VALENCIA. Si Europa tiene en la actualidad una fortaleza capacitada para ayudarle a competir con la acumulación norteamericana de talento innovador y con la inacabable pujanza productiva de Extremo Oriente es su excelente red de ciudades, que, al margen de servir como soporte argumental de experiencias viajeras y turísticas (confirmando de paso el lúgubre vaticinio de Galbraith sobre su irrevocable destino como espacio turístico: "la boutique universal" decía el profesor de Harvard), constituyen un activo fundamental de su identidad territorial, por cuanto aportan singularidad (que implica necesariamente diversidad y complejidad), al tiempo que constituyen el sustrato material sobre el que se edifica el concepto de Estado de Bienestar, que aunque en imparable crisis, ha sido en el medio siglo pasado un mecanismo decisivo para la redistribución de renta en el contexto del capitalismo, tan pródigo en el crecimiento económico como incapaz de lograr un reparto equilibrado del mismo. Al mismo tiempo, las ciudades europeas, compactas y densas pero globalmente convivenciales y ordenadas, son los sistemas habitacionales más idóneos para lograr la máxima eficiencia energética y obtienen los mejores resultados en el uso de los recursos naturales.
Por tanto, cuando se habla de la Europa de las ciudades, al margen de poner énfasis en su condición fundamental desde el punto de vista de la conformación territorial, se trata de evidenciar que ya no son los estados sino las ciudades las que luchan por la supremacía, cuestión que, por otro lado, se había puesto de manifiesto de manera meridiana en las pugnas entre las urbes norteamericanas para encabezar las actividades relacionadas con la innovación y el talento. El éxito en este terreno, y al margen de las frivolidades en que el discurso de Richard Florida incurre, se ha conseguido cuando se producían procesos convergentes entre la calidad del espacio territorial y urbano, la existencia de instituciones universitarias propiciadoras de investigación aplicada de vanguardia (generadora de patentes social y económicamente útiles, generosamente replicadas y abundantemente remuneradas por el mercado) y, en tercer lugar, de instituciones financieras y empresariales profusamente dotadas de fondos y netamente inclinadas a la cultura de la innovación, que implica necesariamente una saludable aceptación del riesgo.
Pero cuando se habla de que son las ciudades las que entran en competencia no debe entenderse que son los municipios los que abordan por si solos estos procesos, sino que la concurrencia se produce entre espacios metropolitanos formados por grandes cabeceras y espacios urbanos satélites (que son las áreas metropolitanas más comunes) o los que se organizan mediante la agregación convergente de intereses de un grupo de ciudades de tamaño similar, como Westfalia-Renania, los Midlands ingleses (Liverpool- Manchester-Leeds-Sheffield-Leicester-Birminghan) o el Randstad holandés, donde hay ciudades dominantes pero que no asumen con nitidez la condición de cabeceras territoriales ni subordinan al resto, sino que siguen la provechosa senda de la complementariedad especializada.
Por consiguiente, y respecto de la competitividad, al hablar de ciudades no nos estamos refiriendo tanto a los municipios como a los espacios metropolitanos, condición de partida que resulta favorable para Valencia, pues si bien su tamaño municipal es modesto en la escala europea (pues está próxima a la 50ª posición de entre todas las ciudades del continente), su región metropolitana es mucho más potente, gracias al equilibrio del sistema de asentamientos, y ocupa el puesto 15º, siendo, además, el más meridional de todos y el que reúne mejores condiciones medioambientales y climáticas, Es, por otro lado, el área litoral de mayor amplitud territorial, abrumadoramente por encima de las angosturas que presentan sus competidoras del Mediterráneo Occidental (Barcelona, Marsella, Génova y Nápoles), todas ellas constreñidas irreversiblemente por una orografía abrupta e inclemente.
Consiguientemente, conviene del todo superar el municipalismo imperante para situarse en una escala territorial superior. Ahora bien, la formación de un área metropolitana choca, en España, con la fortaleza institucional de los municipios, derivada tanto de la larga herencia cultural-administrativa que arrastra la configuración de nuestro territorio como por las atribuciones dimanantes de la solemne declaración constitucional vigente sobre su condición autónoma y virtualmente soberana.
Siendo el municipal un derivado conceptual del modelo territorial europeo, en el caso español cabe señalar, además, su filiación napoleónica, que consagraba un sistema organizativo bipolar al servicio del centralismo, cuya fortaleza esencial se asentaba a partir del refuerzo de las organizaciones territoriales básicas (municipios), incapaces de oponerse al Estado, en detrimento de las organizaciones de escala intermedia, las regiones, que por su superior masa crítica podían dar lugar a movimientos levantiscos potencialmente peligrosos. El caso es que la historia territorial-administrativa de nuestro país se ha asentado básicamente en los más de 8.000 municipios que componen el territorio patrio, un modelo que defino jocosamente como "la España de las diligencias", pues las distancias existentes entre unos y otros sólo son relevantes cuando la movilidad se asienta sobre sistemas de transporte animal. Pero en la época del transporte mecánico y, todavía más, en la era de la telemática y de los vertiginosos intercambios de información a tiempo real, una configuración basada en esta profusa red de administraciones no sólo tiende irreversiblemente hacia la ineficacia, sino que asegura las deseconomías, la incoherencia, la contradicción y la esterilidad de los esfuerzos miméticos y repetitivos, y, en definitiva, compromete seriamente la gobernanza racional del territorio.
España podría gobernarse de manera más efectiva y económica mediante un modelo territorial formado por unos pocos centenares de espacios administrativos (entre 200 y 400), reforzados por estructuras ligeras de proximidad que garantizaran la atención adecuada de las pequeñas comunidades rurales, pero no puede soportar ni económica ni territorialmente un modelo que reitera ad infinitum las administraciones, que limita dramáticamente el ámbito territorial de las decisiones administrativas y que abunda en contradicciones lesivas y en estúpidas disputas de campanario. Si el debate sobre el proceso de concentración administrativa no prospera es porque el peso de la tradición tiende a eludirlo, porque los cuerpos nacionales de la administración se oponen radicalmente y, sobre todo, porque los grandes partidos políticos que nos gobiernan encuentran en los municipios un campo espectacularmente propicio para remunerar la dedicación de sus militantes: en España hay, si la memoria no me engaña, unos 47.000 cargos municipales electos, una golosina ineludible para mantener pujantes las organizaciones políticas, para propiciar el interés continuado de la militancia y para garantizar la financiación de sus actividades y cargos.
EL CASO DE VALENCIA
En el caso de Valencia, y por más que surjan dudas sobre su efectivo liderazgo autonómico (muy especialmente por causa de la desafecta Alicante, siempre orientada hacia un cantonalismo que viene propiciado por su similar peso poblacional, ya que es la 4ª provincia de España y sería la 3ª, superando a Valencia, si se computara a los residentes foráneos, tanto nacionales como extranjeros, y a los turistas), nadie puede discutir su primacía indiscutible en el ámbito metropolitano, que, si se atiende al que está servido por la red de cercanías, se extendería en dirección norte-sur desde Castellón hasta Gandia-Xátiva y hasta Requena-Utiel por el oeste, conformando una región urbana de unos 3 millones de habitantes, con un potencial locativo y territorial de gran magnitud.
Es a partir de esta región urbana como hay que competir en Europa y en el mundo. Confinar el ámbito de competencia al estricto marco municipal es estéril, improductivo y limitante. Porque Valencia es el espacio de concentración y acumulación institucional, económica, financiera, profesional y universitaria, nadie lo duda, pero no dispone de suelos continuos de magnitud relevante para acoger proyectos de terciarización de mediano porte, de manera que tiene que contar con su región urbana para desarrollar un programa territorial que la encamine hacia especializaciones productivas que modernicen y cualifiquen su débil aparato productivo, lastrado por las carencias cualitativas (bajo nivel tecnológico y escaso valor añadido) y por el envejecimiento estructural de las actividades básicas.
Pero la construcción de un espacio metropolitano coherente exige corresponsabilidad, liderazgo y especialización, objetivos que sólo pueden obtenerse a partir de un ejercicio continuado de generosidad público-privada en la asignación de roles. No resulta posible asimilar hacia un proyecto común las voluntades de los municipios menores si el mayor se obstina, incluso por demandas y presiones privadas, en aglutinar todas las actividades prestigiantes y en acumular todas las funciones de mayor rentabilidad. Debe haber un reparto equilibrado que propicie la adhesión de los municipios de menor peso para que tengan interés en formar parte de un programa colectivo.
La formación de un proyecto metropolitano debe partir de la identificación de los atributos y ventajas de cada porción del territorio, y de éste en su conjunto, a partir de los cuales se formulen los objetivos estratégicos y se establezcan las determinaciones políticas, administrativas y urbanísticas que los desarrollen de la manera más eficiente y sostenible, y de la forma en que sean más competitivos respecto de las ofertas concurrentes.
Esa era, a mi entender, la función prioritaria que debería cumplir la Ley de Grandes Ciudades. Pero sus objetivos son incuestionablemente más modestos: se limita a facilitar una mayor financiación, lo que puede alegrar más a nuestras autoridades políticas y a los servidores públicos, pero no a la ciudadanía, pues los recursos excedentes sólo pueden obtenerse mediante exacciones suplementarias que debiliten aún más sus magros bolsillos, y a establecer un modelo de participación más activo. Promover la participación siempre parece positivo pero la activación de procesos participativos es cuestión más cultural que legislativa, pues ya somos conscientes del modo en que la autoridad burla los ¿bienintencionados? propósitos populistas de los legisladores mediante la articulación de procesos dirigidos que tienden inevitablemente hacia resultados muy escasamente positivos y visibles: el ciudadano nunca tiene razón y no parece capaz de torcer la voluntad política inicial, de modo que temas cruciales para la ciudad y el territorio como, por ejemplo, la ampliación del Puerto se hurtan deliberadamente al debate ciudadano, remitiendo el proceso participativo al exiguo y escasamente representativo trámite de alegaciones.
Así pues, para un viaje de tan escaso vuelo, se disponen unas alforjas legislativas que, al menos, y desde el punto de vista del énfasis retórico que se les confiere (¡Ley de Grandes Ciudades!), parecen del todo excesivos. Porque su ralo contenido indica que para los aspectos cruciales que tienen que afrontar las grandes ciudades habrá que esperar. Y, por tanto, sugiere que, como tantas otras veces y en tantos otros aspectos, llegaremos tarde a lo esencial.
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(*) José Miguel Iribas es sociólogo, especializado en diagnóstico y prospectiva territorial y urbana
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-CAPITAL, VALENCIA (I) La capitalitad ¿se concede o se gana? (Vicent Soler)
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