VALENCIA. Las teorías científicas no se discuten en los tribunales o, al menos, no desde hace varios siglos. Los procesos contra Galileo Galilei, Giordano Bruno o Miguel Servet, entre otros, se desarrollan en tribunales eclesiásticos, no civiles, y, en muchas ocasiones, las condenas se basaron en disputas religiosas no ligadas necesariamente a las herejías derivadas de nuevas teorías científicas. Hay una notable excepción: la teoría de la evolución biológica, formulada por Charles Darwin y Alfred R. Wallace a mitad del siglo xix, es cuestionada periódicamente en tribunales estadounidenses de todos los niveles, donde se pone en duda su validez como teoría científica para ser incluida en los temarios de enseñanza secundaria. Pero es otro tipo de presencia en tribunales del que nos vamos a ocupar aquí.
La evolución hace su aparición en tribunales de justicia desde la última década del siglo pasado. En un número creciente de ocasiones, especialistas en biología evolutiva son llamados a declarar como expertos en demandas civiles y, ocasionalmente, penales. En todas ellas hay un nexo común: la transmisión de un agente infeccioso, normalmente un virus como el de la inmunodeficiencia humana (VIH) o el de la hepatitis C (VHC), desde una fuente común a uno o varios receptores que se infectan con él.
Dada la gravedad de estas infecciones, que pueden acabar en la muerte del paciente, los afectados suelen buscar en los tribunales compensación por los daños físicos, psicológicos y económicos causados. Frecuentemente, la fuente está vinculada a un acto médico, una transfusión con material contaminado o el uso de un producto o aparato no esterilizado, pero también encontramos casos de malas prácticas, incluso de actos criminales.
INFECCIONES Y TRIBUNALES
A finales de la década de los ochenta del pasado siglo, la epidemia de sida avanzaba sin control por muy diversos países y comunidades. No se disponía entonces de medicamentos que pudiesen detener el avance de la enfermedad y su diagnóstico representaba poco menos que el anuncio de una muerte próxima. Se sabía que la enfermedad estaba ocasionada por un retrovirus y que este se transmitía de persona a persona mediante fluidos corporales, especialmente la sangre, aunque podía haber vectores intermedios, como agujas hipodérmicas.
El diagnóstico de infección por VIH a una mujer que no realizaba ninguna práctica de riesgo conocida dio lugar a una investigación que señaló a su dentista, portador del VIH, como posible fuente de la infección. Hasta ese momento no se había considerado la posibilidad de que el VIH pudiese transmitirse a través del instrumental odontológico, por lo que no había una normativa de seguridad al respecto. La mujer decidió demandar al profesional por la vía civil buscando una compensación a los daños que le había producido. El caso se complicó cuando se descubrió que seis pacientes más del mismo dentista también estaban infectados por el VIH.
La pregunta ahora ya no era si la primera paciente había sido infectada o no por el dentista, sino cuántos, y cuáles, de sus pacientes lo habían sido, pues algunos de ellos sí que manifestaron haber realizado prácticas de riesgo. Para responderla, un equipo de expertos secuenció un fragmento del genoma del virus de muestras obtenidas tanto del dentista como de sus pacientes y de 35 personas no relacionadas con ellos y que también estaban infectadas por el mismo virus.
El juez encargado de resolver el caso no se encontraba capacitado para tomar una decisión sobre la validez de la evidencia presentada, un estudio filogenético que demostraba la vinculación de las muestras de cinco pacientes, incluida la primera denunciante, con la del dentista pero descartaba la de otros dos, cuyo origen se encontraría en una fuente no determinada.
Por ello adoptó la siguiente resolución: aceptaría la validez de la prueba si la comunidad científica así lo ratificaba, para lo cual debía comunicarse en la forma habitual, como artículo científico a una revista con revisión por pares, que lo someterían a las oportunas pruebas antes de admitirlo a publicación. El artículo se publicó en la revista Science el 22 de mayo de 1992 (Ou et al., 1992) y el dentista fue condenado a compensar a las cinco víctimas por los daños causados.
A diferencia de otras pruebas genéticas habituales en los tribunales, en este caso no se buscaba una identidad entre los datos genéticos de las presuntas víctimas y los de la fuente de infección sino determinar su coancestralidad común frente a la posibilidad de que procediesen de otras fuentes no identificadas en la población general, todo ello a partir del análisis de las diferencias encontradas entre las secuencias genéticas correspondientes. Desde entonces, han sido numerosos los casos en que se ha utilizado la evolución rápida de virus como el del sida para dirimir demandas por infecciones tanto persona a persona como por actuaciones médicas.
En alguna ocasión la demanda se ha visto en un tribunal penal y no civil, como en el caso de Richard Schmidt, un médico del estado de Luisiana (EE UU) acusado de intento de homicidio por emplear sangre infectada con los virus de la inmunodeficiencia humana y de la hepatitis C de uno de sus pacientes para transmitirlos a su antigua amante, que había decidido romper la relación que mantenían (Metzker et al., 2002).
Aunque ambos virus fueron transmitidos a la receptora, la acusación se basó en el estudio del VIH. Los diez años transcurridos entre este caso y el del dentista de Florida fueron testigos de numerosos avances tanto en la metodología de estudio como en la aceptación por los tribunales de estas pruebas. Sin embargo, en ambos casos se plantearon dudas sobre la validación estadística de los resultados, especialmente dada la trascendencia de las conclusiones reportadas.
Una solución para este problema es el empleo de métodos estadísticos más avanzados que el remuestreo pseudoaleatorio (bootstrapping) empleado hasta ese momento. Concretamente, la introducción de estimas de árboles mediante máxima verosimilitud, lo que permite el contraste de hipótesis alternativas con una base estadística sólida. De hecho, dos de los autores de referencia en las aplicaciones forenses de la genética proponen la aplicación de la inferencia bayesiana, basada en parte en el cálculo de la verosimilitud de una hipótesis a partir de los datos empíricos disponibles, para informar sobre la probabilidad de que determinado resto biológico provenga o no del acusado (Evett y Weir, 1998). Para ello, el investigador debe calcular la probabilidad de observar los datos que tiene a su disposición bajo distintos supuestos relativos a cómo se podrían haber generado.
EL 'CASO MAESO': APLICACIÓN DE LA FILOGENÉTICA MOLECULAR
En nuestro grupo de investigación tuvimos ocasión de aplicar estos desarrollos en el que probablemente es uno de los casos más complejos de aplicación de la teoría evolutiva en una pericia forense (González-Candelas et al., 2013). En febrero de 1998 se descubrió en Valencia un brote de infecciones por el virus de la hepatitis C que, al poco, se atribuyó a una actuación cuanto menos negligente de un anestesista, el doctor Juan Maeso.
El denominado «caso Maeso» se prolongó durante casi diez años en los que a la extensa instrucción judicial siguieron un juicio en la Audiencia Provincial, que duró algo más de un año, y el consiguiente recurso al Tribunal Supremo. Como resultado se condenó al principal encausado a casi 2.000 años de prisión por mala práctica profesional resultante en la infección de al menos 275 pacientes, de los que cinco habían fallecido en el momento en que se celebró el juicio.
En este caso el problema se agravaba por la dimensión, hasta ahora no superada, del brote, producido por una misma fuente a lo largo de un periodo de tiempo que había que determinar (resultaron ser prácticamente diez años) y durante el cual el virus había seguido evolucionando en la propia fuente, de manera que la población que infectó a los primeros afectados era bastante diferente de los últimos.
El punto de partida de nuestro informe fue el mismo que en casos anteriores: si la transmisión se produce desde una fuente común, los virus aislados de esos pacientes compartirán entre sí y con los virus aislados de la misma un ancestro común más próximo que con cualquier otra población viral no vinculada a la fuente.
Pero en este caso no podíamos simplemente comprobar esta hipótesis: era necesario establecer quiénes de los casi 400 pacientes de este anestesista a los que se les había diagnosticado una infección por el VHC del mismo tipo lo habían recibido de él y quiénes lo habían recibido de otras fuentes. Se estima que alrededor del 2,5% de la población de nuestro país está infectada por el VHC, aunque muchos de los infectados desconocen su situación, pues el virus puede estar en modo latente sin producir enfermedad aparente durante años, aunque sí puede transmitirse.
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