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CRÍTICA DE CINE

Exodus:
Dioses y reyes

Puro espectáculo, para lo bueno y lo malo

CARLOS AIMEUR. 06/12/2014 Ridley Scott filma otra película asombrosa en la que se dan cita todas sus virtudes y defectos

VALENCIA. Es una anécdota, pero describe a la perfección a Ridley Scott. Con motivo del estreno de Black Hawk derribado (2001) el cineasta concedió una entrevista a Euronews. En el transcurso de la misma aseguró que era el film que más había meditado antes de comenzar a rodar. Uno esperaba que acto seguido comenzara a disertar sobre las intervenciones militares humanitarias, sobre la visión del ejército norteamericano fuera de Estados Unidos, sobre política internacional... Pero no. Enseguida el propio Scott desmontaba cualquier expectativa. "Estaba obsesionado", decía, "en ver cómo podía filmar un helicóptero dentro de una calle".

Así es Scott: pura imagen. Esa es virtud. Ese es su gran defecto. Como cineasta se ha destacado siempre por una factura formal impecable, por un virtuosismo estético apabullante. Ninguna de sus películas ha envejecido mal. Hasta las más ochenteras, caso de La sombra del testigo (1987) o Black Rain (1989) siguen teniendo un empaque más que aceptable. Cualquier otro largometraje coetáneo ha sido arrasado por el paso del tiempo. Los suyos, no. Aguantan.

Pero la narración cinematográfica no es sólo imagen. Es una combinación de texto, imagen y sonido. Si falla una de las tres patas, el taburete cojea. Y a Scott siempre le ha perdido su escasa predisposición a tocar los libretos. Excepción hecha de Gladiator (2000) en la que William Nicholson estuvo a pie de cámara, los guionistas normalmente ocupan un discreto segundo plano en la parte final del proceso creativo de sus películas. Y eso se nota en este Exodus: Dioses y reyes. Para mal.

Vaya por delante que el nuevo trabajo del británico es una película recomendable. Pero sólo recomendable. A secas. Por muchas cosas. La primera de ellas porque como entretenimiento es más que digno. Sus casi dos horas y media de duración no resultan pesadas. La habilidad narrativa de Scott y su capacidad única para hilvanar secuencias de manera intangible hacen que el espectador se deje llevar. La segunda por su espectacularidad. Y la tercera, porque tiene cosas dignas de verse en pantalla grande.

No salva su mayor handicap: que la historia es harto conocida. Ya no sólo por la inevitable Los diez mandamientos (Cecil B. De Mille, 1956), que cualquier español ha visto hasta la saciedad porque se emite en televisión (da igual el canal) todas las Semanas Santas, sino también por la muy reciente El príncipe de Egipto (Steve Hickner, Simon Wells y Brenda Chapman; 1998), esa cinta de animación de Dreamworks que recuperaba la historia de Moisés, Ramsés, las diez plagas de Egipto y la partición del Mar Rojo en clave musical y que contemplada hoy da grima. La de cosas que hemos visto; rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser.

Obviamente Scott firma una película mejor que sus predecesoras a nuestros ojos. Es un largometraje de nuestro tiempo, con actores recientes, con los modos y maneras visuales de nuestra época y, sobre todo, la tecnología contemporánea, mejor que la de entonces, peor que la de mañana. Tiene un acabado impecable, hallazgos en la ambientación, recreaciones espectaculares, excesos dignos de la trilogía de El señor de los anillos (2001-2003) de Peter Jackson, y algunos momentos interesantes.

Pero, y he aquí el quid de la cuestión, todo el viaje se hace a lomos de un caballo viejo, una historia que se desarrolla con una estructura y unos diálogos en ocasiones extemporáneos. Ese es de hecho el talón de Aquiles del británico: siempre depende en exceso del guión que maneja. Si el texto es malo, rara vez consigue mejorarlo. Lo ha hecho pocas veces. Una de ellas fue precisamente en la antes citada Gladiator, donde partía de un libreto manifiestamente mejorable, que fue constantemente retocado, y acabó consiguiendo una película más que interesante, con altibajos y tontadas de vergüenza ajena, pero entretenida. Ahí fue mérito de Nicholson, que tuvo que soportar los cambios de humor de Russell Crowe.

Lo hizo en Alien (1979), donde gracias a la ayuda de sus productores, entre los cuales se encontraba el siempre inteligente Walter Hill, convertían una space opera en un filme seminal en el que Scott pilotó con habilidad talentos tan dispares como los de H. R. Giger o Moëbius. Y lo hizo en Blade Runner (1982), donde el guionista de Sin perdón David Webb Peoples, Hampton Fancher y el no acreditado Roland Kibbee le ayudaban a conseguir una de las mejores películas de la década a partir de la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de Philip K. Dick. 

No ha sido el caso Exodus: Dioses y reyes. Encima, el guión del que se partía no es especialmente bueno. Las conversaciones anacrónicas arriba mencionadas sacan literalmente al espectador de su butaca. Expresiones como "alto índice de natalidad", "desde un punto de vista económico", se suceden con una naturalidad que cabe preguntarse si los guionistas Bill Collage, Adam Cooper y Steven Zaillian han hecho algo más que leerse libros de historia para ambientarla. ¿'Alto indice de natalidad' en el Antiguo Egipto? ¿No podían haber echado mano de expresiones más naturales a la época, aunque fuese el manido 'se reproducen como chinches'? Uno recuerda a William Faulkner, Harry Kurtniz y sus discusiones con Howard Hawks en Tierra de faraones (Hawks, 1955) por ver cómo hablaba un faraón (que si un coronel de Kentucky, que si Shakespeare) y sabe que eso no ha pasado con Scott y sus guionistas.

La trama no contiene tampoco importantes aportaciones; un esbozo de la breve insurrección de los esclavos judíos, que parece más extraído de un capítulo de El equipo A que de un libro de historia, y pare usted de contar. No profundiza en la relación entre Ramsés y Moisés. Algunos personajes entran y salen sin orden ni concierto. Del subtexto, de la confrontación politeísmo-animismo-monoteísmo, ni hablemos. No existe. Es Scott, recuerden; el helicóptero, la calle, esas cosas son las que importan. En ocasiones parece un simple remake de Los diez mandamientos. En el fondo, lo es.

El artificio se sostiene en parte por la interpretación del dúo protagonista, esos dos primos hermanos enfrentados; Joel Edgerton correcto como Ramsés, aunque no resiste una comparación con Yul Brynner, y, especialmente, por un Christian Bale como el general-profeta Moisés, quien transmite la atormentada esquizofrenia del iluminado (¿lo que he visto es cierto?, ¿es producto de mi imaginación?), y que consigue que olvidemos a Charlton Heston, aunque no le supera. Viéndole discutir con ese Dios vengativo, cruel, que justifica la matanza de inocentes, estricto, con aspecto de niño repelente, parece que la película va a ir por un camino, pero el espectador es rápidamente sacado por la siguiente escena de acción. La reflexión ideológica conservadora queda sepultada bajo docenas de secuencias generadas por ordenador. Disertar sobre ella es casi perder el tiempo. Es tan endeble todo que mejor disfrutar de los fuegos artificiales. ¿Se han fijado en lo bonito que es el vestuario? De eso va esta película. De vestuarios, decorados y efectos especiales. Esto es espectáculo. Para lo bueno y lo malo. No hay más.   

En su conjunto Exodus: Dioses y reyes es una sucesión más o menos ordenada de escenas bélicas y de masas que debe mucho, muchísimo, a Gladiator, una película de la que el propio Scott roba algunas cosas, es su derecho, e incluso a su Robin Hood (2010), de la que copia los planos del entrenamiento y el subacuático. Aunque también hay préstamos ajenos, como esa secuencia con cocodrilos que es talmente una copia de Tiburón (Steven Spielberg, 1975). Todo el drama, todos los diálogos, toda la tensión, son simples preámbulos de ese más que epatante, inverosímil y desaforado final con el cierre del Mar Rojo que, junto a las escenas de masas, de por sí justifica el viaje al cine y el precio de la entrada. 

Después viene un epílogo, sí, con las tablas de la ley y la travesía del desierto. Es corto. Apenas tres secuencias. Como si Scott húyese de las reflexiones intelectuales. De los debates. Y mientras se contempla el final se puede recordar que se ha visto pasar por ahí a Ben Kingsley, a John Turturro (un faraón de Brooklyn, Scott es así), a Sigourney Weaver (figurante con diálogos), a María Valverde bien guapa, hasta un Ewen Bremner como siempre divertido, y muchas batallas, tensión, emoción, todo jaleado por la rutinaria, solemne y agradable música de Alberto Iglesias. Así pues se sale del cine con la amable sensación de haber pasado un buen rato. No es Faraón (Jerzy Kawalerowicz, 1966), claro, pero tampoco pasa nada si se ve. Lo cual, para qué engañarnos, no está mal.    

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2 comentarios

ed escribió
10/01/2015 01:41

Fue una pelicula muy mal hecha!! Estuve muy emocionado en ver esta pelicula pero cuando la mire sali decepcionado, todo paso muy rapido

Jesus escribió
08/12/2014 03:32

Película bastante Floja. Si alguien piensa que la película fuera del principio no vale nada, puede echa un vistazo a esta web y dejar su opinión http://empezandoaformar.com/blog/exodus-dioses-y-reyes

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