VALENCIA. Comencemos por precisar que en sentido democrático y constitucional, la legitimidad monárquica es equivalente a la de las ideas de que España es un estado social, que el Estado se divide en comunidades autónomas, que la libertad de expresión es un derecho fundamental, que es legítima la propiedad privada, que los miembros del Congreso se eligen por sufragio universal, o que los sindicatos son los representantes de los intereses de los trabajadores.
Más allá de la teoría, hay otras ventajas de tipo práctico. La gran ventaja de la monarquía es que se limita a representar el contenido de la Constitución, no a sorprendernos con una interpretación política del mismo para cada día. Las fuentes ideológicas del Estado deben ser siempre revisables, pero en ciclos razonables de maduración democrática y a salvo siempre de intentonas y calentamientos populistas, normalmente de signo ultraconservador.
Pero hay más. Dado que la identidad de cada uno de los miembros de la familia real no está contenida en las urnas de cada una de las legislaturas, la monarquía está a salvo de ese mal tan corrosivo de la higiene demócrática que es la prepotencia penal de raíz electoralista. Es objetivamente saludable que -estando a salvo la representatividad democrática de todas las políticas públicas- la continuidad del Estado y el arbitraje simbólico entre sus poderes no pueda desviarse por la tentación de dicha soberbia.
Cada día nos damos más cuenta en todas partes de que la autenticidad democrática exige mucho más que democracia formal y de que la calidad democrática es incompatible con ciertas formas de populismo y de impunidad electoral. Pues bien, la democracia formal es el único argumento esgrimido por infinidad de partidarios republicanos, que ni reconocen que la monarquía es el resultado un proceso de democracia formal sociológicamente muy postrefrendado, ni ahora van a querer reconocer que el comportamiento de la Corona está siendo democráticamente mucho más ejemplar que el de infinidad de cargos electos.
A diferencia de lo que es habitual en supuestos de corrupción, la Monarquía no ha reaccionado denunciando una persecución política, ni insultando al fiscal, ni poniendo en cuestión la actuación de los jueces, ni apelando al apoyo popular para justificar sus presuntos ilícitos. Si la Corona actuase con las claves habituales de ciertas formaciones políticas, a Iñaki Urdangarín le acabarían de conceder otro par de Grandezas de España, le hubiesen montado cenas homenaje, la nobleza le habría acompañado en tropa a declarar a los juzgados y hubiera entrado al juicio con gafas de sol y saludando.
Luego hay quién tiene la creencia de que la legitimidad de cualquier institución está basada en la incorruptibilidad de sus miembros. Es como si cada vez que un juez fuese condenado entrase en crisis el fundamento del Poder Judicial, o como si cada vez que un concejal fuese encausado hubiese de ponerse en cuestión la autonomía municipal.
Pero esa creencia es antropológica, jurídica y políticamente tan ridícula que ni siquiera merece ser comentada. La confianza ciudadana en la dignidad de las funciones públicas no deriva de la infalibilidad moral de las personas que las ostentan, sino de la credibilidad de los mecanismos de represalia cuando esas personas rebasan ciertas líneas.
En lo que respecta a las actividades de la Casa Real, a día de hoy lo único que puede comprobarse es que la credibilidad de esos sistemas se ha visto reforzada. La jugada mediática de la monarquía es demostrar a la sociedad no sólo que la familia real está expuesta a los rigores ordinarios de la jurisdicción sino que llegado el punto, no reacciona en su contra con ataques de corporativismo y se doblega frente a ellos, claudica y los acata.
Más allá de su efectismo mediático, los oscuros negocios del Duque de Palma no entrañan el germen de ninguna impugnación constitucional y responsablemente, nadie debería convertirlos en una prioridad, ni en una emergencia nacional.
Los progresistas democráticos de gran pureza y sensibilidad social, también deberían reparar en si promover ahora un acoso a la monarquía, e inducir la consiguiente situación de inestabilidad constitucional y división social, no dará al traste con los sacrificios fiscales y hará inútiles los sufrimientos de los duros ajustes ante la reacción suculenta de la prima de riesgo.
La cuestión políticamente acuciante del país, lo que de verdad importa, es cómo encauzar todas las energías y los talentos de la nación en una lucha encarnizada contra el desempleo, cómo ejecutar la salvación y el fortalecimiento de nuestro sistema público de bienestar, y cómo rescatar -a través de medidas muy enérgicas en favor de nuestra eficacia y nuestra competitividad- a una generación de jóvenes que se encuentra de camino hacia la indigencia.
Ese el escenario real y el esfuerzo decisivo respecto al futuro de España. No el desencadenar un debate abismal que actúe como coartada, entre nuestros agentes de opinión pública y de acción institucional, de que hablamos de algo cuando en realidad no hablamos de nada.
Con opiniones como estas, se pude justificar cualquier cosa. decir que hay mayores males... es un a autentica uinsentatez. Nada es peor en la Sociedad que la corrupcion y la falta de confianza. O quizas si ha algo peor. - La complacencia -
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