MADRID. La acción política gira en torno a dos ideas: ajustes y reformas. Los primeros son el alimento que unos voraces mercados reclaman de forma inmediata para seguir prestando dinero a España. Las segundas también forman parte del menú financiero, pero su digestión requiere un plazo más largo. La agenda del Gobierno se desgrana en cada Consejo de Ministros viernes tras viernes, mientras la sociedad española asiste con el corazón en un puño, mano cerrada que aún no ha expresado realmente la indignación que acumula, a la sucesión de medidas -ajustes en unos casos, reformas en otros- que emanan de un poder nacional parcialmente sometido, más por obligación que por devoción, a los dictados de la Europa calvinista.
Los españoles hemos asumido que ajustes y reformas son imprescindibles para superar la crisis económica. Esperamos que el Gobierno se responsabilice de la mayor parte de la tarea y ejerza el liderazgo que las circunstancias exigen. Y confíamos en que ese mantra en que se ha convertido el cambio del modelo productivo deje de ser una mera formulación y extienda sus efectos sobre la economía, muy particularmente sobre el empleo.
Al asumir, esperar y confiar estamos pensando a través del viejo modelo, muy dependiente de la decisión política y la acción económica de las Administraciones Públicas. Por más que nos digan que el principal problema del país es la deuda privada, que supone dos tercios del total patrio, la agenda sigue muy concentrada en el endeudamiento público, que superará el 70% del Producto Interior Bruto (PIB) al final del ejercicio en curso. Es decir, seguimos pensando en términos de economía y sociedad asistidas.
El Gobierno debe liderar la agenda reformista, que tiene una vertiente pública y otra privada. Sin embargo, la reforma más importante descansa en la sociedad, concebida como la suma de individuos unidos por el interés general.
La reforma que tiene auténtico poder de transformación es la moral, y ésta ha de expresarse en un doble sentido: regenerar la confianza y la autoestima internas, esenciales para asumir los sacrificios como parte de un proceso que necesariamente tiene un final feliz; y recuperar los valores que garantizan el ordenamiento ético y el equilibrio social.
A esta recuperación se refería Victoria Prego en su artículo del domingo en El Mundo: "Echando así, por encima, una primera ojeada sobre el país, lo que se ve es un panorama confuso y desenfocado en el que asoman irresponsabilidades, abusos, agresiones y desvergüenzas. Y no se vislumbra un signo de recuperación, no ya económica, sino meralmente moral, que nos permita pensar que España se endereza porque tiene la voluntad y la determinación colectivas de hacerlo".
Episodios como el del Rey en Bostwana, la falta de explicaciones del presidente del Tribunal Supremo, Carlos Dívar, acerca de sus viajes supuestamente privados a Marbella sufragados con dinero público, o la ausencia de responsabilidades en el enorme agujero descubierto en Bankia, abonan la tesis de Victoria Prego y de otros muchos periodistas que, en su condición de observadores de la realidad, asisten atónitos a una ceremonia de confusión caracterizada por el relativismo moral.
"Todos pierden con Dívar", afirma Julio M. Lázaro en su crónica al describir el hasta ahora soterrado conflicto entre magistrados que acaba de aflorar en el Tribunal Supremo. Realmente todos perdemos, no sólo la reputación del alto tribunal, sino los ciudadanos al intuir el abuso, al constatar el fútil enfrentamiento, al interpretar los alineamientos en clave partidiaria, al comprobar la politización de la justicia.
La sociedad tiene que canalizar su indignación a través de las instituciones, a las que también hay que regenerar para que recuperen el crédito y el respeto del pueblo soberano. La soberanía es una responsabilidad que no sólo se ejerce votando, sino reclamando un retorno a las primeras páginas de los valores que garantizan la convivencia y el progreso.
La sociedad, articulada en torno a sus instituciones privadas, debe reclamar a las públicas que practiquen con el ejemplo, que lideren un discurso con más verbos y menos adjetivos, que hagan y dejen hacer, que sean intolerantes con el abuso e inflexibles con la corrupción, que sean transparentes en el uso de los recursos y en la toma de decisiones... que sean como han de ser, como nunca debieran haber dejado de ser.
Todos los ajustes y reformas no lograrán transformar el modelo sin el convencimiento de que el cambio más importante no está en el bolsillo de los ciudadanos, sino en su comportamiento. Sin el retorno a la ética no habrá reforma que valga.
_____________________________________________________
Jose Manuel Velasco es experto en comunicación, presidente de la Asociación de Directivos de Comunicación y autor del blog Fábulas de Comunicación
No es optar entre soluciones de izquierda o derecha, es decencia o indecencia
Quisiera insistir, aunque hasta cierto punto lo señalas, que la ética no es algo que se puede decir sólo de los individuos sino también de las instituciones. Los primeros pueden ser más o menos virtuosos pero las segundas pueden tener más o menos calidad (por ejemplo, pueden ser más o menos justas)
Tu email nunca será publicado o compartido. Los campos con * son obligatorios. Los comentarios deben ser aprobados por el administrador antes de ser publicados.