VALENCIA. En España hemos pagado y seguiremos pagando durante mucho tiempo las consecuencias de aquellos años de aparente felicidad económica. Las pagaremos en forma de desaguisado paisajístico, de colapso financiero, de paro estructural, de dificultad de acceso a la vivienda y de falta de imaginación territorial para dar con una alternativa.
Mucho se ha hablado sobre
cloud computing entre 2007 (en que
Google e IBM suscribieran un acuerdo conjunto de investigación después de constatar que ni las mejores universidades del mundo estaban preparadas para satisfacer sus complejas necesidades de investigación en cuanto a programación y servicios en la nube), y la última profecía de Steve Jobs, hace apenas unos días, anunciando una emigración masiva hacia la nube y el fin de la Era del PC.
La migración, lejos de ser metafórica parece bien real. Por ejemplo a finales de junio, I
ntercontinental Hotels Group anunciaba que 25.000 de sus empleados se mudaban desde las aplicaciones Office de Microsoft a los servicios ofimáticos de Google con base en la nube.
Sí hay, en cambio, un sentido en el que la expresión
cloud computing puede llevar a engaño, ya que la infraestructura tecnológica que presta servicio a la nube tiene una implantación física eminentemente territorial. O sea, que los servicios y aplicaciones de la nube ni están en estado gaseoso ni están en ninguna nube, sino que se alojan en una compleja red instalaciones y servidores que se construyen sobre esa misma base territorial en la que se materializó lo que Chipperfield calificaba de error patrimonial.
En Europa existe una cierta tendencia a medir nuestro grado de desarrollo digital solo en la medida en que somos usuarios competentes de la tecnología, dando implícitamente por supuesto que el mérito tecnológico y empresarial del diseño y comercialización de las aplicaciones es algo fuera de nuestro alcance respecto a lo que no estamos obligados a evaluarnos.
En cualquier caso hay que ser bien conscientes de que durante los próximos años la nube demandará del territorio un gran número de hectáreas inteligentes en las que residenciar y administrar buena parte de la información que ahora está alojada en alguno de los cientos de millones de computadoras y otros dispositivos que en el mundo desempeñan actualmente tal función de almacenamiento y administración.
Si la inteligencia colectiva de nuestra sociedad nos hiciese tan hábiles promoviendo PAIs tecnológicos como en su día lo fuimos con los inmobiliarios, tal vez encontraríamos alguna oportunidad de formar parte de la economía que viene. Una forma interesante de formar parte de la siempre deseada economía del conocimiento pasaría por integrarse en ese mercado del suelo inteligente que actuará como soporte del futuro de las aplicaciones digitales mundiales.
Paradójicamente la nube tiene los pies bien puestos en el suelo. Tal vez somos nosotros, en la cómoda apariencia de estar pisando tierra firme, los que en realidad estamos en las nubes.