VALENCIA. Paul Greengrass es un director británico que ha alcanzado, en los últimos años, cierto prestigio en el cine mainstream. La fama le llegó especialmente a raíz de las películas sobre el personaje de Jason Bourne, El mito de Bourne (2004) y El ultimátum de Bourne (2007). La creación literaria de Robert Ludlum, el asesino amnésico de la CIA, representa una actualización del James Bond de Ian Fleming, dejando claras las actividades del espionaje de las grandes democracias occidentales, que tienen en nómina a auténticos asesinos descerebrados camuflados, al menos en la ficción, tras un aire de sofisticación y buenas maneras. Al igual que sucede en las novelas de John le Carré, Jason Bourne ofrece una imagen muy poco tranquilizadora del funcionamiento de las entretelas del poder.
La dualidad que presenta Jason Bourne en unas obras en las que han desaparecido totalmente las categorías absolutas de "buenos" y "malos" encontraron en Greengrass un fácil acomodo. Después de la primera película, El caso de Bourne, que introducía al personaje, las cintas de Greengrass se recreaban en el juego de espionaje y contraespionaje, en esas cloacas putrefactas de la "alta política". El realizador había mostrado bastante interés por indagar un poco en los asuntos que no suelen destacar los medios de comunicación, reflexionando, en cintas como Resurrected o Bloody Sunday, sobre determinados conflictos políticos desde un punto de vista un tanto alejado del que manejan las instancias oficiales.
Pero uno de sus films más curiosos es United 93, película de 2006 que transcurría en el interior del avión que se estrelló el 11 de septiembre de 2001 en Pensilvania como parte del ataque de Al Qaeda contra Estados Unidos. La cinta se iniciaba con los terroristas suicidas realizando los preparativos en la habitación del hotel y nos iba a relatando la reacción de los pasajeros al verse secuestrados y al saber que iban a tener el mismo destino que los aviones que se habían estrellado contra las Torres Gemelas. Al final, los pasajeros decidían rebelarse contra los secuestradores y, pese a que el espectador sabía en todo momento lo que iba a suceder, no podía evitar albergar alguna esperanza de que conseguían su objetivo y aterrizaban el avión sin problemas.
Más allá de lo espectacular de este planteamiento, en esa película era interesante la huida del maniqueísmo, asunto nada menor tratándose de una obra sobre el acontecimiento traumático por antonomasia para los norteamericanos de su historia reciente. En lugar de presentar a los suicidas como unos sucios y asquerosos árabes que ni siquiera se quitan la roña de las orejas, se mostraban algunos rasgos de miedo y duda en los perpetradores del secuestro, como si no estuvieran del todo convencidos de esa acción divina que les obligaba a hacer su absurda religión, valga la redundancia. Esto no era una película de Bruce Willis, donde los malos son malos hasta en los más mínimos detalles y Greengrass demostró que si hubiera hecho algo mínimamente similar en España, la FAES y la prensa independiente ya le habría dedicado sus sesudos análisis plagados de refinados insultos.
Por todo ello, el estreno de Capitán Phillips, la última cinta de Greengrass, prometía. En primer lugar porque, de nuevo, el director se metía en un asunto espinoso: el secuestro, en 2009, de un buque de carga norteamericano por parte de piratas somalíes. Partiendo del libro escrito por el propio capitán del barco Richard Phillips, en la película se cuenta cómo los piratas abordan el barco y secuestran a Phillips, iniciándose una desigual persecución entre los buques de la marina estadounidense y la barcaza de los piratas que se dirigen hacia Somalia. Según va avanzando la narración, el interés va derivando del suspense de la trama hacia el retrato de los conflictos que surgen entre los personajes.
En segundo lugar, tenemos, por lo tanto, una película que se aleja de la cinta de acción al uso. Siguiendo la pauta que marca en su obra, Greengrass huye del maniqueísmo tan típico como extremo de Hollywood y va implicando al espectador para que tome partido. Los somalíes son, en efecto, unos tipos indeseables pero se nos ofrecen rasgos para entender sus actos. El cineasta muestra cómo Phillips, encarnado por Tom Hanks, establece un acuerdo implícito con el líder pirata, basado, a través del juego de gestos, miradas y palabras, en el respeto mutuo y en el acatamiento de unas mínimas reglas.
De este modo, los somalíes no son unos feroces asesinos, ya que se niegan a ejecutar a la tripulación aun sabiendo que no les ponen facilidades para resolver sus exigencias. En cualquier otra película, el malo maloso se habría pasado por el forro cualquier tipo de pacto, matando sin piedad para añadirle tensión y dramatismo a la historia.
Pero el punto distintivo llega con la evolución del personaje de Phillips. La aparición del Ejército norteamericano, en lugar de aportar tranquilidad, resulta un elemento claramente perturbador. La gran entereza de Phillips en la gestión de la situación con los piratas se desmorona cuando entiende que las fuerzas armadas de su propio país van a tirotear el bote en el que se encuentra secuestrado. Se ha alabado en todas partes la interpretación de Hanks, especialmente en la secuencia final con los servicios médicos, una vez liberado. Vemos ahí a un Phillips psicológicamente destrozado, que apenas puede reaccionar a las preguntas de la médico. Pero lo interesante de la secuencia, más allá de la labor de Hanks, es el motivo de ese estado de shock: Phillips se viene abajo cuando teme por su vida, temor que percibe, por primera vez, cuando hace acto de presencia el ejército estadounidense.
PESCADORES OBLIGADOS A PIRATEAR
A ello se le une otra llamativa contradicción: los piratas cumplen sus pactos, pero los militares yanquis, no. Los acuerdos alcanzados entre Phillips y sus secuestradores son respetados hasta el final porque, como le cuenta uno de ellos al capitán del mercante, no son más que pescadores que se ven obligadores a los abordajes por una mera cuestión de supervivencia. Es más, ni siquiera se benefician ellos mismos de los millones de dólares que consiguen en cada rescate porque, como constata Phillips, siguen siendo pobres y siguen asaltando barcos. No obstante, a los militares estadounidenses les falta tiempo para incumplir su único pacto, negociar con los piratas. Consiguen, mediante engaños, que el jefe de ellos abandone la barca y, en cuanto lo hace, los norteamericanos le traicionan, aniquilan a los otros secuestradores y detienen al cabecilla.
El mensaje, como podemos comprobar, está lleno de aristas y acaba siendo muy poco edificante. Las fuerzas del orden de la gran democracia norteamericana se han convertido, al final de la película, en la auténtica potencia terrorista, que no se anda con chiquitas para resolver un conflicto de poca consideración, eso sí, en nombre de esa democracia que se encarga de velar por los suyos. Una pantomima que no convence a Phillips, y de ahí su ataque de pánico.
La resolución de la película, en definitiva, obliga a replantearnos lo que hemos visto en pantalla, siguiendo las pistas trazadas por Greengrass consistentes en señalar que no todo es tan sencillo como parece y que no todo el cine comercial está exento de reflexiones interesantes. Su cine insiste en plantear que, muchas veces, los verdaderos asesinos son quienes, como Jason Bourne, actúan en nombre de la ley.
Ficha técnica
Capitán Phillips (Captain Phillips)
EE.UU., 2013, 134'
Director: Paul Greengrass
Intérpretes: Tom Hanks, Barkhad Abdi, Barkhad Abdiraman, Faysal Ahmed
Sinopsis: Un barco mercante estadounidense es abordado por piratas somalíes. Los piratas secuestran al capitán y piden un rescate de diez millones de dólares, provocando la respuesta de la Marina estadounidense.
Actualmente no hay comentarios para esta noticia.
Si quieres dejarnos un comentario rellena el siguiente formulario con tu nombre, tu dirección de correo electrónico y tu comentario.
Tu email nunca será publicado o compartido. Los campos con * son obligatorios. Los comentarios deben ser aprobados por el administrador antes de ser publicados.