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VALENCIA. Parecerá irracional, pero esta es la única vez que me he alegrado de que se acabara el año; aunque eso signifique que pronto cumpliré uno más. Y eso que yo ya había previsto hace más de un lustro (no es presunción, está todo escrito) el desastre político que se avecinaba. O, más precisamente, el abismo en el que había caído nuestra democracia por culpa de quienes, ajenos al verdadero fondo del asunto, se dedicaban a parchearla sin dar muestras de preocupación alguna, centrándose unos (los socialistas) en mantener y ampliar los servicios públicos básicos y los derechos sociales de la población, haciendo honor a su condición ideológica de izquierdas; y centrándose otros (los populares) en la economía y en el crecimiento, bajo el supuesto de que la gente, en general, solo se interesa, a la postre, por las condiciones materiales de su existencia, y que todo lo demás (particularmente, su confianza en las instituciones y en la calidad del sistema democrático) está, de algún modo, subordinado a ello.

Una tesis, ésta última, muy cercana al marxismo clásico, que, en cierto modo, los hechos han corroborado. No olvidemos que tuvieron que pasar cuatro largos años de crisis para que surgiera el movimiento de los indignados, y tres más para que su derivación política (Podemos) tomara cuerpo real. En todo caso, se trata de una tesis (la de la preeminencia de la economía sobre la superestructura) que han abrazado sin reservas los partidos más conservadores europeos, y muy especialmente, el PP, siempre tan proclive a proclamar su enorme pericia en recomponer los platos rotos de las finanzas públicas que los socialistas suelen dejar como herencia; según su recurrente, y ya algo obsesiva, versión de los hechos.

He de decir, antes que nada, que, al contrario de lo que pensaba una gran mayoría de la población hasta la llegada de las tarjetas black, yo nunca he creído en ello. La "extraordinaria" gestión económica del tándem Aznar/Rato, desde 1996, hasta el 2000, incluyendo la entrada en el Euro, no necesitó en absoluto de grandes peripecias económicas. Bastó con vender, en poco más de dos años, todas las empresas públicas que el estado poseía (desde Indra hasta Argentaria; desde Gas Natural, hasta Repsol; desde Iberia a Tabacalera...), y obtener tres billones y medio de pesetas (21.000 millones de euros), utilizando éstas a continuación para reducir el stock de deuda y el déficit público, aligerando la carga de los intereses en el presupuesto. Es así como se cumplieron las condiciones de convergencia y, por tanto, la principal razón que explica el por qué entramos en el euro.

O sea, que aún a riesgo de exagerar un poco, puede decirse que la "excelente" gestión del dúo dinámico (político) que entonces dirigía los destinos de España, consistió en sacar a subasta, en una tarde, todo nuestro patrimonio público; eso sí, colocando al frente del mismo, una vez privatizado éste, a sus amigos, vecinos y conocidos para que la cosa no se les fuera de las manos. No estoy diciendo que no hubiera que hacerlo (aunque, desde luego, no de ese modo), lo que digo es que no es necesario tener un master por Harvard, para tomar una decisión tan de aritmética simple como fue aquella.

Un par de años después, en otra tarde inspirada, se produjo el otro gran hito histórico de la "enorme" gestión de la era Aznar/Rato: la liberalización de todo el suelo patrio. E voilà, el crecimiento a lomos de la burbuja inmobiliaria hizo el resto del trabajo. Y así, hasta la llegada de los socialistas en 2004, a quienes les bastó dejarse llevar cómodamente por la fuerza de la corriente iniciada para exhibir sus triunfos en materia económica. Y mientras tanto, el modelo productivo sin rumbo, la corrupción extendiéndose por doquier, y las instituciones democráticas derrumbándose, una tras otra, ante los perplejos ojos de los ciudadanos, quienes, todo hay que decirlo, únicamente empezaron a preocuparse seriamente por ello, cuando la profundidad y duración de la crisis, les "obligó" a enfrentarse cara a cara con las verdaderas causas de ésta.

Y en fin, hasta aquí hemos llegado. La crisis económica seguirá siendo, cómo no, uno de los principales problemas de los españoles (y de los valencianos, en particular) en 2015, como lo ha sido durante más de siete años, pero quien crea, como lo hace el PP, que esto se soluciona retomando poco a poco la senda del crecimiento perdido, se equivoca de raíz. A la mayoría de la gente ya no le basta con que la economía mejore; ahora quiere que también la política lo haga, y, de paso, que la democracia deje de ser esa broma de mal gusto en la que la hemos convertido todos; unos, por acción, y otros, por omisión.

Queramos, o no, se abre un tiempo nuevo. Con muchos riesgos, sí, pero también lleno de esperanzas. Ojalá acertemos, y esta sociedad logre ser, al finalizar este año que ahora empieza, y de una maldita vez, una democracia sólida, madura y pacífica, en la que el diálogo, la transparencia, y el trabajo bien hecho, le hagan acreedora de tan preciado nombre. Que así sea.

Dicho lo cual: feliz año a todos.