que llevan esperando cuarenta años.

CUARENTA AÑOS DE SOLEDAD

Los aviones llegan de Orán o de Argel hasta el aeropuerto de Tinduf a altas horas de la madrugada. Tinduf es una ciudad militar y a partir de las diez de la noche nadie puede entrar ni salir de ella. No se pueden sacar fotos. Los aviones que llegan de enlace desde Europa no se mezclan en el aeródromo militar. Es la una de la mañana y aún tardaremos casi un par de horas hasta nuestro destino: tras el secuestro de tres cooperantes en Rabuni en octubre 2011 y su posterior liberación en julio de 2012, caso sobre el que planean todavía numerosas incógnitas al haberse desvinculado Al Qaeda de toda responsabilidad, las medidas de seguridad se han extremado.

Un convoy policial acompaña a cada uno de los vehículos que salen del aeropuerto. Las luces azules de las sirenas se pierden en la noche y los controles en la interminable carretera que atraviesa el desierto se realizan entre bostezos y consignas protocolarias. En cuanto nos instalemos, necesitaremos un permiso especial cada vez que queramos salir o entrar a cada campamento. A partir de las ocho de la noche se impondrá el toque de queda y no podremos movernos de allí, tendremos que pasar la noche en el lugar donde nos encontremos. Nunca podremos pasear a solas. Y cada noche, cuando se ponga el sol, un policía visitará nuestra jaima para verificar que todo está en orden. La seguridad de los cooperantes es crucial para la imagen internacional del Frente Polisario y del pueblo saharaui, y un calvario para los refugiados.

Un todoterreno espera con las luces encendidas. Nos acercamos con la camioneta y de la nada surge una sombra embozada en un turbante negro. La luna alumbra con una intensidad nunca vista. Y así abre los brazos y nos volvemos a abrazar en la noche. Nació en el año 82 y vivió en España casi toda su vida debido a una enfermedad respiratoria crónica. El desierto mata. Solo una delegación de médicos cubanos se mantiene de forma permanente desde la instalación de los campamentos, y han sido ellos, los cubanos, los que han mantenido el apoyo al pueblo saharaui, los que han dado residencia y formación en la isla a diversas generaciones de cubarauis y finalmente los que han mantenido viva la lengua española en el desierto: el Sáhara Occidental es el único país árabe donde se hablaba español como segunda lengua, por detrás del hasanía. Desde niño vivirá entre Valencia y el desierto, diseminando familia y amigos que solo verá en contadas ocasiones. Ha vuelto al desierto para casarse.

CÓMO SE VA A RESOLVER EL CONFLICTO

"Según ustedes, ¿cómo se va a resolver el conflicto?", nos pregunta tras una hora de reunión el rector de la Universidad de Tifariti. Recostado en los cojines de la jaima, secándose con su turbante verde el agua con que se ha limpiado la cara, las manos, los pies, mientras nos sirven el enésimo té de la mañana, nos ha estado explicando el proyecto universitario puesto en marcha en diciembre de 2012. La ONU ha emitido unas resoluciones que Rabat se niega a cumplir. Francia veta en el Consejo de Seguridad toda determinación hacia el pueblo saharaui. La Unión Africana se ha posicionado a favor de un referéndum de autodeterminación. Y en cambio, todo sigue igual.

Independencia, autonomía o integración en el Reino de Marruecos. Esas parecen ser las tres opciones de una votación que no llega desde hace décadas. Tras hojas de ruta fallidas, el mayor problema del Sáhara Occidental radica en el censo de población. Quién debería votar en un hipotético referéndum: los saharauis de zonas ocupadas, los colonos marroquíes que llevan años en el Sáhara Occidental, los saharauis de zonas liberadas, los refugiados que viven en los campamentos argelinos, los hijos nacidos ya en territorio argelino, los descendientes de familias de origen saharaui... el número de ciudadanos con derecho a voto bascula entre 70.000 y 200.000, y esta cuestión ha sido la clave para que Rabat aplace cualquier inicio de solución democrática.

Qué tierra consideran como propia los nacidos en los campamentos. Qué ocurrirá con las generaciones venideras, habiendo crecido entre el desierto y Tinduf, habiendo estudiado en Argelia, Libia y otros países africanos, sin haber conocido la antigua tierra de sus padres. Qué será de la capacidad de resistencia del Frente Polisario con un conflicto eternizado en las instituciones internacionales si el referéndum no llega nunca. La República Árabe Saharaui Democrática se debate, por un lado, entre la provisionalidad de los campamentos, del movimiento Polisario, de las instituciones gubernamentales, y por otro entre la instalación de agua, de luz o la construcción de centros educativos estables como la Universidad.

Hacer o no hacer. Vivir con la esperanza del retorno, con la nada que da el desierto, o habitar una tierra que podría ser definitiva. Ese es el dilema de la resistencia saharaui. Entre frase y frase deslizan una idea aterradora: nadie descarta que el conflicto eternizado pueda desencadenar una nueva guerra con Marruecos, esta vez desproporcionada. Atroz.

El mediodía alcanza ya una temperatura cercana a los cuarenta grados. En verano, dicen, el ambiente es insoportable. Las jaimas miran hacia el sur y abren sus puertas para que entre el viento, y con él la arena. Por la tarde los caminos se llenan de niños. Alguien saca un dominó y las horas vuelan hacia la noche. A la ficha del uno le llaman "pito", recordando que fue el idioma español el que llevó el juego hasta África. Aún quedan retazos de palabras.

El avión de vuelta despegará también de madrugada, y una finísima lluvia nos recibirá en Orán. Mucho antes, camino del aeropuerto las camionetas no podrán salir del campamento porque acaban de clausurar el Congreso Nacional de Mujeres Saharauis en Smara, el congreso con que se organizan las mujeres del interior y el exterior para resistir cada cuatro años y cuya secretaria general se integrará en el gobierno del Frente Polisario. Un último abrazo entre policías, melfas de colores, fogonazos de coches que bambolean por el desierto y mochilas de cooperantes que vuelven a casa.

En la despedida me da una última noticia cruel, la que lleva clavada a sus espaldas desde hace unas horas: su padre tenía DNI español y a él le acaban de denegar la nacionalidad española tras doce años de residencia. La provisionalidad, como cualquier otra maldición, también se hereda. Y yo no sé qué decirle.

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