VALENCIA. Broyard salió de la Segunda Gran Guerra convertido en veterano pero sabiendo poco de hacer el amor y tampoco demasiado de follar; tampoco sabía con certeza qué deseaba ser pero sí dónde quería estar, y su lugar era el Village neoyorquino. Allí podría satisfacer su necesidad de independencia y de reintegrarse al curso normal de la vida, una vida sin explosiones, deflagraciones, ráfagas de artillería o custodias de prisioneros; una vida tranquila y efervescente en un periodo de descubrimientos y expansiones que se presentaba apasionante y cargado de revelaciones. Supo que su lugar sería el Village cuando Sheri Donatti, la protegida de Anaïs Nin, le invitó a conocer sus dos apartamentos. Sheri reflejaba perfectamente la personalidad de un modelo de individuo emergente, Sheri no solo producía arte, era arte, en palabras de Broyard, "la vanguardia de sí misma".
Esta ambición por empezar de nuevo es el punto de partida de la crónica de una época dorada de la bohemia de la Gran Manzana que Anatole Broyard, que acabaría siendo un célebre crítico del suplemento literario de The New York Times, recoge en Cuando Kafka hacía furor (La uÑa RoTa, 2015), la autobiografía incompleta de unos años en los que un libro del autor de Praga era un objeto de gran valor, un diario que quedaría abierto ya que el autor dedicó sus últimos meses de vida, tras ser diagnosticado de un cáncer de próstata, a escribir Ebrio de enfermedad (y otros escritos de vida y muerte).
"Dos personas haciendo el amor, son lo mismo que un ahogado resucitando a otro". Conocer a Sheri, responsable de esta sentencia terrible, fue un punto de inflexión de gran relevancia para Broyard, tanto que el libro ha sido construido desde ella, que ejerce de límite y de frontera. Antes de Sheri fue la guerra, cuando Sheri, otro tipo de guerra, después de Sheri, la libertad y el graduado en ciencias de la madurez. 'Sheri', y 'Después de Sheri', son los dos grandes capítulos de esta obra.
"Vivir con Sheri era un proceso de adaptación continua. Era como vivir en una ciudad extranjera. [...] Siempre había algo más, otra cosa, otro acoplamiento aún más importante por hacer". Este es el tiempo para Broyard de descubrir a la tribu intelectual del Village, el tiempo de comprar una chamarilería en la calle Cornelia, desmantelarla, deshacerse de todos los trastos viejos, y en su lugar abrir una librería. Es también el tiempo del psicoanálisis infructuoso al que se presta seducido por sus profesores alemanes de la New School. El tiempo de abandonar Brooklyn en busca de algo más y de toparse de bruces con que ese algo más tiene aspecto de mujer y que quizás le supera por incomprensible. Sheri, como un concepto encarnado, como alguien transfigurado en una idea y una forma, representaba la dificultad inherente al hecho de acostarse con un artificio.
Después de ella, el curso de adaptación toca a su fin. Es la hora de ser un habitante del Village por derecho propio y no consorte, la hora de la verdad. "Entonces aún no sabía que la soledad no es tanto un estado de ánimo como un destino. Era la soledad la que recorría las calles del Village y llenaba los bares, la que daba al barrio un aire tan animado". La segunda emancipación trae consigo el ritmo, el Harlem hispano, los bailes latinos, la violencia, la muerte, los Happy Boys, a Carmen, el sexo. Pese a que como confiesa el autor, no sería hasta los sesenta cuando el velo se descorriese a un lado y hombres y mujeres comenzasen a abordar su sexualidad y la del otro con normalidad: "En 1947, cuando una chica se quitaba la ropa interior, estaba más desnuda de lo que ninguna mujer lo había estado jamás".
Este último tramo, en el que Broyard se adentra en el apartado sexual del zeitgeist del país en la posguerra, es uno de los puntos fuertes de la historia, una síntesis. El sexo se encuentra tras cada palabra; está en las conversaciones, en los apartamentos y estudios, en las pistas de baile, en las carreras en busca de un preservativo. El sexo se manifestaba en todas partes —como siempre lo ha hecho—, y sin embargo entonces se escondía y se agarraba con cuidado; uno se enfrentaba a él en lugar de dejarse llevar por la carne y el sudor y los vellos de punta. Estas páginas dedicadas a sus experiencias amatorias son de lo mejor del libro, unos apuntes a algo que como decíamos, ha estado presente en todo momento. Se disfrutan. El problema surge cuando se pasa la página y se vuelve a tener constancia de que estas memorias acaban tan pronto.
Pero queda una sorpresa final. Un premio de consolación.
RETRATO DE UN HIPSTER
El concepto hipster ha sido, como muchos otros conceptos y tendencias, y como ellos mismos lo fueron en su momento, fagocitado y reconvertido en un producto en estos días. Se ha escrito ya mucho sobre el fenómeno cultural y comercial. Primero fue sobre lo cool que resultaba serlo, a continuación sobre lo deprimente de la moda, para terminar, análisis históricos de sus orígenes. Ahora incluso se habla del post-post-hipsterismo: twees, muppies, normcores, ratchets. En la actualidad, del jive hipster del que habla Broyard, de su actitud outsider y de su rebeldía, queda una estética, que de hecho, ni siquiera tiene que ver con la original.
Por eso se agradece este apéndice del libro, un artículo publicado por Broyard en 1948 en Partisan Review que explica, sin escatimar en ironía, quién fue el hipster auténtico, cómo pensaba, contra qué se revelaba. Cómo fueron sus orígenes, su momento de máximo esplendor, su decadencia, y su almacenamiento en los departamentos cómodos de la sociedad overground.
"De la noche a la mañana, el hipster se transformó a sus propios ojos en poeta, profeta y héroe. Reivindicaba visiones apocalípticas y descubrimientos heurísticos cuando captaba algo. Era Lázaro que regresaba de entre los muertos para contarlo todo: iba a contarlo todo. Se consumía ostensiblemente en elevadas llamas. Las consecuencias le traían sin cuidado; era tan pródigo que podía ser invulnerable. Y esto fue su perdición".
¿Cuál ha sido la perdición del hipster actual, si es que tal cosa ha existido siquiera? ¿Su falta de contenido? ¿Los vaivenes en cuanto a gustos por el vello facial? ¿El hecho de desconocer por completo a la generación de guerreros enfadados del underground que le sirvieron de precedente cogido por los pelos? ¿Ha existido el hipster del sXXI, o la sociedad ha querido que existiese? Lo que parece es que se ha exhumado un cadáver, se le han puesto hilos de títere, y cuando ha comenzado a oler, se le ha abandonado en las cunetas de lo moderno. Nada grave.
Necesitamos una vuelta al espíritu del Village, a la euforia por los cambios y los nuevos horizontes. Puede que la veamos próximamente: larga vida a lo que sea que traigan consigo el nuevo héroe y la nueva heroína.
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