VALENCIA. Era la primera que vez que visitaba el centro de formación de la Federal Deposit Income Corporation (FDIC) en Arlington (Virginia), una construcción moderna y funcional, muy del estilo de los grandes edificios de Washington DC. Desde un principio, me impresionó el amplio despliegue de seguridad que acompañaba a lo que, al fin y al cabo, no era más que una reunión académica, que congregaba a expertos en economía financiera, en torno al polémico asunto del gobierno corporativo en la industria bancaria. Yo debía exponer un trabajo sobre los efectos de la desregulación en las cajas de ahorros españolas, cuyas perspectivas empezaban a ser sombrías en aquellos momentos (septiembre de 2009).
Concluida mi exposición y atendidas las preguntas de la audiencia, el moderador dio paso a un trabajo de investigación sobre la política contable de los bancos norteamericanos después de la debacle de Lehman Brothers. No les ocultaré la pasión que siento por la ciencia contable y el complicado juego de intereses particulares que aflora en la elaboración de las cuentas anuales de las empresas. En el caso del sector bancario, la cuestión es todavía más interesante porque la política contable de las entidades financieras afecta de lleno a su ratio de capital y, por tanto, tiene potencial suficiente para evitar (o desencadenar) por sí sola la intervención de un banco en dificultades.
La presentación corría a cargo de Luc Laeven, investigador del Fondo Monetario Internacional. El trabajo ponía de manifiesto que la calidad de la información contable emitida por los bancos norteamericanos estaba disminuyendo rápidamente. En consecuencia, el autor exhortaba al supervisor a redoblar los esfuerzos para que las cuentas anuales reflejaran la imagen fiel del patrimonio, la situación financiera y los resultados de las entidades de crédito.
Aquellos eran días complicados para defender un endurecimiento de las normas contables en los Estados Unidos. Desde el sector bancario se consideraba que la contabilidad de los instrumentos financieros a valor razonable estaba obligando a liquidar posiciones abiertas en los mercados, por miedo a reconocer pérdidas crecientes en el resultado del ejercicio. Y ello, a su vez, estaba generando mayores caídas en el precio de los activos financieros. En el fragor de la discusión, el director de investigación de la FDIC preguntó:
-"¿Debemos llevar hasta el final la aplicación del Fair Value?"
-"Sí", contestó el autor del trabajo
-"Pero, entonces, declararíamos en quiebra al conjunto del sistema bancario de los Estados Unidos".
Tras unos segundos de reflexión, el autor del trabajo concedió:
-"Sin duda, esa no es una opción".
-"¿Ah no?" replicó irónicamente el director.
Todavía recuerdo la profunda impresión que me causó este breve intercambio de impresiones entre el hombre pragmático y el hombre teórico, en el que -como siempre- prevaleció la opinión del primero sobre la del segundo. Recuerdo especialmente bien la escena porque en los años que vendrían después, esta discusión, aunque en contextos diferentes y con personas distintas, volvería a repetirse en multitud de ocasiones. Por desgracia, siempre con el mismo resultado.
De hecho, precisamente para aliviar los efectos contables de la crisis de las hipotecas subprime, la Comisión Europea obligó al IASB a relajar la aplicación del valor de mercado a las carteras de activos tóxicos de los bancos europeos. Y precisamente para moderar los efectos contables de la debacle del ladrillo, el Banco de España relajó los criterios de reconocimiento de las pérdidas derivadas de los préstamos con garantía real. Eran intentos baldíos por negar una realidad que ha tardado demasiado en asumirse, un ejercicio de pragmatismo que, lejos de ganar tiempo, ha contribuido únicamente a prolongar la agonía del sector. Todavía hoy seguimos discutiendo sobre la necesaria recapitalización de los bancos europeos. Y todavía hoy, las pérdidas latentes del ladrillo habitan en los balances de las entidades financieras españolas, pendientes de un saneamiento que ahora es más costoso que hace unos años.
En los últimos meses, hemos asistido a la enésima reedición del eterno debate entre la teoría y el pragmatismo, en esta ocasión a cuenta del reconocimiento contable de las pérdidas derivadas de la tenencia de deuda soberana. El IASB -organismo emisor de normas contables internacionales- llevaba prácticamente un año avisando de la necesidad de ajustar el valor contable de la deuda griega a su correspondiente valor de mercado, algo contemplado en la IAS 39 sobre el deterioro de los activos financieros. Recientemente, el IASB había intensificado sus críticas hacia los bancos europeos, y era un secreto a voces que, antes o después, habría que reconocer las pérdidas derivadas de los títulos de deuda emitidos por la periferia de Europa.
Prácticamente igual que en aquella reunión celebrada en Arlington, Joseph Ackermann, CEO de Deutsche Bank, atemorizó al mundo afirmando que muchos bancos europeos no sobrevivirían a esta medida. Y Ángel Ron, presidente del Banco Popular, declaraba al diario El País que era absurdo recapitalizar a los bancos españoles por tener deuda de su propio país. Una vez más, los hombres pragmáticos nos advertían del peligro de la verdad. Nos intentaban convencer de la necesidad de continuar instalados en una ficción contable, sustentada en la creencia de que la deuda pública es un activo sin riesgo.
Pero, por desgracia, la deuda pública no es un activo libre de riesgo, como nos ha recordado a lo largo de esta semana la European Banking Authority. Y, por ello, los bancos más expuestos a la deuda pública emitida por los países periféricos deberán aumentar su capital. De un modo tardío e imperfecto, pero también inexorable, los hechos han vuelto a imponerse a la especulación. Ganan los teóricos, pierden los pragmáticos. Deciden los pragmáticos.
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(*) MANUEL ILLUECA, Universidad Jaume I e Instituto Valenciano de Investigacionbes Económicas (IVIE)
Enhorabuena por el artículo pero ¿quien ha salido perjudicado y beneficiado en esta crisis que ha socializado las pérdidas?.
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