VALENCIA. En Hollywood tienen mucho tiempo libre. Es lo primero que se le pasa a uno por la cabeza cuando se entera de que a Will Smith se le ha ocurrido producir una versión afroamericana de Annie, la película dirigida por John Huston en 1982, que a su vez era una adaptación cinematográfica del musical homónimo de Broadway, basado en la tira cómica de 1924 creada por Harold Gray. Xe! ¿Això és precís? Pues parece que sí, porque la película en cuestión llega este fin de semana a las pantallas españolas. Y sin la prevista Willow Smith (la hija del amigo Will) como protagonista, sino con Quvenzhané Wallis, la niña nominada al Oscar por Bestias del sur salvaje (Beasts of the Southern Wild, Benh Zeitlin, 2012). Jamie Foxx es el millonario de buen corazón, Rose Byrne su secretaria y Cameron Diaz, la dueña del orfanato.
El engendro, en cuya producción también ha participado el rapero Jay-Z, lo firma Will Gluck, con una trayectoria que incluye Guerra de cheerleaders (Fired Up!, 2009), Rumores y mentiras (Easy A, 2010) y Con derecho a roce (Friends with Benefits, 2011), pero es lo de menos. Se trata de una película diseñada con escuadra y cartabón antes de que el director se involucre en el proyecto, cuyo único objetivo es el rendimiento en taquilla.
Su estreno americano, en navidades y con el público negro como target, tenía sentido. El español, en febrero y para una audiencia casi cien por cien blanca, es otro de esos misterios insondables que nos depara la distribución en nuestro país. Si nos dan a elegir, siempre nos quedaremos con Little Annie Fanny, la parodia erótica creada por Harvey Kurtzman y Will Elder para la revista Playboy, pero el estreno nos sirve para hablar de esa manía que tiene el cine de rehacer una y otra vez las mismas historias.
ORIGINALES Y COPIAS
Desde hace algunos años, es habitual leer y escuchar que el cine comercial estadounidense se basa casi exclusivamente en secuelas y remakes. Y no es una afirmación falsa, pero sí matizable. Porque tampoco es una tendencia reciente, ni mucho menos. Casi desde sus orígenes, la industria americana trató de sacar rendimiento a sus títulos de éxito prolongando las aventuras de sus protagonistas (la saga de Tarzán, por ejemplo) o reelaborándolas al gusto de las nuevas generaciones (los mitos del terror, sin ir más lejos).
Otra cosa es que algunos personajes o argumentos se hayan convertido en auténticas franquicias, que también. Pero la historia del arte (y el cine, a veces, lo es) se caracteriza, precisamente, por volver una y otra vez sobre los mismos motivos.
En el Museo del Prado se pueden ver juntas, por ejemplo, dos versiones de Adán y Eva, obra de Tiziano y Rubens, en las que resulta evidente que el segundo se inspiró en el primero (quien, a su vez, parece que tomó como modelo un grabado de Durero). "Gran parte de la historia de la pintura, prácticamente hasta el siglo XIX, está hecha de remakes, porque el repertorio de temas es básicamente el mismo. Esto tiene que ver principalmente con los clientes de los pintores que, durante siglos, hasta el XIX, fueron la iglesia, la monarquía y la aristocracia.
El arte siempre ha estado al servicio del poder. Hoy en día, para nosotros un buen pintor ha de ser innovador y original, pero antiguamente no era así, la originalidad no era un valor, se le pide que sea capaz de pintar lo conocido porque el arte, sobre todo religioso, tiene una función educativa y aleccionadora. Está hecho para ser visto y entendido por los fieles", explica Áurea Ortiz, una autoridad en la materia, autora de La pintura en el cine. Cuestiones de representación visual (en colaboración con María Jesús Piqueras, Paidós, 2004) y coordinadora del volumen colectivo Del cuadro al encuadre: La pintura en el cine (MuVIM, 2007).
La diferencia es que los remakes suponían a menudo retos para los artistas. "A los pintores les interesan los desafíos pictóricos y técnicos", continúa Áurea. "Por ejemplo, para Rembrandt y Caravaggio se trata del juego de luces y sombras, de ahí que lo desarrollen en temas de interior que repiten varias veces". Sin embargo, resulta complicado plantearse cuál era el reto al que se enfrentaba Gus Van Sant en Psycho (1998), cuando decidió revisitar Psicosis (Psycho, Alfred Hitchock, 1960), aunque teóricos como Jaime Pena lo consideran una reescritura realizada desde la perspectiva contemporánea, de tal modo que "el espectador actual no necesita de los subrayados característicos del estilo narrativo de Hitchcock, especialmente del recargamiento de la puesta en escena, que acumulaba información para ayudarnos a interpretar metafóricamente el relato sustituyendo lo que no se podía decir o mostrar". ¿Sí? ¿Seguro?
Quizá al cine le vaya mejor la metáfora que el enfatizado explícito, porque la mayoría de remakes con vocación modernizadora del original se caracterizan, precisamente, por su empeño en evidenciar de la manera más gráfica posible lo que eran sutiles sugerencias en las versiones previas. Y si volvemos a recurrir a los precedentes pictóricos, tampoco aclaramos las dudas. "Hay que tener en cuenta el aprendizaje", apunta Áurea.
"Se aprende a pintar copiando a los maestros antiguos. Lo habitual era que cualquiera que quisiera ser pintor o escultor viajara a Roma alguna vez en su vida para copiar y aprender de los grandes maestros. Esto se mantiene hasta la segunda mitad del siglo XIX. Todos los pintores copian o remedan o hacen remakes, si se quiere decir así. La historia del arte es un conjunto de artistas capaces de hacer obras maestras bellísimas y de llevar a cabo una renovación técnica y estética pintando los mismos temas de siempre, y un inmenso montón de copistas, más o menos habilidosos". El problema es que, en el cine, los habilidosos escasean.
SI ALGO ESTÁ BIEN, NO LO TOQUES
El remake no es un modo de aprender el oficio en el cine moderno, sino una manera de entrar en el negocio. Lo sabe el francés Alexandre Aja, que tras el éxito de Alta tensión (Haute tensión, 2003) fue captado por Hollywood y realizó Las colinas tienen ojos (The Hills Have Eyes, 2006) y Piraña 3D (Piranha 3D, 2010). Él se empeñaba en declarar que tenía proyectos propios a los que no podía dar salida porque (como a muchos otros cineastas europeos absorbidos por la industria americana) solo le ofrecían dirigir remakes, pero en cuanto ha tenido ocasión, él mismo ha escrito y producido el de otro clásico del terror: Maniac (Franck Khalfoun, 2012).
El género, carnaza para la taquilla, ha sufrido especialmente el síndrome de las reescrituras en los últimos años, no solo a base de nuevas lecturas de los clásicos de los setenta y ochenta, sino también mediante versiones americanas de títulos de otras latitudes.
El caso evidente son los recientes éxitos de terror asiático, como The Ring (Gore Verbinski, 2002). Como en cualquier país decente que respete la creación artística, en Estados Unidos no existe el doblaje pero el espectador norteamericano es perezoso a la hora de leer subtítulos, así que cuando una película es un éxito fuera de sus fronteras y se considera susceptible de serlo también allí, compran los derechos (Xe! ¿Serà per diners?) y ruedan su propia versión en inglés. Ha sido también el caso de títulos españoles como Abre los ojos (Alejandro Amenábar, 1997) o [REC] (Jaume Balagueró y Paco Plaza, 2007), ambos con resultados poco destacables: Vanilla Sky (Cameron Crowe, 2001) y Quarantine (John Erick Dowdle, 2008). De ahí que, cuando intuyen que un film puede ser un taquillazo, algunos directores patrios ya rueden directamente en la lengua del imperio.
Lo mismo ocurrió con la sueca Déjame entrar (Låt den rätte komma in, Tomas Alfredson, 2008), reconvertida por Matt Reeves (Let Me In, 2010). En este caso, la reescritura resultó curiosa. Reeves fue bastante respetuoso con el material original, aunque reubicó la acción en los represores EE UU de la era Reagan, mostrando una voluntad crítica que, paradójicamente, se volvió contra él cuando decidió autocensurarse y suprimir la única imagen de carácter sexual que contenía la cinta de Alfredson, quien había rechazado ocuparse del remake. Michael Haneke, por el contrario, sí aceptó dirigir la versión americana de su Funny Games (1997 y 2007), tan fiel como (por tanto) innecesaria.
Pero no solo del terror vive el remake, aunque muchos sean terroríficos. Baste recordar la absurda revisión de Sabrina (Billy Wilder, 1954) por parte de Sidney Pollack en 1995. O El planeta de los simios (Planet of the Apes, Franklin J. Schaffner, 1968) perpetrado en 2001 por Tim Burton, un cineasta muy poco atinado cuando se trata de reescribir (que le pregunten a Roald Dahl). Tampoco tuvo suerte King Kong en manos de John Guillermin (1976) ni de Peter Jackson (2005), por no hablar del atrevimiento de Kenneth Branagh en 2007 al intentar remedar La huella, de Joseph L. Mankiewicz (Sleuth, 1972), aunque en este caso resultaba interesante ver a Michael Caine encarnando al personaje con el que se enfrentaba en la primera versión. Otro sacrilegio, resuelto con mayor fortuna, fue el cometido por Jim McBride, que rehizo Al final de la escapada (À bout de souffle, Jean-Luc Godard, 1960) en Sin aliento (Breathless, 1983).
La lista sería interminable y seguro que en la mente del lector se agolpan otros títulos que han sido revisados con funestos resultados. Muchos de ellos, carentes originalmente de atractivo alguno (¿alguien pensaba en las Tortugas Ninja?). Pero también es justo reconocer que, en contadas ocasiones, el remake puede resultar interesante. Lo era, por ejemplo, el Solaris de Steven Soderbergh (2002), que se atrevió nada menos que con el intocable Andrei Tarkovsky (1972). O el Teniente corrupto de Werner Herzog (Bad Lieutenant: Port of Call-New Orleans, 2009), que evitó mirarse directamente en el de Ferrara (Bad Lieutenant, 1992) y creó una pesadilla propia.
Sin embargo, el caso más curioso de todos posiblemente sea el de La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasion of the Body Snatchers), sobresaliente en la versión de Don Siegel (1956), revisada de manera irreprochable en La invasión de los ultracuerpos (Philip Kaufman, 1978) y reinventada en Secuestradores de cuerpos (Body Snatchers, Abel Ferrara, 1993). Solo Invasión (The Invasion, Oliver Hirschbiegel, 2007), la última versión, no está a la altura exigida.
Pero en cine ya se sabe: Nadie es perfecto.
¡¡¡Qué alegría volver a leer a Aurea después de tanto tiempo!!! La única profesora en toda la carrera a la que le dedicamos un aplauso (de cinco minutos) al acabar el curso
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