VALENCIA. Comienzo a estar ya un poco harto de que se acuse a los economistas, así en general, de que son incapaces de prever el futuro, y, por tanto, de poner remedio con suficiente antelación a los desastres que, periódicamente, se avecinan. Entre otras cosas, porque, para empezar, la economía no es una ciencia natural, en el sentido que Mario Bunge daba a este término, y, en consecuencia, no dispone de una caja repleta de leyes inmutables en el tiempo que puedan reproducirse a voluntad. La Humanidad, por mucho que nos empeñemos en ello, no se comporta como un enorme quirófano aislado y aséptico al que los economistas se enfrentan armados con un simple bisturí, por muy afilado que éste pueda estar.
En rigor, el comportamiento humano solo sería perfectamente previsible si éste siguiera siempre, y bajo cualquier circunstancia, unas pautas de estricta racionalidad, y, además, no surgieran en el futuro acontecimientos inesperados ("cisnes negros", en la terminología de N. Taleb) que forzaran a revisar por completo el planteamiento inicial, obligando a incluir la nueva variable en el modelo, ... y vuelta a empezar. Es por ello por lo que los economistas utilizamos muy a menudo la clausula Cæteris paribus (si todo lo demás permanece igual) para blindarnos ante las sorpresas de este tipo, y poder justificar así la enorme distancia que guardan, a menudo, nuestras hipótesis, con la cruda y compleja realidad.
Dicho lo cual, existen acontecimientos perfectamente previsibles, y, de hecho, previstos por muchos economistas, que, sin embargo, no son tenidos en cuenta por una buena parte de los responsables políticos y por una gran mayoría de la población; entre otras cosas, porque hacerlo significaría asumir de repente el fin de una era de expectativas de enriquecimiento "ilimitado", lo que nunca resulta agradable para nadie. Esto es, precisamente, lo que ha ocurrido en esta última burbuja inmobiliario-financiera, al igual que ya ocurriera con otras muchas burbujas en el pasado. ¿Quién quiere escuchar malas noticias sobre el futuro, proclamadas desde las "torres de marfil" de los economistas, cuando la realidad nos muestra, un día, sí, y otro, también, justamente lo contrario?
Naturalmente, una de las principales claves del asunto está en el hecho de que las decisiones últimas no suelen estar en la mano de los propios economistas, sino de los dirigentes políticos que deben ejecutarlas, lo cual, si bien resulta incuestionable desde un punto de vista democrático, no puede ocultar el hecho evidente de que algunas de las decisiones políticas en materia económica son demasiado "electoralistas", moviéndose, en ocasiones, en dirección contraria a los verdaderos intereses generales de la población a largo plazo.
A modo de ejemplo, recuerdo que hace tiempo que está perfectamente demostrado que el libre comercio favorece la especialización eficiente y el buen uso de los recursos, incrementando, a medio plazo, el bienestar general de las poblaciones de los países implicados; y sin embargo, puesto que, a corto plazo, perjudica a determinados colectivos (algunos muy bien organizados), se opta, en numerosas ocasiones, por políticas proteccionistas, que, dicho sea de paso, ningún economista defiende.
Ahora bien, aclarados tales extremos, también diré que, tal y como últimamente se esfuerzan en proclamar bastantes políticos españoles, no todos los economistas somos iguales. De hecho, hemos asistido en los últimos lustros a una eclosión, en mi opinión, desmesurada, de ideología disfrazada de teoría económica, que no dispone de soporte argumental o probatorio sólido, pero que ha logrado una gran popularidad, debido a que, sin saber muy bien por qué, sus vacuas propuestas se consideran ya verdades establecidas.
Es lo que ocurre, por ejemplo, con la tesis de que el empleo es un asunto que se dilucida fundamentalmente en el mercado de trabajo, o de que la gestión privada de los servicios públicos siempre es más eficiente que la pública, o de que el presupuesto del Estado tiene que estar equilibrado para evitar el endeudamiento, o de que la sanidad pública es más cara que la privada, o de que el Gobierno debe comportarse en las crisis igual que lo haría una familia media, o de que la equidad en la distribución de la renta y la riqueza, frena el crecimiento, o, en fin, de que la competitividad solo tiene que ver con precios y salarios bajos. Nada de esto es cierto (o, cuando menos, estaría aún por demostrar), pero a estas alturas del relato ¿quién se atrevería ya a discutirlo?
Y por último, está esa absurda obsesión mostrada últimamente por muchos economistas académicos al respecto de que, para adquirir la condición de verdadera Ciencia, la Economía debe expresarse a través de sofisticados modelos matemáticos; de tal modo que, a la postre, acaban siendo mucho más importantes los aspectos formales del discurso, que el potencial explicativo que éste tenga de la propia realidad a la que se dirige.
Como afirma Thomas Piketty en la introducción de su ya famoso libro, El Capital en el s. XXI, para justificar su vuelta a Francia, tras desarrollar una parte de su investigación en EEUU: "...Para decirlo sin rodeos, la disciplina de la economía aún tiene que superar su pasión infantil por las matemáticas y por la especulación puramente teórica, y a menudo, muy ideológica, a costa de la investigación histórica y de la colaboración con otras ciencias sociales. Los economistas está a menudo demasiado preocupados por los problemas matemáticos, de muy escaso interés, excepto para sí mismos (y su carrera profesional, añado yo)... Es una manera fácil de adquirir apariencia de cientificidad sin tener que responder a las preguntas más complejas que plantea el mundo en el que vivimos".
Resumiendo: ni los economistas somos videntes, ni tomamos las últimas decisiones que afectan a la vida de los ciudadanos, ni, desde luego, somos todos iguales. Y, por mucho que se intente repetir lo contrario, ello no lo convertirá, necesariamente, en verdadero.
Buen artículo, pero la crítica a las matemáticas, en tanto en cuanto son un instrumento, chirría. Otra cosa es, ciertamente, cuando se sacriliza...
Acertada lección de humildad sobre la ciencia económica. Que como muy bien reseña el autor en casi todas sus elucubraciones teóricas se apoya en la clausula caeteris paribus, lo cual es completamente incongruente con el actual mundo donde todo es por el contrario mutable.
Como gestor público fue honesto y brillante, como profesor excelente y como analista y articulista serio y riguroso. Espero que nos escriba alguna vez de la situación socio-económica del cono sur latinoamericano, tema que bien conoce.
Menos mal... algo sensato. Ya me da vergüenza decir que soy economista, y por otro lado si volviera a nacer volvería a estudiar la Económicas. Tenemos mucho que aportar, y sí hay mucha gente que habla de economía, sin embargo muchos no son economistas, y algunos se deben a la audiencia de un "late night", o a grupos con intetereses particulares...muy respetables.
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