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LA VUELTA DE UN MITO DEL ROCK

Bruce Springsteen lucha por seguir siendo importante

CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA. 25/01/2014 El rockero de New Jersey trata, a sus 64 años, de mantener su crédito con 'High Hopes'

VALENCIA. Sí, créanse el titular. Bruce Springsteen sigue tratando de permanecer en la brecha. No en el candelero de esos informativos en cuya presencia seguiría teniendo un hueco aún en el improbable caso de que se decidiera a editar un álbum de polkas panameñas, y que en nuestro país propicia situaciones tan divertidas como que una cadena privada otorgue el certificado de defunción a su fiel guitarrista Steve Van Zandt (seguramente confundiéndole con el finado saxofonista Clarence Clemons: algo así como la noche y el día). Sino en aquella esfera de relevancia según la cual la crítica especializada aún considera como protagónico el discurso musical de alguien, renuente a perder el tren de los tiempos.

Tan eternamente ignorado por esa pretendida modernidad que no se molestaría siquiera en escuchar con atención cualquiera de las obras magnas que despachó entre 1973 y 1984 como ciegamente venerado por una legión de fans irredentos generalmente incapaz de ver algo de lo mucho y bueno que hay más allá (el arquetipo Manel Fuentes, digámoslo alto y claro), el rockero de Freehold sigue luchando por no quedar sepultado por la actualidad y reducido a un mero vestigio de tiempos mejores.

En su favor hay que mentar varios factores. Ha probado suerte a lo largo de la última década con diferentes producciones, dentro de los límites que impone su estilo (sería absurdo pedirle a estas alturas una reinvención en toda regla). La accidental filtración previa a través de Amazon del contenido de su reciente High Hopes a través de la red no le ha impedido tampoco encaramarse al puesto número 1 de álbumes más vendidos en un buen número de países (con el Reino Unido a la cabeza).

Y ha cultivado durante todo este tiempo, especialmente en los últimos años, una nutrida agenda como voz autorizada del progresismo estadounidense más visible, ese cuya presencia cotiza en los medios: es notorio su apoyo a la causa demócrata desde hace décadas, así como su compromiso con las cuitas de los más desfavorecidos, siempre dentro de un civilizado y muy norteamericano orden ("We Take Care Of Our Own": "Cuidamos de nosotros mismos", rezaba el single de adelanto del concienciado Wrecking Ball de hace dos años) y su tendencia a gestos tan simbólicos como el que protagonizó en Santiago de Chile el pasado 13 de septiembre, interpretando el "Manifiesto" de Víctor Jara, en un gesto acogido con escepticismo por algunos y sentida emoción por otros.

Aún con todo, y asumiendo el montante de honestidad que puede albergar implícito su compromiso sociopolítico, seguramente se haya sobrevalorado a lo largo de estos años por su infrecuencia en las adocenadas coordenadas de la música popular que copa el mainstream. Su sentido de la responsabilidad no se ha desviado en ese sentido de lo políticamente correcto, abogando por unos cauces livianamente rojizos, que nunca han cuestionado el férreo sistema bipartidista norteamericano. Y su tradicional épica del working class hero, tan fértil durante años en el apartado creativo, resulta ya a ojos de muchos discutible desde la óptica de su acomodada posición en la escala social. Bien ganada por méritos propios, todo hay que decirlo.

No obstante, y como fiel consecuencia de lo fluctuante de una carrera que en los últimos tiempos alterna aciertos (The Rising, en 2002, Wrecking Ball, en 2012) con trabajos demasiado endebles (Working On A Dream, de 2009) y otros en exceso irregulares (Magic, de 2007), los comentarios que han circulado por la blogosfera y las redes sociales al hilo de su último álbum son francamente desiguales en sus valoraciones. Algo lógico, si tenemos en cuenta el carácter inevitablemente disperso de un trabajo que ha registrado diferentes estudios en cinco ciudades (de Los Angeles a Sydney), un par de productores (Ron Aniello y Brendan O'Brien) y distintas fases creativas para conformar su génesis.

De hecho, no es nuevo que Springsteen complete un disco a base de retales (temas nuevos junto a temas antiguos reinterpretados y hasta versiones, que en este caso son de The Saints, Tim Scott McConnell o el clásico de Suicide que interpretaba en su gira de 2005), pero sí resulta novedoso que facture un álbum en el que el relato resulta casi inexistente, una falta de narratividad o nexo común que choca en un compositor tan propenso a la epopeya rock. Sus seguidores cargan las tintas en las producciones voluminosas de sus últimas entregas, faenas de ingeniería sonora que aparentemente apenas dejan transpirar con naturalidad a sus canciones.

Pero lo que en puridad chirría en High Hopes es el desmesurado exhibicionismo de la guitarra de Tom Morello (Rage Against The Machine), nuevo escudero del de New Jersey, que a punto está de arruinar el indudable magnetismo de "Harry's Place", "Down On The Hole", "Heaven's Wall" o esa revisión eléctrica de la añeja "The Ghost Of Tom Joad".

Así las cosas, el balance de estas altas esperanzas ofrece un reflejo inquieto pero decididamente agitado, lejos del inmovilismo pero innegablemente falto de foco. Aunque poco importa desde el punto de vista de sus extenuantes directos, la versión que en mayor medida suele justificar la inversión en sus activos.

No hay aún fechas hispanas en su calendario, pero no deberían tardar en sumarse a su agenda, ya que la inmejorable relación que ha mantenido siempre con nuestro país (en especial con Barcelona, una de sus plazas predilectas: su ejemplar DVD del directo en el Palau Sant Jordi de 2002 inmortalizó el idilio para la posteridad) ha ido estrechándose en los últimos años en una suerte de democratización de su oferta. Ese concierto al que toda capital de provincia pujante debería aspirar. Hay incluso un libro (el recomendable Bruce Springsteen en España, de Jordi Bianciotto y Mar Cortés, editado por Quarentena hace dos años) que traza su historia.

Valladolid, Bilbao, Santiago o Gijón han ido añadiendo paradas a sus giras estatales, a las que tampoco ha escapado (afortunadamente) la Comunidad Valenciana, que le acogió en 2006 al mando de la Seeger Sessions Band (proyecto exuberante pero comparativamente menor) en el Estadio del Levante y en 2009 al frente de la E Street Band en el Campo de Fútbol de Foietes, en Benidorm, en dos sobresalientes conciertos. Porque es precisamente el directo lo que perpetúa el aura de inmortalidad de esa especie en extinción a la que representa, la aristocracia del rock de estadios que sigue empeñada en desafiar las más elementales leyes de la caducidad artística. Las más de tres intensas horas que duran sus ceremonias litúrgicas dan fe de ello.

Ah, y permítannos una licencia final, volviendo al estereotipado sesgo de los mass media con el que abríamos este artículo y sin que siente-ni mucho menos-precedente. No podemos por menos que vanagloriarnos de haber sorteado la tentación del lugar común: no habrán encontrado la palabra boss en estos dos folios de texto. Vaya, al final lo dijimos.

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