BOLONIA. El teatro siempre fue un lugar de fuerza. En España, al contrario de los que ocurría en la Inglaterra de Shakespeare, por ejemplo, las mujeres sí podían actuar aunque pagaban su precio por ello. La fama, la mala, las persiguió siempre, la iglesia también las persiguió midiendo sus faldas y sus escotes, apuntando cada palabra y cada baile, decretando años sin teatro a través de consejos de teólogos, o como hizo Felipe II a la muerte de su hermana o Felipe III a la muerte de su esposa, Margarita de Austria.
Raza de proscritos, según la tradición. Raza de precarios, según la modernidad. Los cómicos tuvieron que esculpir en su profesión la dureza contra los malos tiempos, y cultivar la ligereza en las costumbres. Para sobrevivir. "Dónde está el maná de los cómicos", decía Carlos Galván en El viaje a ninguna parte, en un monólogo que ha pasado a la historia del cine como la defensa constante de la profesión: "En qué tierra caerá que sea nuestra si nosotros no somos de ninguna parte, somos del camino... Ya que no vais contra los que no sienten hambre ni cuando el agua cae a destiempo, no vengáis contra nosotros que somos vuestros hermanos en el trabajo, y en la falta de trabajo y en la falta de pan".
ESTIRPES Y GENERACIONES
María Luisa Ponte nació literalmente en el camino, mientras sus padres andaban de gira. Hacía de Julia en El viaje a ninguna parte, interpretando quizás la propia existencia familiar. Porque el teatro español, el de los caminos y el de las injurias, el de la firmeza y libertad en tiempos de cerrazón, estaba hecho de estirpes: los Ponte, los Guitérrez Caba, los Bardem, los Rivelles, los Isbert, los Penella, los Dicenta, y en sus apellidos resuenan María Luisa, Emilio o Julia, Pilar o Javier, Amparo, Pepe o María, Emma, Joaquín o Natalia... hijos todos de María Guerrero. Generaciones que heredaban el arte del camino, que aprendían el amor y los versos, que hacían teatro clásico, variedades, cine o Farmacia de guardia. Nadie escapó a los buenos o malos escritores, o a los malos programadores, o al páramo cultural de Telecino o de TVE cuando escogía (o escoge) el modelo cultural de José Luis Moreno o de Bertín Osborne: caro, cutre, esperpéntico, todo en términos superlativos.
Nadie escapó a los malos concejales de Madrid. En 1935, Margarita Xirgu salió llorando de escena el día que estrenaba Fuenteovejuna bajo la dirección de Cipriano Rivas Cherif en el Teatro Español de Madrid. Apenas faltaban unos meses para que los fascistas dieran un golpe de Estado fallido e iniciaran la Guerra Civil contra la República, momento en que Rivas y Margarita, como tantos actores, escaparían hacia Argentina. La Xirgu se había negado a pronunciar durante los ensayos la palabra "maricones" en el famoso monólogo de Laurencia en el que acusa a los hombres de no rebelarse contra el Comendador después de la violación que comete contra la joven.
Federico García Lorca, que había supervisado el vestuario del montaje, le afeó el gesto de cambiar esa palabra por "camastrones", pero la Xirgu se defendió diciendo que era una vulgaridad que ella no podía pronunciar en público. Sin embargo, la noche del estreno lo soltó, rotunda, y mientras se abrazaba llorosa a Rivas Cherif le explicó que ese "maricones" no era ni por Lope, ni por Lorca, ni por ella, sino por los concejales de derechas que habían acudido al palco de autoridades a ver la función.
LOS MAX Y LOS PREMIOS DESCONOCIDOS
La semana pasada anunciaron que Rosa María Sardá sería la premiada de honor en la próxima edición de los Premios Max, ese galardón instaurado por la Sociedad General de Autores Españoles, la en otro tiempo desprestigiada SGAE, no por sus objetivos sino por sus medios y porque Teddy Bautista se lo llevaba crudo (al parecer). Más que los Goya, porque el cine se ha convertido en el acceso primero al panorama cultural, y más que el Cervantes, cuya nómina de premiados hace tiempo que pasaron a los libros de historia, los Max puede que sean el termómetro más fiable para medir el grado de importancia cultural que permea en la sociedad española actual.
Quién conoce a María de Ávila, ganadora del Premio de Honor en el año 2014, sería una buena pregunta. Y quién en Valencia puede asistir a espectáculos de danza de forma regular y de forma asequible. Dónde queda Ana Diosdado, Premio de Honor en el año 2013, sería otra buena pregunta. Y dónde se programan sus montajes, por ejemplo. Cuándo fue la última vez que vimos a Julia Gutiérrez Caba, Premio de Honor en el año 2012. O cuándo fue la última vez que escuchamos a Pilar López, Premio de Honor en 2006, hablando de coreografía y de baile.
Los Max sí han sabido rastrear la variedad escénica de la España actual. No influida por montajes y presupuestos, y ni mucho menos por impedimentos de orden psicoanalítico, el gremio teatral ha valorado siempre el esfuerzo de la formación, la estética, la técnica, olvidando los lastres de antiguos tiempos y tomando en serio el ejercicio de la mentira. Y de la belleza. En constante diálogo con la música y con el diseño de moda, con la literatura, con la historia e irremediablemente con el cine.
En la falta de trabajo y en la falta de pan, como se lamentaba el Galván de la novela (y posterior película) de Fernando Fernán Gómez, así transcurren los tiempos en la España teatral: tiempos de desahucio y de fango. María Jesús Valdés, María Galiana, Amparo Baró, Terele Pávez, Lola Herrera, Marisa Paredes, Carmen Maura, Concha Velasco, Vicky Peña, Carmen Machi o la que está llamada a escandalizar y a sobrecoger: Blanca Portillo...
Milagro es que se mantengan en pie, como Laurencia reclamando justicia hacia las mujeres, actrices que todavía recogen la mejor tradición de cómicos en el país, la mejor literatura y, a diferencia de otros gremios más especulativos, la esmerada formación para sobrevivir, de nuevo, al camino. Al hambre. A la vulgaridad.
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