VALENCIA. Puede afirmarse que estos últimos años han sido de extraordinaria fecundidad para la Ciencia Económica, y, en general, para todas las ciencias sociales. Si lo que nos interesa, claro está, es responder a las preguntas esenciales que determinarán el futuro de la Humanidad en su conjunto, más que a las razones por las cuales un día cae la bolsa, otro sube el dólar, y otro, en fin, estalla una burbuja de lo que sea.
Cuatro autores, y tres grandes debates derivados de sus tesis, son los principales responsables de ello. Por un lado, Daron Acemoglu (turco) y James A. Robinson (británico), respondiendo a la trascendente pregunta: ¿Por qué fracasan los países? Por otro, Thomas Piketty (francés), explicando las causas de la desigualdad creciente de la riqueza bajo el capitalismo en su ya best seller mundial: El capital en el S. XXI. Y, por último, Robert J. Gordon (estadounidense), sugiriendo la más que probable "muerte" de la innovación y el fin del crecimiento.
Por lo que a mí respecta, albergo pocas dudas sobre la bondad de las teorías propuestas por los tres primeros. Que el carácter y la calidad de las instituciones juegan un papel central en el desarrollo de los países, no solo parece algo evidente, sino que está avalado de manera casi indiscutible por el mapa de la distribución geográfica de la riqueza a escala planetaria, que Acemoglu y Robinson se han ocupado concienzudamente de rellenar.
Cierto es que la conclusión de que existe una estrecha vinculación entre política, instituciones y economía, puede no resultar una idea muy novedosa, pero su fundamentación argumental, con abundantes ejemplos en todos los continentes a lo largo de la Historia, le dota de una potencia explicativa pocas veces conseguida en el campo de las Ciencias Sociales.
Y, desde luego, parece bien fundamentada (mientras no se demuestre lo contrario) la tesis de Piketty, según la cual, en la medida en que las rentas del capital se han ido acumulando en el tiempo, a tasas de crecimiento mayores que las obtenidas para el PIB en su conjunto, la desigualdad, en los países regidos por el sistema capitalista, ha ido asimismo en aumento. Y, lo que es peor, continuará, si los gobiernos no lo remedian con medidas que el mismo Piketty propone (fiscalidad sobre la riqueza, entre otras muchas).
En el caso de Europa, además, estas últimas alcanzan una especial relevancia, si lo que se desea es conservar intacto el ADN de su modelo económico-social, además de alcanzar el principal objetivo de su Estrategia 2020: la consecución de un crecimiento inteligente, sostenible e integrador. No creo que sea muy difícil de entender que una desigualdad creciente en el conjunto de la población, ni es inteligente, ni es sostenible, ni, desde luego, resulta muy integrador.
En cuanto a la tercera teoría (asimismo, bien fundamentada) que vaticina el "agotamiento" de la innovación, y en consecuencia, la caída tendencial de la productividad, que es el principal motor del crecimiento a largo plazo, me encuentro, sin embargo, entre los escépticos, y tiendo a ser más partidario de las tesis de Joel Mokyr (estadounidense e israelita), quien es mucho menos determinista a la hora de aceptar que la innovación (y la productividad que de ella se deriva), tenga rendimientos decrecientes a largo plazo, a causa, según sostiene Gordon, de que las ideas más potentes en términos de productividad, y que cubren necesidades más esenciales de la gente (agua corriente, electricidad, coche, televisión, avión, radio, teléfono...), son aquellas que tuvieron lugar a finales del S. XIX y principios del XX y que luego se desarrollaron a lo largo de éste último.
La contraargumentación de Mokyr, que aboga por una más que probable aceleración de los procesos de innovación, se basa en tres pilares. El primero de ellos se refiere al carácter interactivo de la innovación: el progreso tecnológico no solo es consecuencia de los avances científicos, sino que también éste es la causa de nuevos avances.
El segundo, a la enorme caída del coste de acceso a la información, y por tanto, al más que notable aumento de la accesibilidad a las fuentes del conocimiento por parte de cualquier persona interesada.
Y tercero, el aumento de los incentivos institucionales orientados a la investigación y a la exposición pública las ideas científicas ("ciencia abierta"), provocando un proceso de retroalimentación positiva que multiplica sus impactos en todos los campos del conocimiento. (El lector interesado puede encontrar un interesante resumen de este debate Gordon-Mokyr, en el artículo de Luis Garicano: "El futuro de la innovación: dos visiones". El País, 14-10-2014)
A los cuales yo añadiría otros dos factores, que son, en mi opinión, igual de relevantes. De un lado, el elevado margen de aleatoriedad (casualidad) que suele acompañar a los fenómenos relacionados con los descubrimientos científicos, el desarrollo tecnológico, la innovación y el avance del conocimiento en general, lo que nos impide predecir el comportamiento a largo plazo de los frutos de ellos derivados, y, por tanto, de la composición de nuestra "cesta de la compra" futura, sea lo que sea que haya ocurrido en el pasado. También en la ciencia y la innovación, como ocurre con la economía, existen "cisnes negros".
Y por otro, que no debiera de olvidarse que no todos los aumentos de productividad se derivan de la innovación. La elevada intensidad de capital físico por trabajador empleado (K/L, en nuestros modelos) explica los altos niveles de productividad que alcanzan determinadas industrias, respecto de otras, de tal manera que pudiera ocurrir que la ralentización tendencial de la productividad no se deba al "agotamiento" de la innovación como sugiere Gordon, sino a la reducción de la proporción de bienes y servicios en el PIB cuya producción requiere elevadas intensidades de capital físico (como lo son, en gran parte, los ejemplos que cita dicho autor para apoyar su tesis).
En todo caso, estamos ante tres grandes teorías, capaces de generar tres debates esenciales, que afectan, estos sí, al futuro de la Humanidad. Cualquiera de ellas, por sí sola, mercería un premio Nobel de Economía, lo que, lógicamente, garantiza que nunca lo obtendrán; porque si hay algo que, de verdad, está totalmente agotado, es la capacidad de la Academia para detectar lo que es y lo que no es trascendente para los ciudadanos, a los que ésta ciencia lúgubre, según fue definida por Thomas Carlyle, debiera servir. Una lástima.
Brillant. Esta sèrie d'articles iniciada pel professor Garcia Reche tenen un alt valor. Unixen contingut teòric i divulgació cultural en el camp econòmic.
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