Contaba mi padre que estando él interno en un colegio de Campano dirigido por los seguidores de San Juan Bosco, tenía por costumbre el director del coro adornar la bandeja del puchero con una quijada de burro. Esta broma salesiana con evocaciones cainistas les recordaba a todos los niños las consecuencias últimas de la lucha de clases, a la vez que les advertía sobre los peligros de abandonar la disciplina impuesta por la Congregación. Durante mucho tiempo esta historia se pegó a mis sábanas, y persiguió mis sueños en forma de un coro de burros desmandibulados que rebuznaban al compás de una batuta con aspecto de quijada.
El presidente Rodríguez Zapatero tiene la responsabilidad de dirigir no un coro, sino el Gobierno de la Nación, y de tomar decisiones. Por votación popular, la sociedad española le ha contratado para ello, y le ha ofrecido un puesto de trabajo que consiste en gobernar. Por muy obvio que parezca, conviene recordar que las decisiones, incluso las de los buenos gobernantes, tienen consecuencias desiguales a lo largo del tiempo y sobre la población. Dicho de otro modo, no es posible contentar a todos en todo momento.
El buen gobernante asume el coste político que conlleva reconocer este axioma, toma decisiones pensando en mejorar las condiciones en el medio y largo plazo de la sociedad a la que sirve, y utiliza los instrumentos disponibles para redistribuir las ganancias entre los menos favorecidos en el corto plazo. El mal gobernante antepone su interés por permanecer en el puesto al interés general.
Existen tres versiones del mal gobernante: el que retrasa la toma de decisiones para evitar enfrentarse a la inevitable dimensión negativa de las consecuencias de su decisión; el que promete satisfacer los intereses de todos y cada uno, incurriendo en contradicciones constantes que lo incapacitan de facto para ejercer sus funciones; y el que utiliza su puesto para obtener un beneficio con actividades para las que no había sido contratado. Las dos primeras versiones convergen en la misma apática figura, la del gobernante inactivo.
Ejemplos de gobernantes inactivos los encontramos, por desgracia, con una extraordinaria alta frecuencia entre los políticos de cualquier signo, los rectores de las universidades y los dirigentes de las organizaciones sindicales, por citar tres ejemplos de colectivos cuyas decisiones terminan teniendo repercusiones importantes sobre una gran parte de la población. En un plano distinto, la última versión, la del gobernante corrupto, debería converger en el despido fulminante y, dependiendo del grado de corruptela, en la cárcel.
La inactividad es, por definición, contraria al progreso. No existen gobernantes inactivos progresistas, en el sentido literal del término, y algunos de los gobernantes más progresistas, aquéllos que con más vigor y acierto han defendido decisiones de calado, no encajarían en la imagen que las manos torpes de los escultores de la inmovilidad han tallado de este término. Un caso reciente de gobernante progresista fue Tony Blair en el Reino Unido y posiblemente lo termine siendo Barack Obama en Estados Unidos.
En España, como consecuencia de la actitud inactiva de nuestros gobernantes en materia económica durante las últimas tres legislaturas, se nos han acumulado los problemas. En las veredas de la senda por la que transitó la economía durante casi quince años se apostaron los palmeros del inmovilismo. La crisis nos llevó al final del camino y allí encontramos un muro levantado durante cada minuto de atonía, que nos impedirá seguir progresando. Al presidente del gobierno se le debería exigir algo más que la capacidad de levantar el cuello y mantener la compostura para ver cómo el muro se hace cada vez más alto. Es la hora de sujetar con mano firme el pico y el martillo de las reformas necesarias para abrir un hueco a la senda del futuro.
Por orden de importancia, y sin pretensión de ser exhaustivo, la primera gran reforma debería ser sobre la propia hispánica definición del estado de bienestar, para eliminar de la misma a los chupatarreros, rémora innegable en términos económicos para la inmensa mayoría de los beneficiarios. El sistema educativo en España necesita mucho más que una vuelta de tuerca. Lo que seremos a largo plazo como sociedad está totalmente determinado por el capital humano, que incluye la cantidad de educación y la calidad de la misma.
España falla en cantidad, pero sobre todo falla en calidad. Aumentar la calidad del sistema educativo, en todos sus niveles, es un reto complicado que requiere política de precisión, porque son muchos los factores de carácter intangible que la influencian. La reforma del mercado de trabajo es a todas luces inaplazable. España es la campeona de Europa de selecciones de fútbol. También lo es de destrucción del empleo y, a diferencia del fútbol, lo viene siendo durante todos los años de la democracia cada vez que ha tenido que jugar en recesión. El sistema de pensiones ha funcionado en nuestro país extraordinariamente bien, constituyéndose en uno de los principales activos de nuestro estado de bienestar. Es necesario mimarlo, y para ello se requieren ajustes que tengan en consideración los nuevos escenarios demográficos futuros.
La eficiencia y la eficacia de la Administración pública son manifiestamente mejorables. Se precisa remodelar el sistema de contratación y establecer incentivos a la productividad efectivos y discriminatorios entre los empleados públicos. El funcionamiento de los mercados de bienes y servicios tiene también mucha responsabilidad en la evolución de los precios y la endémica falta de competitividad de la economía española. Recuperar, de palabra y obra, la Agenda de Lisboa y acertar con la implantación de la Transposición de la Directiva de Servicios son aspectos fundamentales de esta reforma.
En definitiva, el Gobierno de España, como los buenos coros, necesita afinar en sus propuestas de reforma. Algunos ensayos recientes realizados sotto voce empiezan a sonar bien. El Presidente tiene que empezar a asumir su labor de director, corrigiendo a los que desafinan. No será fácil, se requerirá un cambio de actitud y un compromiso firme de buscar soluciones, abandonando perspectivas cortoplacistas. La sociedad española ha demostrado el suficiente grado de madurez como para reconocer que la rectificación se tiene que valorar como un mérito, pero también la suficiente inteligencia para saber que el contrato firmado con el gobernante público conlleva un coste de despido que es cero.
(Javier Ferri es profesor del Departamento de Análisis Económico de la Universidad de Valencia)
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