VALENCIA. Como casi todas las historias que afectan últimamente a Valencia, también esta comenzó a gestarse en Madrid. Un 23 de febrero de 1959, en el Aula Magna del Instituto de Administración Local, situado en el palacete de Santa Engracia, el entonces alcalde de Valencia, Adolfo Rincón de Arellano proclamaba ante una nutrida representación del municipalismo de la época, la necesidad de que Valencia contara con un régimen especial administrativo, como se sabía iba a pasar con Madrid y Barcelona.
El marco de la reivindicación había sido cuidadosamente escogido. Ante el director general de Administración Local del gobierno de Franco, el Sr. Moris, el nuevo alcalde de Valencia, nombrado en sustitución del segundo marqués del Turia apenas cinco meses antes, planteaba al Estado español la extensión de la excepcionalidad madrileña y barcelonesa a la capital valenciana. En aquel palacete, corazón del municipalismo español, comprado a Doña Josefa Fernández Durán y Caballero, viuda del conde de Adanero e hija del marqués de Perales por la extraordinaria suma de tres millones quinientas mil pesetas de 1941 y en donde se decía que Dolores Ibarruri había tenido su despacho, se jugó el destino de nuestra ciudad.
Aquel envite no salió bien. Valencia fue "la gran silenciada", magistral titulo del discurso de proclamación de la fallera mayor que un año antes, en 1958, había realizado el periodista Martí Domínguez Barberá con el significativo subtítulo de "Cuando enmudecen los hombres... ¡hablan las piedras!". Los hombres del Gobierno habían enmudecido, de nuevo, ante la demanda de la ciudad.
En aquellos salones, entre aquellos muebles de caoba oscura, a la vista de la extraordinaria colección de pinturas de Don Gonzalo de Ulloa y Calderón, esposo de doña Josefa, muerto a consecuencia de una caída de un caballo, y bajo las delicadas e imponentes lámparas de cristal de La Granja y de Bohemia, el destino de la capital valenciana podría haber cambiado. Eran años duros aquellos finales de los cincuenta. Los desastres producidos por la riada del Turia de 1957 estaban presentes todavía en el paisaje urbano. A cambio, los recursos municipales eran muy pocos. Grandes proyectos de reconstrucción y de desarrollo de la ciudad se acumulaban en la mesa de despacho del dinámico falangista Rincón de Arellano.
Pero poco era el dinero con el que se podía contar. Valencia, en palabras del propio alcalde, tenía en aquel momento una presión fiscal muy inferior a la de Madrid, Barcelona, Sevilla, Bilbao y San Sebastián. La carga tributaria municipal representaba en 1959 una cantidad media de 329,67 pesetas, cuando ascendía a 630 pesetas en Madrid y en Barcelona, a 460 pesetas en Sevilla, a 779 en Bilbao o a 790 en San Sebastián.
Un rasgo identificaba a la ciudad en aquel momento: la mayor parte de servicios municipales eran prestado en régimen de empresa privada. Suministro de agua, de gas, de electricidad, tranvías urbanos e interurbanos y líneas interiores de autobuses eran en aquel tiempo concesiones que el usuario pagaba directamente, lo que hacía que los gastos de instalación de los servicios no fueran asumidos por la municipalidad.
Adolfo Rincón de Arellano, a sus 48 años, supo comprender la oportunidad del momento y planteó en Madrid "el caso excepcional de Valencia", dicho con sus palabras textuales. Una ciudad que debía ser reconstruida a consecuencia de la desastrosa riada de 1957 y que, al tiempo, debía prepararse para el despegue económico de los años sesenta, el desarrollismo, debía contar con recursos financieros y legales diferentes. La modificación de 7 de noviembre de 1957 de la Ley de Régimen Local le dio el pie para intentarlo.
Efectivamente, Francisco Franco, en el Palacio de El Pardo, había firmado en esa fecha una breve ley de apenas dos o tres párrafos. Una ley que, dada su importancia, cambiaba de golpe y porrazo el tradicional uniformismo del municipalismo español. El corto preámbulo de esta disposición se ajustaba al caso de Valencia: "La complejidad de la vida municipal de las grandes urbes ha motivado un proceso evolutivo en la legislación de la generalidad de países, que hoy presentan regímenes especiales para aquellas ciudades cuyo sistema orgánico y económico es diferente al de los restantes municipios nacionales...".
El jefe del Estado disponía, seguidamente, la potestad del gobierno de "aprobar con carácter de Ley un régimen especial orgánico y económico para Madrid y Barcelona". Y añadía "así como para otras ciudades cuyo número de habitantes e importancia de sus problemas municipales también lo aconseje".
¿No se ajustaba Valencia a este perfil? En 1959, Valencia contaba con unos 505.000 habitantes y nadie podía discutir los problemas que la ciudad arrastraba desde la riada de 1957 (y las consecuencias políticas que ocasionaron el cese, que no la dimisión, del marqués del Turia como alcalde un 8 de octubre de 1958). Visto en perspectiva, Valencia intentaba, una vez más, y no será la última, romper la bipolaridad madrileño-barcelonesa, colarse entre las rendijas de la legalidad y de los hechos que han conformado la España contemporánea, en una tendencia secular, en un destino manifiesto que todavía, desgraciadamente, no ha conseguido. La España bipolar se reforzó con aquella ley de 1957 y todavía no ha podido ser corregida.
España, exageradamente hablando, podía consentir que Barcelona jugase en la "división de honor" de Madrid, la ciudad que iba a recibir, con el desarrollismo, un claro impulso a sus infraestructuras, a sus servicios, a sus viviendas. Pero ¿podía asumir también a Valencia en ese juego? El 24 de junio de 1960, el Boletín Oficial del Estado publicaba el decreto 1.166/1960 en el que se establecía un régimen especial para el municipio de Barcelona. Y tres años más tarde, en la emblemática fecha de 18 de julio de 1963, hacía lo mismo con Madrid.
A diferencia de estas dos ciudades, Valencia nunca vio reflejado su nombre en el BOE de la época. Que Madrid lo consiguiera era bastante normal, que lo hiciera Barcelona no tanto. Rincón de Arellano demostró que no bastaba la osadía y el arrojo para conseguir lo que el alcalde Porcioles logró en la ciudad condal. En ese momento, Rincón de Arellano sabía lo que hacía: no es gratuito que Josep Maria Porcioles llegara a la alcaldía de Barcelona en 1957 (dos años antes que Rincón a la de Valencia) con su programa de las "3C": Castillo de Montjuïc, Compilación del derecho civil catalán y Carta municipal.
Rincón buscaba la carta para transformar Valencia, para inyectarle recursos. La revista "Blanco y Negro" de 4 de abril de 1959 así lo recogía: "la Carta Municipal (...) proporcionaría a Valencia, sin duda alguna, el sistema eficaz para su rápida transformación en la gran ciudad proyectada". Las palabras del propio alcalde en su discurso en Madrid son testimonio de aquellas ambiciones: "Sistema especial de trato", "insuficiencia de la ley uniforme y general", "sistema más flexible y más apto" y lo que es más claro todavía: "el régimen de Carta es el injerto que necesita la Hacienda municipal para salvar la crisis y los apuros".
Ese año, Valencia se preparaba para el "gran salto". En la década que media entre 1960 y 1970, el parque de viviendas de la ciudad creció un 62 %, pasando de 132.000 a 213.000, se construyó el Plan Sur, se realizaron nuevos accesos y puentes, se amplió el puerto y las hectáreas de suelo urbano pasaron de 3.000 a 6.200. Pero todo esto se hizo sin la Carta Municipal y sin el régimen especial que el Gobierno de Franco reservó para Madrid y Barcelona, régimen que no sólo hubiera modificado el sistema administrativo de gobierno, sino que habría robustecido y vigorizado el erario municipal.
El resultado del período de gobierno de Rincón de Arellano, el más longevo del franquismo, fue, junto al cambio urbano de la capital, el aumento de la presión fiscal y el déficit. No podía ser de otra manera. Nunca se otorgó aquella carta y sin embargo la ciudad cambió. Nos podemos preguntar si aquel cambio no hubiera sido mejor y más eficaz con los instrumentos adecuados.
VALENCIA YA HA CAMBIADO
En 2011, la reivindicación de una nueva Carta está encima de la mesa. A diferencia de 1959, la Carta no se busca para transformar Valencia. Es una diferencia nada accesoria. Valencia ya ha cambiado. Una Carta municipal en la actualidad sólo tendría sentido por cuatro razones básicas: ayudar a hacer frente financieramente a este cambio con una financiación estatal "especial" (si el gobierno de Madrid, sea del PSOE o del PP está dispuesto a hacerlo sin abrir el melón para Sevilla o Bilbao), compartir competencias con la Generalitat valenciana para hacer legal lo que ya es real (¿no asume ya la Generalitat una parte importante del urbanismo de la capital, por ejemplo, con la construcción de la red de metro o con otros servicios?), reforzar el papel de Valencia como cap-i-casal de la Comunitat Valenciana (reconocimiento simbólico de su papel en la historia de nuestro territorio) y romper la bipolaridad Madrid-Barcelona en España, el binomio que ha sustentado el estado moderno desde el siglo XIX.
Este último no es un tema baladí. Pese a la aparente lucha fratricida entre madrileños y barceloneses, en realidad ambas urbes han ido de la mano en muchas ocasiones, mimadas por el Estado español. En 1892, Madrid y Barcelona recibieron una ley de ensanche que benefició a sus respectivas expansiones urbanas. En 1904, Francesc Cambó levantó su grito a favor de la excepcionalidad de la capital catalana y, recogiendo el guante, en 1906, el conde de Romanones presentó un proyecto de ley de bases para la reforma de la ley municipal que ya exceptuaba a Madrid y Barcelona del tratamiento general de los restantes municipios españoles.
En 1919, se promovió una ley de grandes ciudades, non nata, que hubiera ido en beneficio de aquellas dos urbes. En 1932, el gobierno de la República invirtió en Madrid la considerable suma de 80 millones de pesetas destinados exclusivamente a la ejecución de obras y servicios públicos. Y en 1956 y 1957, el Estado dotó a Madrid y Barcelona de sendos planes en materia de transportes generosamente financiados. Las demás ciudades jugaban, en cambio, en la división de "plata". La única materia que sí se generalizó a más ciudades que a las dos principales del Estado fue la conformación de entes metropolitanos, comenzando con el "Gran Madrid" (1944), "Gran Bilbao" (1945) y "Gran Valencia" (1946).
El itinerario de Madrid y Barcelona a partir de la excepcionalidad franquista de 1957 ha tenido su remate en época democrática. Madrid contó con su ley especial en 1963, dispuso de una ley de Capitalidad y Régimen Especial en 2006. Barcelona igualmente inició su aventura con su ley especial en 1960, viendo aprobada su Carta Municipal en 1998 (mediante ley autonómica) y un Régimen Especial del municipio en 2006. Valencia, como recogió intuitivamente en 1958 Martí Domínguez Barberá fue (¿y es todavía?) la "gran silenciada" en este coro a dos voces de las excepcionalidades urbanas y municipales de España.
En este debate que tenemos hoy sobre la posibilidad de disponer de una carta municipal y de una ley especial, el modelo adoptado por Barcelona parece más oportuno que el de Madrid, pues la capital catalana apostó en su día por complementar la ley especial del Estado con una ley autonómica. La primera estableció el régimen financiero, especialmente la participación del Estado en la financiación de su área metropolitana y determinó derechos municipales sobre el suelo. La segunda en realidad fue el resultado de un pacto Generalitat-ciudad de Barcelona, un reconocimiento del papel de la capital en el conjunto de Cataluña y la adopción de unos rasgos específicos de organización municipal y competencial.
Madrid, en cambio, no ha desarrollado la vertiente autonómica de la carta. Comunidad y ciudad son cosas distintas y separadas (también políticamente, véanse los litigios entre Esperanza Aguirre y Ruiz Gallardón), y la peculiaridad municipal se apoya en la ley especial del estado y en su condición de capital política de España.
Valencia tiene una dimensión más "regional" que Madrid, un deber y una obligación como ciudad principal del antiguo reino. Por ello, lo más oportuno sería el desarrollo de una ley autonómica que reconociera este marco (responsabilidad de la Generalitat, pues, junto a la municipal), y consideración de Valencia como tercera ciudad en liza en la liga de las dos "grandes" (responsabilidad del Estado y del Gobierno central). No se trata de pedir por pedir. Se trata de pedir para mejorar y para trabajar.
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(*) Josep Vicent Boira es director del Servei de Política Lingüística (SPL) y catedràtic de Geografia Urbana de la Universitat de València
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-CAPITAL, VALENCIA (I) La capitalitad ¿se concede o se gana? (Vicent Soler)
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