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'LA PANTALLA GLOBAL'

De sexo real y cine comercial: las predecesoras de 'Nymphomaniac'

EDUARDO GUILLOT. 10/12/2013

VALENCIA. Parece mentira, pero en pleno 2013, cuando hace tiempo que el erotismo de mayor o menor intensidad ha inundado la pantalla televisiva, la desnudez y el sexo siguen teniendo un poder de atracción inigualable a la hora de captar la atención del espectador o de generar todo tipo de polémica, casi siempre hipócrita. Que le pregunten a la pobre Penélope Cruz, ufana por debutar en la dirección con un spot publicitario para la marca de lencería Agent Provocateur que, ay, ha sufrido las iras de los defensores de la moral, siempre dispuestos a evitarnos tentaciones.

Demasiado sensual, argumentaron. Y desapareció de YouTube, un portal que ha llegado al extremo de eliminar candorosas imágenes domésticas de una madre amamantando a su hijo, pero que permite la propaganda ultraderechista (mientras no muestre tetas, claro).

No está de más recordar el escándalo que se originó a propósito de Fóllame (Baise-moi, 2000), aquella fruslería dirigida al alimón por la provocativa escritora Virginie Despentes y la pornostar Coralie Trinh Thi, que entró en nuestro país por la puerta que le abrió el Festival de Gijón y propició que se restableciera de nuevo el debate sobre los límites a la hora de mostrar el sexo en las pantallas comerciales.

El porno no fue objeto de debate mientras permaneció circunscrito a los cines X (prácticamente extintos a partir del auge de internet, que permite el acceso desde el privado entorno doméstico), pero que una película de aspiraciones comerciales incluyera sexo explícito era otra cosa bien distinta.

La polémica se saldó recurriendo a la libertad de expresión y el film se estrenó sin mayores inconvenientes, aunque si en lugar de llegar con vitola de cine de autor y el apoyo de un poderoso distribuidor, hubiera sido una cinta de explotación sin padrino alguno, a la libertad de expresión se la hubiera llevado el viento como a las hojas en otoño. Pero esa es otra historia. O no.

El caso es que estos días se ha anunciado el estreno en dos partes (dura cinco horas y media) de la versión completa de Nymphomaniac, el nuevo trabajo de Lars Von Trier, donde el cineasta danés ha incluido abundante sexo real mediante insertos rodados con profesionales del porno. Es decir, que veremos los rostros de Willem Dafoe, Uma Thurman o Charlotte Gainsbourg, pero las imágenes ginecológicas pertenecerán a cuerpos que no son los suyos.

Teniendo en cuenta el precio que tuvo que pagar Chloë Sevigny por la felación que le hizo a Vincent Gallo en The Brown Bunny (2003), se entiende que la estrellas se nieguen a determinadas exigencias de guión (la frase que justificó toda una era del cine español de la transición), pero hay otro aspecto del asunto que resulta más interesante: La actuación cinematográfica se basa en el arte de la simulación.

Vicent Gally Sevigny Chlöe

En la edición 2002 del Festival de Málaga, la cubana Claudia Rojas tuvo su momento de gloria (a saber qué habrá sido de ella) al recibir el premio de interpretación femenina por La novia de Lázaro (Fernando Merinero, 2002). Se trataba de un trabajo de corte experimental (una "película viva", como gustaba definirla su director) en el que los actores participaron activamente en la construcción de los diálogos y las escenas, hasta el punto de que, en una de las secuencias finales, la actriz terminó practicando una felación al coprotagonista de la película. No estaba en el guión, simplemente surgió a partir de la química entre ambos, y Merinero siguió rodando.

Un acto de desinhibición y, por qué no, de valentía, que tiempo después Claudia Rojas defendió en una mesa redonda diciendo que todo lo que el actor hace ante la cámara debe ser real. No sentirse o interpretarse como verdad, sino serlo. En aquel encuentro estaba también el cineasta Jaume Balagueró, que desmontó su argumentación diciendo que en ese caso debería matar a los actores de sus películas de terror. Fin del debate.

Desde El imperio de los sentidos (Ai no korida, Nagisha Oshima, 1976), no han sido pocos los títulos que han roto el tabú de mostrar escenas de sexo real integradas en su trama dramática, y casi siempre de la mano de directores de prestigio. Es el caso de Intimidad (Intimacy, Patrice Chéreau, 2001), Nine songs (Michael Winterbottom, 2004), Anatomie de l'enfer (Catherine Breillat, 2004) o Shortbus (John Cameron Mitchell, 2006), entre otras. Sin embargo, ninguno ha dado el paso definitivo de firmar una película porno y, por extensión, de legitimar el género de cara a ciertos sectores del público y la crítica, probablemente porque se trata de un cine tan codificado que es imposible de abordar sin eludir sus peajes de estilo.

Las caras extáticas de Thurman, Gainsbourg, Dafoe, Udo Kier o Christian Slater son ahora el reclamo publicitario de Nymphomaniac. Primeros planos faciales de orgasmos (¿reales? ¿fingidos?) cuyo objetivo es espolear la imaginación de un espectador que tendrá que pagar dos entradas (los distribuidores no son tontos) para disfrutar al completo (y sin censura, aunque algunos países estrenarán una versión soft) de la nueva propuesta de Von Trier, que quizá comenzó a pensar en el proyecto cuando realizaba Los idiotas (Idioterne, 1998) y se encontró con que los actores le regalaron una inesperada orgía real en una escena en la que les planteó rodar sin ropa.

Quizá fue ahí cuando el director danés (que les recibió desnudo en el plató, para compartir sus inseguridades y miedos) empezó a barajar la idea de mostrar el sexo en pantalla de manera diferente. Ojalá lo haya conseguido.

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