VALENCIA. We the People, o lo que es lo mismo, "Nosotros, el Pueblo", son las tres primeras palabras de la Constitución de los Estados Unidos de América y el lema con el que se manifiestan los seguidores del Tea Party. Este movimiento populista e intransigente echaba a andar hace apenas dos años y medio contra la clase política, el exceso de gasto público y a favor de la disminución de la presencia del Estado en la sociedad. Entonces, seguramente, ni sus activistas más entusiastas imaginaban la fuerza de su motín y su capacidad para convertirse en un grupo que, ahora, condiciona directamente la política del Partido Republicano e, indirectamente, la de todo el sistema político estadounidense.
El acuerdo del pasado 1 de agosto en la Cámara de Representantes salvó a Estados Unidos de la suspensión de pagos. Eso parece ser lo único bueno de un compromiso que no gusta a nadie. Los congresistas que lo han apoyado (174 republicanos y 95 demócratas), Obama, los expertos y los mercados lo consideran un mal acuerdo para salir del paso. La izquierda demócrata (95 congresistas) y la derecha republicana, vinculada al Tea Party (66 congresistas), han votado en contra.
Todo quedaría en una cuestión interna estadounidense, si no fuera porque la decisión frena la recuperación de la principal economía mundial y la nuestra. Las bolsas del mundo occidental la han recibido mal y eso ha debilitado, aún más, la confianza en las economías mediterráneas de la zona euro, que vienen sufriendo la falta de liderazgo alemán y la pasividad europea. En nuestro país, ha significado caídas históricas del IBEX 35 y una prima de riesgo por las nubes. Más dificultades para salir de la crisis.
Lo ocurrido en Estados Unidos es grave. Constituye el mayor éxito reciente de una fuerza populista en una democracia desarrollada y pone de manifiesto que, actualmente, el populismo es una de las principales amenazas de las democracias. Se dirá que el acuerdo cuenta con la oposición de los representantes del Tea Party; pero si eso es así es porque este movimiento no negocia, no reconoce las otras posiciones, no busca aproximaciones, sigue una lógica de todo o nada, y sólo entiende que ha conseguido un triunfo político cuando ha obtenido todos y cada uno de sus objetivos.
Como todo movimiento populista, el Tea Party se caracteriza por agrupar el malestar difuso de múltiples grupos sociales, por tener un discurso contrario a las elites políticas, económicas e intelectuales, y por proponer soluciones simplistas a problemas complejos. A todo eso se añade el aislacionismo, el gusto por los chivos expiatorios y la creencia mágica de que una vuelta a supuestos orígenes políticos y religiosos del pueblo o la nación son la forma de superar las contrariedades del presente.
El contexto es propicio. Una crisis con carácter estructural y sistémico, de larga duración y que cuestiona los fundamentos en los que se ha basado el sistema capitalista de los países occidentales en los últimos 30 años. Quienes la sufren, con más intensidad, son unas clases medias y bajas cada vez más empobrecidas y crispadas. Mientras las elites económicas, políticas e intelectuales no parecen dar respuestas adecuadas. Es un caldo de cultivo idóneo para este tipo de movimientos. Sólo hay que ver lo que ocurre en Europa.
Entre nosotros, las pulsiones populistas tienen tres manifestaciones, por el momento, contradictorias. Por un lado, la rabia contra las elites económicas y los grandes partidos de buena parte del 15-M; por otro, el avance, sobre todo en Cataluña, de los partidos xenófobos y contrarios a los inmigrantes negros, gitanos e islámicos; y, finalmente, el antielitismo chabacano de la televisión basura.
Hasta ahora, el 15-M tiene un discurso, una estética y una lógica que recuerda la tradición izquierdista. Quizás eso explica la oposición radical que ha recibido de la derecha más dura, el desconcierto que ha generado en el PSOE, los intentos de conseguir réditos políticos inmediatos de IU o el entusiasmo de viejos sesentaiochistas, desde hace años más que acomodados, y que, con discutible impostura, han tratado de reverdecer sus anhelos revolucionarios juveniles.
Sin embargo, hasta el momento, el 15-M sólo ha dado muestras de ser un movimiento difuso, producto del malestar social existente, impulsado mayoritariamente por jóvenes de clases medias con estudios superiores y futuro incierto, con una capacidad de movilización y de captación de la atención mediática notable y tics centralistas. Cuestiona el rendimiento social y político de nuestra democracia, se dice contrario al poder de los dos principales partidos y de la banca, y pretende la reforma electoral, limitar los privilegios de las elites políticas y económicas y fortalecer las políticas sociales. Muchas de sus críticas son razonables, las soluciones no tanto.
Pero, el movimiento puesto en marcha por el 15-M no es estático, está cambiando y, si la crisis sigue y llegan las primeras decepciones por lo poco conseguido con las movilizaciones, modificará sus formas, objetivos y las críticas a la partitocracia y a las elites de poder será más inclemente. En su seno, en una proporción difícil de delimitar, se desarrolla una lógica de acción populista que tiene elementos para seguir creciendo. No es casualidad que, en las manifestaciones del 15-M, como en las del Tea Party americano, sean tan frecuentes las pancartas en las que los manifestantes se autodefinen como Nosotros el Pueblo contra unos representantes políticos a los que no se les considera representativos.
El segundo foco populista es radicalmente distinto. Se da en fuerzas políticas constituidas y es todavía minoritaria. La expresión más significativa es el populismo xenófobo de Plataforma per Catalunya o España 2000. Son fenómenos con una capacidad política aún limitada, pero seducen a un porcentaje de ciudadanos cada vez mayor. Además, se corre el riesgo de que sea un discurso que pueda ser asumido por sectores del PP si tácticamente consideran que pueden ganar el apoyo electoral de sectores de clases bajas y medias-bajas, muchos de ellos antiguos votantes socialistas, que ven la inmigración como una amenaza, como acaba de ocurrir en Badalona, la tercera ciudad más poblada de Cataluña, ahora con el popular Xavier García Albiol como alcalde, después de una campaña electoral marcada por un discurso xenófobo.
El último de los espacios de los que se nutre el populismo en España está en las televisiones. No en el denominado el TDT Party, formado por las televisiones digitales de la extrema derecha española. Esas televisiones son, hasta el momento, deficitarias, minoritarias y elitistas en su discurso, concepción y personajes, y su único objetivo es demonizar a la izquierda, alimentar el discurso de la extrema derecha y elevar a los altares a los dirigentes de los sectores más duros del PP.
El foco populista y antielitista está en la televisión basura. Los Sálvame de turno que ensalzan las universidades de la vida y la incultura, que critican por los motivos más peregrinos a los políticos y aplauden que una concejala de Bienestar Social con dedicación exclusiva del Ayuntamiento de Manises, Noemí Martínez, abandone un aburrido Pleno municipal, en palabras de la presentadora, para acudir al programa en cuestión. Ni que decir tiene que la televisión se solidarizó con la concejala herida por las críticas recibidas por su iniciativa y el público del programa y los colaboradores la aplaudieron entusiasmados. Es una anécdota. Pero también es un síntoma de la fuerza de un tipo de televisión que consumen esencialmente los segmentos más bajos de la sociedad y que contribuye a exaltar la vulgaridad, las emociones más primarias y banales, y la idea de la separación creciente entre el pueblo y sus elites. Éste es, por el momento, un populismo cultural y social. Apenas si tiene características políticas, pero crea discurso.
Las tres expresiones populistas son muy distintas. Pero todas ellas alimentan críticas en la misma dirección. Todas inciden en la falta de capacidad de las elites políticas, económicas e intelectuales para escuchar al Pueblo y entender sus necesidades. Todas ellas tienden a hacer del Pueblo una abstracción uniforme y homogénea, no pluralista. Todas ellas apuntan soluciones fáciles y taumatúrgicas a los problemas.
De momento, son fenómenos nacientes y dispares. Puede que no lleguen a consolidarse. Pero, se puede dar una tormenta perfecta; es decir la continuidad de la crisis, la inhibición europea, un PP en el Gobierno central con mayoría absoluta y corriendo detrás de los mercados como toda Europa y Estados Unidos hacen actualmente, las comunidades autónomas (donde se gestiona el Estado de Bienestar en España) haciendo recortes en servicios básicos para el bienestar colectivo, y el PSOE en una situación de extrema debilidad tras las elecciones generales. Entonces, es muy probable que los populismos latentes estallasen y dieran lugar a formaciones izquierdistas y de extrema derecha con el Pueblo como bandera. Caricaturas del pasado, más que anuncios de futuro. Pero caricaturas peligrosas.
La fórmula Nosotros el pueblo es adecuada para los textos de las constituciones democráticas, pero fuera de ellas y en manos de grupos que tratan de apropiársela es contraria al pluralismo y, por tanto, peligrosa. Lo acabamos de ver en Estados Unidos, donde por tratar de imponer sus soluciones salvadoras un grupo de integristas ha estado a punto de asestar un golpe demoledor a la economía del mundo occidental y a las condiciones de vida de millones de personas en todo el mundo.
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