No todos los días pueden verse imputados en un proceso judicial un presidente de la Generalitat, el vicepresidente primero del gobierno, el secretario general del partido mayoritario, su vicesecretario general y la tesorera de ese mismo partido por posibles delitos, según los casos, de financiación ilegal, delito electoral, delitos de cohecho propio o delito fiscal. Sea como sea, no hay duda de que estamos ante una crisis de inconmensurable gravedad para el sistema democrático valenciano.
Cierto es que a todos los afectados les asiste la presunción de inocencia y, en este lugar, pese a la acumulación de indicios en el mismo sentido, no tenemos por qué prejuzgar el resultado final del proceso judicial que ahora se abre. Pero eso no empece para señalar el deterioro que tales hechos suponen para el normal funcionamiento de nuestras instituciones y, en última instancia, de la propia sociedad a la que aquéllas se deben.
No se le oculta a nadie que el gobierno valenciano está paralizado cuanto menos desde que el escándalo estalló hace aproximadamente un año y que, por idénticos motivos, viene padeciendo de una acusada debilidad para afrontar los grandes retos que tenemos ante nosotros, léase: la crisis financiera, la debilidad de nuestras cajas, la necesidad de afrontar una decidida reestructuración institucional y administrativa junto a un fuerte recorte en el gasto público, por no mencionar otras medidas de gran calado económico y social como la perentoria reforma del modelo económico.
Si en una situación social y económica normal es del todo punto exigible la dimisión de los afectados, mucho más lo es en un momento en que se necesita un gobierno fuerte, dedicado, con criterio y capaz de impulsar los cambios y reformas necesarios. No se puede hacer descansar sobre toda una sociedad las consecuencias de unos comportamientos de los que sólo unos pocos pueden dar cuenta. Y mucho menos envolverse en una bandera que merece todos los respetos.
Pero bien mirado todo, no hay mal que por bien no venga. Esta puede ser una buena oportunidad para que una sociedad reflexione sobre sí misma. Y es que, acaso, más allá del específico problema que coyunturalmente afecta a un grupo de personas con responsabilidades de gobierno, existe otro problema de fondo que nos afecta a todos: el hecho cierto de que en la práctica los valores de nuestra sociedad -especialmente, el de la prudencia y la mesura- se han corrompido por la afluencia del dinero fácil, el lujo y la vanagloria.
Nada nuevo bajo el sol. Como antes en otros lugares y tiempos -los clásicos lo son, entre otras razones, porque retrataron magistralmente estos procesos-, durante algo más de tres lustros se concitaron en nuestra pequeña comunidad los vientos favorables de los fondos europeos, la desregulación del mercado del suelo, la apertura de los mercados por la globalización creciente de nuestros intercambios y de las comunicaciones, el enriquecimiento de otras sociedades vecinas con sus bolsillos repletos de euros dispuestas a gastarlos en nuestras playas y urbanizaciones... En la ruleta de la fortuna no siempre habían coincidido tirada tras tirada tantas bolas en el mismo número. Pero un jugador experimentado sabe que la suerte no siempre elige el rojo. A veces sale el negro. Y a nosotros nos ha salido.
Así pues, también resulta del todo punto necesario realizar una gran reflexión colectiva y, como Sísifo, volver a comenzar de nuevo la subida a la pronunciada rampa de la recuperación económica y -por los mismos motivos- ética con la carga de las responsabilidades compartidas a nuestras espaldas.
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(*) Joaquín Martín Cubas es profesor de Ciencia Política de la Universidad de Valencia
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