En los medios de comunicación se tiende a representar este tipo de asuntos en clave partidista, como una especie de partido de fútbol en el que unos ganan y otros pierden. Y cierto es que se pueden hacer las cuentas del resultado de la contienda en ese sentido.
Por ejemplo, se puede medir el nivel competencial que tenía Cataluña antes de la reforma y el que finalmente tendrá después del pitido final del Tribunal Constitucional. Probablemente estaremos todos de acuerdo en que Cataluña ahora tiene más competencias que antes pero menos de las que deseaba al iniciar este proceso de reforma.
Otra forma de leer el resultado de la batalla tiene que ver con el reparto del poder entre los partidos políticos contendientes antes y después de la reforma, esto es, quién gana y quién pierde en términos electorales. Habrá que ver, pero lo que es seguro es que hoy ésta es la principal cuestión que se juega en los medios: tomar posición de cara a las próximas elecciones, primero, autonómicas en Cataluña y, después, generales en España.
Y supongo que entra en la lógica de las cosas que la opinión pública y publicada se recree en este tipo de debates. Pero no es menos cierto que dejan oculto lo fundamental, el hecho de que no se ha resuelto el problema político de fondo: el necesario ajuste adecuado, pacífico y estable de Cataluña en el Estado español. La reforma, pese a sus méritos -que también los tiene-, en lo fundamental no ha servido para nada.
En España tenemos un gran problema de estructuración territorial. Es cierto que la transición democrática, para nuestra fortuna, configuró una salida pactada a ese problema que concito un gran consenso político y social. Sin embargo esa salida quedó abierta a diversos desarrollos posibles. Las tensiones resultantes han estado presentes desde entonces si bien, de alguna forma, contenidas por el modélico comportamiento de la clase política catalana. Pero no por ello las tensiones han dejado de estar presentes.
La reivindicación de más poder para las autonomías y, en especial, para la catalana como parte sustancial del actuar político partidista ha sido una constante de nuestra reciente historia democrática. En ese sentido la reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña se presentaba como la oportunidad de renovar el gran acuerdo de 1979 con un pacto más avanzado que diera respuesta a una nueva coyuntura con nuevos condicionantes políticos, económicos y sociales. Y de hacerlo desde el consenso. Esa es la gran oportunidad perdida.
¿Responsables? Todos, unos por acción y otros por omisión. El caso es que el pacto dejó fuera a un actor político fundamental, quizá no en Cataluña pero sí en el resto de España, el Partido Popular, y los contendientes se aprestaron a presentar batalla.
El colmo de los despropósitos es que el arma elegida para el duelo ha sido la jurídica pretendiendo solucionar por esa vía un problema que no es jurídico sino político. Resultado: una sentencia que no resuelve nada. Tiempo habrá para leerla con detenimiento y, seguramente tendrá fundamentos jurídicos de extraordinario valor junto con otros blanco de la crítica de la doctrina. Pero ese no es el problema.
Diga lo que diga la sentencia, el resultado salta a la vista. El nuevo Estatuto de Cataluña ya no contenta a nadie. A unos porque no era el suyo, a otros porque se lo han recortado pese a la voluntad manifiesta del pueblo catalán. De hecho todos y cada uno de los actores en liza encuentran ahora razones para defender sus puntos de partida en el debate territorial con más vehemencia que nunca. Unos llaman fascistas a otros; los que no, se declaran más independistas que en el pasado. Así las cosas, lejos de cerrar el debate territorial, este proceso ha contribuido a darle más argumentos.
En el fondo el problema no es de la clase política catalana, ni de la mayor o menor legitimidad de los miembros del Tribunal Constitucional, ni del espíritu centralista que anida en el Partido Popular. Es un problema ínsito en nuestra Constitución. En 1978 seguramente se hizo todo lo que se pudo, pero hoy día estamos condenados a no salir de ese debate permanente si no se cierra definitivamente la estructura federal del estado español. Y para eso hace falta liderazgos con altura de miras y proclives al consenso: en Madrid y en Cataluña, pero esa es otra cuestión.
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(*) Joaquín Martín Cubas es profesor de Ciencia Política de la Universidad de Valencia
Esoy completamete de acuerdo. A ver si se difunde Yo lo voy a intentar
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