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Una estrella politizada

La tempestad de Bob Dylan

MANUEL DE LA FUENTE. 14/09/2012 "Dejando de lado la obra de Dylan es como se pierde territorio en la reivindicación cultural en un momento en que lo político no está de moda porque son los mercados los que ponen y quitan gobiernos..."

VALENCIA. La mentira es una herramienta política que da muchos beneficios. Su poder es tan evidente que ha ido ganando terreno en la actividad pública desde su incursión en el lenguaje de la publicidad y el marketing. Todos hemos visto anuncios de coches y de perfumes en la televisión donde se nos presentaba un mundo perfecto en el que el dinero y el poder eran los valores que se vendían. Poco a poco, ese mundo de celofán se fue introduciendo en la política: consistía en presentar imágenes idílicas, mensajes simples y la vacuidad total de contenidos. Hoy en día, los discursos políticos están trufados de banalidad y hemos llegado ya a la nueva vuelta de tuerca: a gobernantes que reconocen que gobiernan en contra de su programa electoral y aquí no ha pasado nada.

Este camino ha sido largo y el Partido Popular de Rajoy se enorgullece de gobernar así "porque es lo que hay que hacer" después de una deriva en la que la mentira ha sido el eje articulador de discursos, programas y acciones. Porque, de hecho, es el concepto de mentira el que se viene usando, en mayor o menor medida, para justificar desde recortes sociales hasta guerras. Como la mentira tiene que construirse bien para que sea creíble, uno de los empeños del PP en la época de José María Aznar fue la edificación de un aparato seudoteórico apropiándose a intelectuales y artistas. A finales de los años 90, parecía que todos habían sido del PP, desde Max Aub hasta Karl Popper, pasando por Bob Dylan.

Sí, Bob Dylan. El cantante norteamericano que más conciencias ha removido, el que renovó los cimientos de la música popular del siglo XX y dotó a la cultura rock del poder de la palabra, también ha sido utilizado por nuestra derecha como un icono totalmente opuesto a lo que viene representando desde hace ya más de cincuenta años. En 1995, semanas después de que Eduardo Zaplana aterrizara en la Generalitat Valenciana, Dylan actuaba en el velódromo Luis Puig de Valencia. Fue considerado un hito cultural para la ciudad, y aprovechado convenientemente por la propaganda partidista: habíamos tenido que esperar a que llegara el PP al poder para que actuara el estandarte cultural de la izquierda.

Ejemplos como éste hay a montones y no es la primera vez que Dylan sufre esta apropiación interesada de su música e imagen pública. Y la publicación esta semana de Tempest, su último disco de estudio, nos vuelve a situar ante el "problema Dylan". Es decir, ¿por qué se produce este desplazamiento que hace que una figura de la izquierda se lo dispute la derecha para su propia campaña?

En primer lugar, hay que considerar el abandono por parte de la izquierda. Si algo caracteriza la carrera de Dylan es su oposición al encasillamiento, su renuencia a ser catalogado. Esto en los años 60 podría tener su gracia cuando los cambios de Dylan se adecuaban a lo que se esperaba de él dentro de los cánones de la izquierda, pero la misma circunstancia dejó de ser bien vista cuando rompió con estas expectativas. En 1965, en el festival de Newport, Dylan decidió darle un puñetazo a la parroquia folk, que le había encumbrado como su nuevo gurú, al conectar una guitarra eléctrica y tocar la canción Like a Rolling Stone.

En aquella ocasión le gritaron "Judas" desde el público porque no entendían ese acto más que como una traición. El hecho tuvo tal trascendencia en la historia del rock, que el mismo Dylan aún lo recordaba, en una entrevista publicada hace pocos días, llamando "hijos de puta" a todos aquellos que le gritaron en ese momento. Entonces, Dylan fue el rebelde que tuvo la osadía de superar la cerrazón mental de los dogmáticos.

Sin embargo, cuando años después grabó discos góspel o, más recientemente, actuó ante el Papa Juan Pablo II, esa ruptura de expectativas recibió el rechazo de la misma izquierda que le había aplaudido anteriormente.

La segunda explicación se hallaría en la primacía del componente nostálgico a la hora de valorar la práctica musical. Se potencia la sensación, en los medios de comunicación, de que los mejores discos de Dylan son los que grabó antes de 1966 (hasta el Blonde on Blonde), destacando la idea reaccionaria que pregona que cualquier tiempo pasado fue mejor. Las críticas positivas que ha recibido Tempest se basan en la vuelta al pasado de Dylan: si las canciones son buenas es porque las letras son elaboradas, los temas largos y suena al Dylan de los años 60. Existe una celebración de la nostalgia incluso en los territorios más insospechados.

La nostalgia es una estrategia de venta de las industrias culturales que comporta una total despolitización. El ejemplo de Dylan es claro. Nos encontramos ante el cantante político por antonomasia cuyo discurso se basa en el poder movilizador de la palabra y la libertad y autonomía individual. Canciones como Like a Rolling Stone, Subterranean Homesick Blues o Desolation Row constituyen retratos desoladores donde la desesperación, la pérdida de la esperanza y la soledad se convierten en espacios y personajes que pueblan las ciudades. Ya no caben las descripciones bucólicas a partir de la aparición de Dylan en la escena cultural, porque, desde entonces, las ciudades serán espacios de conflicto.

Sin embargo, todas las lecturas políticas quedan a un margen cuando se habla en la actualidad de la carrera de Dylan y se pone el acento en cuestiones más superficiales: si los discos tienen éxito, si ha cogido a un productor o se lo ha producido él mismo, si continúa dando un montón de conciertos al año, si se repite o aburre en sus conciertos, si toca la guitarra o el órgano, etc.

Falta una valoración política de la carrera reciente de Dylan que huya de los clichés facilones consistentes en decir si ha actuado ante el Papa o si ha saludado a Obama. Conviene repolitizar a Dylan, recuperar el valor de sus textos y dejar de convertirlo en un cantante pesado que se resiste a jubilarse.

Por último, esta apropiación de la figura de Dylan por parte de la derecha se debe a la deriva de la industria musical, donde la rentabilidad económica prima por encima de todo. Y eso conlleva aceptar las reglas del juego. En este caso, el principal reclamo mediático del disco de Dylan ha sido el videoclip de la canción Duquesne Whistle. Un formato, el del videoclip, en el que Dylan nunca se ha sentido especialmente a gusto, dado que sus canciones (por duración y estructura) no se suelen adecuar al formato homogéneo de megahit de tres a cinco minutos de duración.

Independientemente de la calidad de este videoclip, las canciones de Dylan requieren de algo más que las habituales estrategias de consumo rápido de la industria musical, aunque sólo sea por escuchar con detalle las letras de alguien que ha sido nominado al premio Nobel de Literatura.

Son varias las consideraciones que muestran la urgencia de una recuperación de Dylan. Y no basta con homenajes, reportajes sobre su carrera en los periódicos ni valoraciones críticas complacientes sobre sus discos. Urge una actualización atenta de su legado, poniendo el acento en una de las características principales de su escritura, la conciencia política expresada a través de la descripción de personajes y lugares marginales.

Dejando de lado la obra de Dylan es como se pierde territorio en la reivindicación cultural en un momento en que lo político no está de moda porque son los mercados los que ponen y quitan gobiernos, los que dictan y borran normas. Y luego nos extrañamos porque determinados partidos políticos se apropien de un territorio que creemos que no les pertenece. Así nos va.

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