VALENCIA. Desde que presentó su dimisión, el expresident Camps anda casi desaparecido. No se prodiga en público, ni siquiera en actos oficiales como la celebración del Nou d'Octubre, a la que asistieron todos los demás expresidentes. Tampoco realiza declaraciones públicas, si bien esto no resulta una novedad respecto a lo que era habitual durante su mandato. Desde que dimitió, de Camps no se sabe, no contesta.
Es algo hasta cierto punto lógico. Poco puede beneficiarle a Camps centrar la atención de los medios tras su caída. Y mucho menos le beneficia a su partido en plena precampaña electoral, por muy exitosos que se aventuren los resultados. De hecho, por eso, y no para depurar responsabilidades políticas, dimitió Camps: para no interferir en el ascenso de Rajoy a la presidencia del Gobierno español. Cabe esperar, en consecuencia, que mantenga un perfil bajo, que no se prodigue en público, y que espere pacientemente a ver si sus problemas judiciales se solventan, el PP vence en las Elecciones Generales y más adelante, tal vez, Rajoy recupere a Camps para algún puesto de responsabilidad.
Curiosamente, la estrategia de "desaparición" de Camps es compartida por el actual líder de la oposición, Jorge Alarte. Desde que se celebraron las Elecciones Autonómicas, Alarte mantiene una estrategia de perfil bajo en la que cada vez llama más la atención lo poco que se prodiga: no se conocen apenas iniciativas parlamentarias, ni declaraciones públicas dignas de mención por parte del líder del PSPV en los últimos meses.
Y, como ocurre en el caso de Camps, probablemente la desaparición de Alarte obedezca a una estrategia política coherente: intentar que las responsabilidades de la derrota electoral del 22M se diluyan ante el paso del tiempo y la previsible debacle socialista el próximo 20N. Esperar y ver, y sobre todo no llamar la atención, tras la mala imagen que dio Alarte en la noche electoral, en la que vino a decir que no dimitiría sólo para que la gente admirase su dimensión ética y su respeto a la palabra dada (Alarte afirmó en una entrevista que dimitiría si no mejoraba los resultados de Pla).
En apariencia, el expresident Camps y el líder de la oposición, Jorge Alarte, tienen muy poco en común; comenzando por el hecho de que Camps ha tenido que dimitir y ya no está en el primer plano de la política, mientras que Alarte sigue en él. De hecho, ambos apenas han coincidido en Les Corts, pues al poco de constituirse la nueva legislatura se produjo la dimisión de Camps. Tampoco tienen demasiado que ver en términos políticos, como por otro lado es evidente, más allá del apoyo a la Iglesia Católica que ambos predican (mucho más evidente en el caso de Camps; más llamativo en el de Alarte) y un cierto fervor por desentenderse de sus responsabilidades y echarle la culpa de todo a "Madrid".
La lucha por el poder interno
Sin embargo, una mirada más atenta a su trayectoria y situación actual nos permitirá encontrar más puntos en común de los que cabría esperar, más allá de la actual estrategia de perfil bajo. De entrada, ambos llegan al poder en sus respectivos partidos en condiciones ciertamente precarias: Camps llega como una especie de "comisionado" de Zaplana, que espera gobernar en el PP y en el gobierno valenciano con el mando a distancia, desde un puesto de poder en Madrid. Alarte asciende a la Secretaría General del PSPV por un estrechísimo margen de votos, que en principio le obligaría a hacer equilibrismos de todo tipo para permanecer en el puesto.
Sin embargo, y aquí tenemos una nueva coincidencia, ambos, Camps y Alarte, emplean su posición de poder para socavar sistemáticamente a sus enemigos internos, a los que intentan relevar de cualquier responsabilidad orgánica en el partido y a los que mantienen orillados en el reparto de cargos públicos. Así, a Camps le lleva cuatro años (de 2003 a 2007) conseguir la primacía en el Gobierno valenciano y arrinconar a la "cuota" zaplanista, y otros cuatro (de 2007 a 2011) hacerse con el control total en el PP valenciano, una vez derrotado definitivamente el sector afín a Zaplana de la provincia de Alicante.
Por su lado, y desde el preciso instante en el que consigue el puesto, Alarte maniobra para colocar a sus afines en todos los puestos de responsabilidad, e intenta además extender su influencia en el ámbito local. La configuración de las listas electorales, el diseño de la campaña, los nombramientos de asesores... Son aspectos en los que Alarte demuestra sus filias y sus fobias con claridad, rayana en el cainismo: a mi lado, los míos. Al otro lado, los demás. Exactamente igual que Camps, que también se atrinchera en torno a una "guardia pretoriana" de gente fiel. Los fieles, en ambos casos, reafirman sus estrategias y contribuyen al progresivo alejamiento de la realidad y enquistamiento político de ambos, sobre todo cuando llegan los malos tiempos (el estallido del caso Gürtel, para Camps; los resultados del 22M, para Alarte).
Pactos poco fiables
Para lograr el control, y como es lógico, Alarte y Camps tienen que transigir y pactar con algunos poderes fácticos del partido, que les den el respaldo necesario para enfrentarse con garantías a los demás. De manera que Camps se apoya en Carlos Fabra contra el zaplanismo y Alarte pacta con los lermistas para enfrentarse a otras familias del PSOE; entre ellas, a algunos de los que le auparon a la Secretaría General, puesto que Alarte, en uno de esos fascinantes movimientos internos tan propios del PSPV, llega al poder interno como alternativa al lermismo y para mantenerse en él pacta... con el lermismo.
Sin embargo, estas actitudes, que no corresponden estrictamente al lógico interés por mantener el control de la nave que se capitanea y por paliar los movimientos de oposición interna, sino que van mucho más allá, acaban resultando contraproducentes. Por un lado, porque Camps y Alarte logran el control de sus respectivas formaciones políticas, en efecto; pero es un control en precario, aunque mucho más evidenciado en el caso de Alarte que en el de Camps. Es un control que ha herido muchas susceptibilidades y que en la mayoría de los casos, con la excepción de los más fieles, se fundamenta sólo en el seguidismo del que manda.
Por eso, cuando Camps cae, el "campsismo" cae con él, y no parece que exista en el PP valenciano una corriente de opinión e influencia favorable a Camps tan sólo unos meses después de su dimisión, que pueda compararse con la que se reunió, durante años, en torno a la figura de Eduardo Zaplana. Los actuales enfrentamientos internos en el PP valenciano se basan más en las heridas que ha dejado abiertas la intromisión de Génova que en un apoyo firme al expresident. Y por eso Alarte se encuentra en una situación precaria, en la que el PSPV ha acabado dividiéndose en amigos y enemigos, una situación propiciada, más que por ningún otro, por el mismo Alarte. Y ni que decir tiene que los enemigos esperan, pacientemente, para provocar su caída.
¿A qué esperan, en concreto? Pues, y aquí tenemos una nueva coincidencia con Camps, esperan a ver qué pasa en Madrid. Esperan a que pasen las Elecciones Generales y a que quede esclarecido quién, o quiénes, mandarán en el PSOE en los próximos años. Mientras tanto, el ruido de sables interno en el PSPV se mantiene a un nivel bajo (gracias también a la mencionada "desaparición" de Alarte). Camps, en cambio, no pudo esperar tanto. Las mencionadas exigencias de la política nacional, el surrealista espectáculo de la autoinculpación pactada con Génova (aunque no se consumara en el caso de Camps), fueron las que acabaron conduciéndole a la dimisión.
Dimitir, un mal ejemplo
Y, al dimitir, Camps le ha causado un inmenso daño a Alarte. Porque la estrategia política del PSPV, desde que Jorge Alarte ascendió a la Secretaría General, se ha centrado en la denuncia de la corrupción, expresada en el caso Gürtel, y personalizada en la figura de Camps. De manera que, una vez Camps presenta la dimisión y se va, ¿cómo reconducir la estrategia? Es difícil hacerlo: Camps era un "enemigo útil" para Alarte, un punto débil en el engranaje del PP, al menos a ojos del PSPV. Afrontar una legislatura contra un president muy debilitado, y que previsiblemente tendría que acometer una serie de dolorosas medidas económicas, era un escenario mejor para Alarte de lo que sus malos resultados electorales permitían vislumbrar. La estrategia política se basaba en pedir la dimisión de Camps... En la absoluta seguridad de que Camps nunca dimitiría.
La dimisión de Camps tiene un segundo efecto colateral para Alarte: permite evidenciar que el propio Alarte no ha asumido sus responsabilidades políticas. Y, por supuesto, no es lo mismo tener un mal resultado en unas elecciones, incluso faltar a la palabra dada, que ser imputado por un delito. Pero ahora el PP puede recordarle a Alarte que ha faltado a su palabra; con Camps al frente de la Generalitat, era surrealista que se atreviese a hacerlo. Y es que, si se me permite ser cínico, una dimisión siempre es un mal ejemplo para la clase política.
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Guillermo López es profesor titular de Periodismo en la Universitat de València
Muy interesante, Guillermo, como siempre. Hay un paralelismo más, sorprendente y divertido por cínico: a ambos les vendría muy bien que los resultados en Valencia de sus partidos el 20-N fueran malos, peores que en las autonómicas.
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