VALENCIA. Transcurridos diez años desde la firma de la Declaración del Milenio y a cinco de la fecha límite para el cumplimiento de los objetivos, hoy sabemos que la tarea de alcanzarlos está abocada a un fracaso rotundo. En algunos indicadores han habido avances notables, pero insuficientes. Se ha extendido la escolarización primaria, se han reducido las desigualdades de género en el acceso a la enseñanza y al poder político, ha caído la mortalidad infantil y se está reduciendo la incidencia de la malaria y de la tuberculosis.
En determinados países, particularmente en China e India, el avance en la lucha contra la pobreza ha sido enorme. Sin embargo, con las tendencias actuales la mayoría de países pobres tardarían decenios en cumplir la mayoría de los objetivos. Las regiones de África subsahariana y Asia meridional no lograrían la educación primaria universal hasta dentro de un siglo, y se requerirían más de cien años para alcanzar el objetivo relativo a la mortalidad infantil. Al ritmo actual, en América Latina la pobreza no se reduciría a la mitad hasta dentro de casi dos siglos.
Los Objetivos de Desarrollo del Milenio han movilizado voluntades y recursos a una escala sin precedentes, una razón suficiente para no desestimarlos. Sin embargo, estos logros no han bastado para garantizar su cumplimiento. ¿Por qué? Veamos lo que ha ocurrido en dos grupos de políticas que han ocupado un papel central en la retórica de los Objetivos del Milenio: la ayuda para el desarrollo y la liberalización del comercio internacional.
Por un lado, parece evidente que la voluntad política no ha sido tan firme como inicialmente se expresó. En los ámbitos de la ayuda y el comercio, ni las promesas relativas al incremento del monto de las donaciones ni la apertura comercial en sectores de especial interés para los países en desarrollo se han materializado plenamente. Por otro lado, existen dudas fundadas acerca de la solidez de las soluciones prescritas. La fe persistente en que las acciones de los países ricos pueden alterar crucialmente el destino de millones de personas pobres ha llevado a sobrestimar la capacidad de influencia de unas políticas necesarias, pero insuficientes.
La ayuda al desarrollo se ha situado en el centro de la estrategia de los países avanzados, sin que hubiera garantías de que esta fuera a tener efectos a gran escala. Por lo general, la ayuda económica ha resultado efectiva cuando se ha dirigido a fines puntuales, como en el combate de la viruela y otras enfermedades, la extensión de las técnicas contraceptivas o la escolarización. Sin embargo, su impacto a largo plazo sobre los niveles de vida ha sido más limitado.
Afortunadamente, desde los países donantes todavía puede hacerse mucho por mejorar la eficacia de la ayuda. Aunque muy lento, se avanza en la coordinación de los programas de cooperación, la transparencia en la gestión, la participación de los receptores, o la imprescindible y casi siempre ausente evaluación de impacto. Pero el impacto final sobre la reducción de la pobreza depende, en última instancia, de la calidad de la gestión de los propios receptores.
En el camino de la ayuda al desarrollo, frecuentemente los fondos pasan de estar bajo el control de los gobiernos competentes de los países ricos a estar en manos de gobiernos pésimos, por irresponsables, corruptos o incapaces; ejecutivos de tales características son la norma entre los países más pobres del mundo. Ante esta situación, queda abierto el interrogante de cómo distribuir los fondos: ¿deben dirigirse hacia los países capaces de hacer una gestión más eficiente, o hacia aquellos que enfrentan una situación de subdesarrollo más crítica?
También se ha cuestionado la pertinencia de otro de los grandes temas de la agenda del desarrollo, la liberalización de los mercados agrícolas y textiles. Es muy probable que la eliminación de los subsidios y aranceles en los mercados del norte beneficiara sobre todo a países de ingresos medios y altos, y tuviera efectos ambiguos sobre la pobreza mundial. Los ciudadanos de los países ricos se ahorrarían las subvenciones a la agricultura, y accederían a alimentos más baratos, al tiempo que numerosos países, de ingresos medios y bajos, se beneficiarían del acceso a nuevos mercados y el incremento de los precios mundiales de productos diversos.
Sin embargo, muchos de los países más pobres son importadores netos de alimentos, y gran parte de sus poblaciones podrían verse afectadas negativamente. Pequeñas subidas del precio de los alimentos pueden suponer un grave perjuicio en sus condiciones de vida. En cualquier caso, siguen abiertos los debates entre quienes llaman a una liberalización del comercio sustancial y recíproca y aquellos que defienden la necesidad de dar un trato comercial especialmente favorable a los países con menores ingresos, otorgándoles una ventaja frente a aquellos de ingresos medios y altos.
La falta de voluntad por parte de los países ricos para hacer concesiones relevantes se ha manifestado de forma nítida en ámbitos como el de los derechos intelectuales, persistiendo hoy leyes que limitan el aprovechamiento de las tecnologías y el acceso a medicamentos básicos por parte de los países pobres. Ha habido una permisividad letal en ámbitos como la venta de armas a países en conflicto, el comercio ilegal de minerales o los paraísos fiscales, que resguardan las fortunas de gobernantes corruptos...
Existe, en definitiva, un amplio margen de mejora en diversos frentes, y avanzar en todos ellos es un deber urgente que los países ricos no pueden eludir. Sin embargo, no hay que olvidar que la mayor parte de la responsabilidad recae sobre los propios gobiernos de los países en desarrollo. Enfrentan una tarea que no podemos hacer por ellos.
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(*) José Vila-Belda Montalt es licenciado en Sociología y máster en Desarrollo, Integración e Instituciones Económicas. Becario de investigación de la Universidad de Valencia
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