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El sistema constitucional, ante sus límites

Por JOAQUÍN MARTÍN CUBAS. 01/05/2010

¿Quién controla a los controladores? Esta pregunta ha repiqueteado constantemente sobre la clave de bóveda de nuestros sistemas democráticos y nunca ha tenido una respuesta clara. Las grietas siempre han estado presentes pero pocas veces surge el martillo que resquebraje el edificio de libertades tan trabajosamente conseguido. Ahora bien, que esto ocurra rara vez, no lo hace imposible. Es por esta razón por la que debemos reflexionar con seriedad sobre el delicado momento que vive nuestra ya no tan joven democracia.

La democracia nació como forma de gobierno en la antigua Grecia del siglo V de nuestra Era y desapareció poco después ante su incapacidad para poner freno a su propia corrupción. Tucídides nos cuenta con precisión como el edificio democrático se sostenía a duras penas gracias a las habilidades de Pericles que, junto a una suerte de virtud cívica, actuaba como una especie de clave de bóveda que mantenía en equilibrio las furias de los intereses particulares. Muerto Pericles desapareció cualquier muro de contención y éstas camparon a sus anchas cuando los demagogos se hicieron con el poder en las asambleas democráticas. El régimen democrático tocaba a su fin.

Tan perjudicado quedó el gobierno democrático que sólo su convivencia con los principios monárquico y aristocrático en forma de república posibilitó un nuevo equilibrio precario para este tipo de gobierno. Pero ni siquiera el pacto alcanzado en torno a esa suerte de gobierno mixto, tal y como había preconizado por el sabio Aristóteles, pudo sostener el edificio frente al empuje de las pasiones y los interés particulares. Las virtudes republicanas y el equilibrio entre cónsules, senado y comicios de la plebe sirvieron de poco ante los anhelos de riqueza rápida asociados a la expansión territorial de la república. Tuvieron que pasar varios siglos para que, desde otras bases, se intentara recomponer el edificio de un gobierno popular.

Será la afortunada confluencia en la historia de numerosos cambios sociales, económicos, culturales y políticos los que permitieron un último intento de rehacer este tipo de gobierno. Pero ahora la clave de bóveda para sostener el nuevo edificio democrático se buscó en otro sitio. Pericles o el gobierno mixto iban a ser sustituidos por una combinación mágica formada por el estado de derecho, el reconocimiento y garantía de derechos individuales, la división de poderes, el gobierno representativo, el sufragio universal y el pluralismo social y político. Gracias a estas innovaciones institucionales y político-sociales, más de dos siglos después, seguimos viviendo en buena parte de los países occidentales en un régimen de libertades basado en el gobierno popular.

Pero las furias de la mitología griega siguen presentes acechando nuestro destino. Intereses particulares, pasiones y demagogos persiguen sus objetivos hoy como lo hacían hace veinticinco siglos y pueden aprovechar cualquier resquicio para conseguir sus propósitos. Y si nos esforzamos un poquito más, a fuer que lo conseguirán. En los últimos tiempos y especialmente en las últimas semanas hemos conseguido abrir demasiados flancos a sus ataques y todos en la parte más débil de nuestro sistema político. ¿Quién controla a los controladores?

Los constituyentes diseñamos dos órganos encargados de cerrar la clave de bóveda de nuestra democracia: por un lado, el Tribunal Constitucional como intérprete supremo de la Constitución y, por otro lado, el Consejo General del Poder Judicial como órgano de gobierno del poder judicial. Cada uno con sus particulares funciones pasaban a tener en sus manos un poder inmenso. Lo que la política no podía resolver quedaba en manos de los miembros de estos órganos. Como única garantía de su buen hacer se fijaba su extracción entre personas de reconocido prestigio y con una sólida carrera de desempeño profesional en el ámbito jurídico a sus espaldas; eso sí, elegidos, directa o indirectamente, por las fuerzas políticas del parlamento más representativas. Ante tamañas previsiones, los demagogos se retiraron en un principio a sus cuarteles pero con el tiempo, como tantas veces anunciaron los clásicos, fueron recuperando posiciones hasta conseguir que la elección de los miembros de estos órganos se ajustara a intereses particulares y no al interés general, que, consecuentemente, ha ido quedando desprotegido.

Y en esas estamos. El Tribunal Constitucional después de tres años no es capaz de dictar sentencia sobre la reforma del estatuto catalán; muchos de sus miembros están deslegitimados para dictar sentencia ya sea por defunción, recusación o prescripción del tiempo para el que fueron elegidos; y la elección de un nuevo tribunal se presenta como una alternativa imposible porque en su concreción está adelantada la decisión final del Tribunal sobre la cuestionada reforma estatutaria. El Consejo General del Poder Judicial sufre los mismos problemas de legitimación, exactamente por las mismas razones. Y, para colmo, un magistrado del Tribunal Supremo instruye una causa contra un magistrado de la Audiencia Nacional por hacer una interpretación del derecho que no se ajusta a la suya propia precisamente en relación a una causa que enfrenta a las malditas dos Españas machadianas.

Podemos criticar a los miembros del Consejo General del Poder Judicial o a los del Tribunal Constitucional, podemos vociferar contra el juez Varela, pero creo que erramos el tiro. El problema no está sólo en ellos, que también, sino principalmente en los que los eligieron creyendo que con cada nombre que colaban en la terna ganaban puntos en la carrera político-partidista. Madison defendió el gobierno representativo porque los elegidos estaban impelidos por el juego de los condicionantes político-institucionales y sociales a actuar de acuerdo con el interés general y no del suyo particular. Algunos de nuestros dirigentes y algunos magistrados hace tiempo que se olvidaron de estas enseñanzas y no han sabido cuidar el precario equilibrio constitucional. No se han dado cuenta que a estos órganos les hemos encomendado que guarden la esencia de nuestro edificio democrático tan trabajosamente conseguido. Su valor está por encima del regate corto o la victoria espuria del momento. Y ahora estamos en sus manos. De su capacidad de hacer valer el interés general del pueblo soberano depende nuestro destino. Puede que hoy o mañana se imponga una mayoría pero su triunfo, de seguir las cosas como hasta ahora, no será sobre los intereses particulares sino que será sobre la democracia misma. Triste destino el de los gobiernos populares si las furias de los demagogos consiguen sus propósitos.

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Joaquín Martín Cubas es profesor de Ciencia Política de la Universidad de Valencia

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1 comentario

moya escribió
03/05/2010 20:39

Muy bien, estoy de acuerdo. Pero el ciudadano votante, ¿qué puede hacer?

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